Mi padrastro era alcohólico y le daba unas palizas bárbaras a mi mamá. Me crie con seis hermanos más. Yo, según me cuenta mi madre, soy de otro padre. En realidad, según lo que ella me dijo, soy producto de una violación. A mi verdadero padre nunca lo conocí. De mis medios hermanos, dos eran pandilleros, y la mujer menor, la Yuleisy, era puta. A ella la mataron el año pasado. En mi barrio solo había ladrones y drogadictos. Me acuerdo de que la vivienda donde vivíamos era de lámina, en el barranco. Había una letrina asquerosa. A mí me daba asco ir ahí, pero… ni modo. Yo empecé con la marihuana a los doce años; después le entré a la coca. Recuerdo que en el barrio nunca había agua. Me bañaba una vez por semana… con suerte. Me decían «El Oloroso» de sobrenombre.

Mi primer robo fue a los trece. De ahí ya no paré. Me gustó tener dinero fácil; empecé a robar más seguido y ya no volvía a la casa. Me quedaba a dormir por ahí, en la calle, en algún rinconcito. Droga nunca me faltaba. ¿Por qué lo maté a ese fulano? Mire, doctor: yo a los veinte, después de haber estado varias veces en el reformatorio y después, ya de adulto, en la cárcel, de haber vivido en la calle y haberme peleado un millón de veces a puro puño o con navaja, traté de regenerarme. Fui a un centro de desintoxicación, y pude parar un poco con la droga. Siempre seguía durmiendo en la calle, pidiendo. Pedir limosnas es fácil. Ya tenía como seis meses limpio, sin robar y portándome bien. Empecé a pedir en los semáforos, pero no solo pedía, sino que hacía malabares para ofrecer un show, y después esperar un centavito. Recuerdo que estos tipos bien vestiditos, todos elegantes que iban en un BMW, me gritaron: «¡payaso de mierda, vete a trabajar, vago!». Me encendió la sangre, y los insulté.

Uno de ellos se bajó. No pude aguantar. Nosotros, los que nos criamos en la calle, sabemos pelear y nos conocemos bien todas las mañas. Le di sin parar hasta que me lo troné. Los otros dos que andaban con él se asustaron y salieron huyendo. ¿Me entiende por qué le quebré el culo, doctor? La psiquiatra que me atendió una vez en el reformatorio me dijo que soy un resentido por ser producto de una violación. ¿Será así, doctor? Ahora estoy aquí, con una condena a cuesta. Pero la verdad extraño mi vida en la calle. Ahí uno hace lo que quiere y cuando quiere.

(Testimonio de P., 23 años, encarcelado en Guatemala por homicidio)

Freud decía que «la neurosis es el costo de la civilización». Podríamos ampliar la afirmación y decir que todas las conductas llamadas «asociales» son un costo de nuestro modo de vida donde nos alejamos cada vez más de lo instintivo-animal para ser crecientemente civilizados, entrando, asumiendo, ampliando y repitiendo la cultura que nos moldea. El síntoma o la angustia de los que nos llamamos normales, es decir: los neuróticos, así como el delirio o la alucinación psicótica, y también todos esos comportamientos transgresores, antisociales, infractores respecto a la llamada «normalidad» (conductas delincuenciales), son la secuela de nuestro modo de ser, de nuestra «humanización».

En la construcción del «sujeto normal adaptado» —independientemente de la cultura de que se trate— todo indica que siempre se repite algo: la inmensa mayoría entra en ese marco (nosotros, los neuróticos), un grupo minúsculo no lo logra —psicóticos, los «locos» que son puestos en el loquero—, y otro grupo ingresa a medias, pudiendo presentar siempre conductas amorales, sin culpa, donde el otro no es un ser humano, sino un instrumento que le ayuda a cumplir sus fines —criminales, en general recluidos en una cárcel, o a veces dirigiendo grandes empresas o países. Junto a todo ello existe un grupo, creciente en el capitalismo cada vez más urbanizado que cubre el planeta, de gente que vive en la calle, que hace de las calles su hogar.

Mendigos, indigentes, homeless, vagabundos, se les llama. O, quizá más correctamente: «personas en situación de calle». Seres humanos que, por una intrincada sumatoria de motivos, ha tomado la vida en las calles de, en general, las grandes ciudades, como algo natural, algo que no les asusta ni preocupa. Tal como dice el relato real arriba citado, sin no están en ese ámbito «extrañan su vida en la calle. Ahí uno hace lo que quiere y cuando quiere». Allí comen, duermen, hacen sus necesidades, se bañan, tienen vida sexual, se divierten, a veces crían hijos. En otros términos, todo lo que hacen los llamados «normales» en la intimidad de una vivienda, esta población lo hace en la rudeza de las calles.

Prácticamente no hay gran ciudad de las que el desarrollo moderno ha generado, con varios millones de habitantes, que no presente este fenómeno. Fuera de Cuba, con un Estado que protege efectivamente la vida de sus ciudadanos y donde no se ve el fenómeno, tanto en la opulencia del Norte como en la pobreza o extrema pobreza del Sur, hay numerosas personas viviendo en esta situación. Dado lo difícil de hacer un seguimiento riguroso de su número, hoy se tienen aproximaciones, sin cantidades exactas. De todos modos, se considera que no hay menos de 100 millones, desde Japón —economía capitalista refulgente— con algunos cuantos de miles, a países con varios millones, como Etiopía, Egipto, Siria, Filipinas o Pakistán.

Este es un fenómeno complejo como el que más. De hecho, existe una gran cantidad de población en el mundo que no dispone de una vivienda: los «sin hogar». Tan masivo es el fenómeno que Naciones Unidas instituyó el 10 de octubre como Día Mundial de las personas sin hogar. Pero el segmento al que aquí nos referimos tiene algo muy particular. No se trata de población desplazada por situaciones de guerra o de pobreza extrema, gente que perdió sus viviendas por algún motivo, quizá una catástrofe natural, y vive temporalmente en albergues o campamentos a la espera de su reinserción. Tampoco es niñez que termina viviendo fuera de sus hogares —los niños de la calle, lo cual implica otros aspectos—, sino que se trata de adultos, muchos no tan jóvenes incluso, varones en un mayor porcentaje (más del 70%) que llegaron a esa vida por diferentes motivos y allí se quedaron. Viven en cualquier rincón de las calles, guarneciéndose con papeles de diario, cartones, alguna cobija que consiguen por allí. Y es allí, en ese rincón oscuro y maloliente, que se desarrolla buena parte o toda su vida.

Las condiciones en que sobreviven les ocasionan severos y variados problemas de salud física. En general presentan malnutrición (comen sobras, muchas veces de los tarros de basura), hipotermia, numerosas enfermedades derivadas de la escasa o falta total de higiene, padecimientos bucodentales, heridas infectadas por no haber sido oportunamente tratadas y una extendida cantidad de trastornos mal curados que devienen crónicos.

Sus medios de vida son precarios, absolutamente marginales: se dedican a la mendicidad, ocasionalmente al robo, a veces a la distribución de drogas ilegales como pequeños minoristas, puede ser a la prostitución.

Dado lo complicado de su marginalidad y, por tanto, la dificultad de investigar muy a fondo el problema, no existen muchos estudios rigurosos sobre toda esa vida «subterránea» de las megápolis. De todos modos, hay información suficiente como para conocer algunos aspectos relevantes de sus vidas, que se repiten con cierta regularidad en todos los países, ricos y pobres. Por ejemplo: alrededor del 50% de esta población es consumidora de alcohol y/o sustancias prohibidas, que van desde el crack al fentanilo, pasando por esas letales «drogas de los pobres», que consisten en la inhalación de thinner, o a veces gasolina. Algunos de ellos/as —no más de un 20%— presentan trastornos psicológicos diagnosticados (psicosis); pero sin ser delirantes esquizofrénicos, sus conductas se alejan completamente de lo que entendemos por «normales adaptados». Incluso los hay universitarios; según algunas investigaciones, hasta un 10% presenta esa condición.

Desde nuestro sentido común «normal», cuesta entender cómo una persona de mediana edad puede vivir en esas condiciones casi subhumanas, alejada de lo que entendemos por satisfactores mínimos, despojados de la vergüenza, soportando indecibles penurias. Pero el sentido común no alcanza para dimensionar estos fenómenos tan complicados de nuestra condición humana. Según alguna de esas investigaciones, no más de un 10% de esta población callejizada desearía cambiar su estilo de vida; la mayor parte se encuentra a gusto con la misma.

¿Por qué se llega a esto? Las condiciones económicas no lo explican todo. Puede haber —y de hecho la hay— gente que, ante un descalabro económico, por ejemplo, la pérdida de sus ingresos (trabajo o negocio) termina arrojada a este estilo de vida. Pero eso no es una generalidad. No todo desocupado va a vivir a la calle; tiene que haber una estructura de personalidad determinada que lo permita (así como no todo decepcionado por algo se suicida). Se tiene que conjugar una serie de factores para que alguien transite ese sendero, en general sin retorno.

Lo curioso es que, una vez instalados en ese estilo de vida, es sumamente difícil salir de ahí. Diversos motivos van atrapando: la calle, pese a las interminables miserias que pueda significar, termina «seduciendo». Por eso, tal como decía la cita inicial de este joven centroamericano: «Ahí uno hace lo que quiere y cuando quiere».

Sin dudas la psicología humana es sumamente compleja. Hay «costos» a pagar que, en realidad, no se pueden saldar nunca. La marginalidad de algunas/os es una de esas heridas abiertas, que no sanan, que no pueden sanar jamás. Pero tan «incomprensible» como ese fenómeno (¿por qué desean seguir viviendo en esas condiciones tan malas?), tenemos la reacción de mucha gente contra estos parias urbanos. Según los estudios disponibles, alrededor de la mitad de ellos y ellas ha sido víctima de agresiones, de lo que se conoce como «crímenes de odio» (ataques contra alguien simplemente porque es distinto), muchas veces con resultado letal.

¿Hay solución para todo esto? Si alguien la tiene, que la diga. Quizá no la hay; simplemente es el síntoma evidente (tanto el vivir en la calle como el ataque despiadado de que puede ser objeto ese colectivo) de la finitud de la condición humana.