Querida Madre:

Tú me enseñaste que éramos un pueblo de narradores. Acostumbrabas a decir:

Durante siglos, la tradición oral hizo que en los pueblos del Líbano hubiera una plaza donde cada domingo por la tarde, desde la pérgola, un contador de historias nos maravillaba con prodigiosas narraciones. Ellas trataban de personajes reales o ficticios que se aventuraban a lugares fantásticos a través del Mediterráneo, que alguna vez fue nuestro Mare Nostrum. Es decir, el mar de Fenicia, navegado por nosotros los fenicios desde Tiro y Sidón, hasta el fin del mundo de la antigüedad que eran las Columnas de Hércules, y hoy, la llaman Gibraltar.

Recuerdo que, desde que yo tenía siete años, llenos de vitalidad y fantasía, tú me contabas cada domingo por la tarde, las aventuras de «Kerabán el testarudo», una especie de versión oriental de la Vuelta al mundo en 80 días. Un libro de aventuras clásico al que Julio Verne le agregó pequeñas dosis de desobediencia civil y orientalismo. Ese libro escrito en 1883 se editó en fascículos semanales, lo que lo hacía más atractivo para los narradores libaneses, por el suspenso que aumentaba el interés y la atención de su audiencia.

La narración oral, prescinde de la lectura del libro, me decías, porque mientras escuchas con soñadora atención al narrador, ello supera al libro, porque ambos se funden en una sola presencia, en una sola voz. El narrador modula para ti las inflexiones de su voz, pero todo su cuerpo vibra y expresa la intensidad de la historia. Sus ojos, sus gestos, sus brazos, sus manos acompañan la voz y los silencios del que relata, hasta que la narración se vuelve tuya y se aloja en lo más profundo de tu memoria. Por eso, puedo contarte de memoria, después de tanto tiempo, cada uno de los capítulos de Kerabán el testarudo. Nunca olvidarás a quien te contó un buen cuento en una tarde de domingo.

Quiero que sepas Madre, que esta semana mientras leía esa maravilla de libro sobre los libros titulado La inmensidad en un junco de la escritora española Irene Vallejos, pensé sobre lo que sentimos respecto de quien nos lee o cuenta una historia. Ese regocijo del espíritu, tan parecido a la felicidad, que nos dan los libros o la narración de estos.

Y tú me contaste tantas historias de Kerabán el testarudo y otra muchas, que se me ocurrió escribirte esta carta, para agradecerte todo el amor, la dulzura y la paciencia con que lo hiciste. En 1948 yo tenía siete años y tu continuaste con tus relatos hasta que cumplí catorce.

Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde entonces. Yo quise ser escritor y lo he sido, en cierto sentido, aunque permanezco inédito por voluntad propia, ya que nunca publiqué nada de lo poco que escribí. Pero he sido un modesto narrador oral, ya que les conté a mis tres hijos las aventuras de Kerabán el testarudo y ahora lo hago con mis nietos.

Por cierto, no tengo tu voz, tu encanto, tu capacidad expresiva ni tu talento para la narración, pero me han escuchado y me escuchan con atención y presumo que les gusta o sienten placer al escucharme. Yo siento que prolongo una tradición de nuestro pueblo, apelando solo a la memoria, aunque hoy el libro está editado enteramente en papel o digitalmente y se puede obtener sin salir de mi casa.

Los griegos presocráticos vieron la aparición de la escritura, de la que los fenicios somos responsables al inventar el alfabeto, como un peligro porque al dejar el testimonio histórico por escrito se atrofiaría la memoria. Atributo excelso del ser humano en la antigüedad temprana y la condición más valorada del homo sapiens.

Así que, hasta que la memoria me abandone, les seguiré narrando los domingos por la tarde las aventuras del obstinado Kerabán, un rico empresario residente en Uskudar (Turquía), que un día al cruzar en su nave al lado europeo, descubre, con estupor, que el gobierno acaba de implementar un impuesto para cruzar el Bósforo.

Realmente, Kerabán era rico y no tendría problemas en pagar el nuevo impuesto, pero consideraba que el pago era vejatorio y nadie debería someterse a él. Tras discutir con la policía, proclama que él jamás pagará tal tasa, aunque ello le obligue a bordear el Mar Negro para volver a su casa.

Si a esto se le añade el hecho de que tiene que hacerlo en menos de 6 semanas, porque su sobrino se va a casar y la boda tiene que consumarse antes de que la novia cumpla 17 años, ya que de no realizarse en el tiempo establecido la privaría de recibir una fortuna como dote, la historia adquiere la magnitud dantesca de la proeza de un Ulises.

Si quieren saber cómo Kerabán cumplió su promesa, tienen que dejarse llevar por la magia literaria de Julio Verne. Yo les contaré la historia, con un ojo mirando a Europa y el otro al Asia. Las aventuras y desventuras de un testarudo y rebelde señor que, por no pagar un pequeño impuesto, acabó gastando buena parte de su fortuna.

Ahora, cuando voy cerrando esta carta, tomo conciencia de que tu elección de Kerabán como personaje de tus historias no fue casual. Tú sabías que en mí habitaba un destino literario, que yo era un escritor en potencia y me ayudaste a comprender el valor de la rebeldía en Kerabán. Tú misma fuiste una rebelde como mujer, para tu tiempo.

Entendías que el escritor es un anarquista espiritual, como lo es todo hombre en el fondo de su alma. Se siente descontento con todo y con todos. No pasea con la multitud ni da vivas con ellos. El escritor que es escritor es un rebelde que nunca deja de serlo. Ni siquiera descansa y duerme como otra gente descansa y duerme. Cuando esté muerto seguramente estará muerto como otros puedan estarlo, pero mientras permanece vivo lo está como nadie más.

Es el hombre más fácil del mundo de ridiculizar, de criticar, de disminuir y de burlar, y esto es precisamente lo que debe de ser. Es también un poco loco, pero mucho más sano que todos los demás. Con la mejor salud, la única salud que vale la pena conservar, la viva, creadora, vulnerable, valerosa, inconmovible y arrogante salud de un hombre libre.

Este es el legado que me dejaste Madre a través de tus amorosas narraciones, ser un escritor auténtico y un hombre libre.

Te lo agradezco hoy, como todos los días de mi vida, allí donde estés, dondequiera que sea, recibe esta carta como testimonio y tributo del amor que mutuamente nos profesamos.