Empañado.
Vapor de agua caliente.
Tratando escudriñar tras los ojos lo que me niego a ver.

A pesar de las señales luminosas que muestran su cuerpo dolorido y cansado -de mangueras y máquinas- que se niega a funcionar por sí solo, postrado en una cama de hospital, donde la primavera niega ocultarse y arremete verde y soleada por la ventana expresando claramente que después del largo invierno es su turno, donde los recuerdos y ensueños representan solamente una mínima parte del mundo que compartimos.

Marchito.
Frio y fatigado.
El mismo mundo que en horas se hizo forastero.

Voz que dice no a la visita pensando el pasado en un presente sin mañana, frente a la mirada que aún transita por caminos de doble vía donde el cariño persiste anhelando ser trasmitido porque nada termina antes del fin impulsado por la fuerza inmensurable de nuestra incapacidad de ser el otro, aun cuando los gritos desgarran tímpanos que por arte de magia se traducen en canciones de cuna que paralizando exigen seguir al frente.

Ausencia de lágrimas.
Puente al olvido.
Maquillado en un sendero transitable.

Violenta negación que retiene el destino por segundos que permiten cruzar calles y seguir transitando cuesta arriba, a sabiendas que la segunda mitad de nuestro siglo es hasta el agotamiento interrumpida por ausencias insuperables que van horadando la piel con surcos que disfrazan las sonrisas que tímidamente resurgen con nacimientos cercanos, que van a la par sembrando nuestra huerta de semillas y sepulturas.

Cercanía de un después.
Fotografías.
Sillón vacío en un salón de frío verano.

Trato de imaginar este mi limbo personal donde la inteligencia artificial no va a servir para retomar la cadencia en el tramo que viene, del mismo modo como los medios sociales no han servido a los jóvenes que sufren día a día de epidemias de autoestima, miedos, angustias y peligros suicidas que aumentan al ser causa y efecto porque padres, amigos, familia y vecinos, cada uno con su pantalla habitan en sus propios planetas.

Recuerdos anticipados.
Ceguera lejana.
Impotente ante istmo real que no lleva a parte alguna.

Su agonía me mantiene despierta para que los días sigan sumando años y la colección de miradas aumente en mi vida no hábil de saltar más y más charcos, sabiendo que los días traen penumbra y la vigilia sueños que pueblan los insomnios más rebeldes cuando el cansancio adormece la tristeza y abre el paso al llanto salobre que lava mi cara, inundando el pozo que me mantiene a flote al elegir entre los caminos el más bello andando paso a paso los cuatro kilómetros que me llevan de casa al hospital cruzando un parque y siguiendo al borde de los lagos adornados por árboles y flores hasta llegar tratando de no pensarme y pensarlo, lo que se ha transformado en un complicado ejercicio practicado en cada visita, con resultados no siempre satisfactorios y que pueden resultar en un desbordamiento donde se mezclan los malos entendidos con la incomprensión que me obligan a patear piedras los cuatro kilómetros de regreso, corriendo el riesgo de acariciar la idea de no abrir la puerta frente al toque que llama.