Madrid, 2011.

Aquello era una tarde en la historia de su vida, pero también era una apuesta por no ser solo un individuo aislado. Chispeaba. Ignoraba los ecos que el verano hacía rebotar en cada baldosa. El autobús lo dejó cerca de la estación de Delicias, permitiéndole descubrir nuevos ángulos de observación de la ciudad. En el transporte público podía liberar su mente sin la ansiedad que le provocaba la velocidad, los atascos, los semáforos en rojo, y acompañar su trayecto de meditaciones pendientes, de nuevos proyectos que se alimentaban del ejercicio que le proporcionaban los pies, el ritmo de su circulación.

No muy lejos de allí, en la calle Alfonso XII, había trascurrido su infancia. Era la misma que habitaron Ortega y Gasset, Ramón y Cajal o Caro Baroja. El Ayuntamiento había puesto placas conmemorativas. Ramón también llevaba incrustada en su piel algunos recuerdos; el día exacto que su padre dio un portazo y no volvió más. Una figura ausente que, de todas maneras, había dejado una herida indeleble. Fue comprensivo con su pasado: no debió de ser fácil reconocer su condición de homosexual en tiempos hostiles para la lírica. En cambio, cuando su hermano Eduardo cumplió dieciocho años decidió, obedeciendo los deseos maternos, que no quería verlo más, lo que su madre aplaudió. Todavía guardaba el rencor en cajas de terciopelo. Le llamaba «marica» y, pese a los esfuerzos de Ramón, no había conseguido extirpar los adjetivos descalificativos confeccionados bajo los esquemas de un machismo rancio. Ni su madre ni su hermano acudieron al entierro de su padre, pero sí a la lectura del testamento. Eduardo Nieto había continuado casado para no tener que hacer más ruido en las paredes frágiles de su deber marital.

Hacía tiempo que Ramón había renunciado a los lujos derivados de nacer en una familia acaudalada. Dependía de su sueldo mensual que le permitía vivir cómodamente, incluso darse algún capricho, pero no del tipo de antaño, cuando los dígitos se multiplicaban y terminaba comprando cosas inútiles que amontonaba y después regalaba sin importarle cómo ni a quién. Sin los privilegios en clubs privados ni en las salas business de los aeropuertos era posible tomar el pulso de la sociedad: la opulencia al lado de las carencias le parecían insultantes. Los contornos de esa crisis tenían culpables con nombre y apellido. Le gustaba recordarlo porque en demasiadas ocasiones se aludía al centro del poder con palabras vagas, compañías o emporios. Detrás había propietarios, personas que tomaban decisiones que afectaban a otras, políticos que hacían la vista gorda o directamente ponían la mano para cosechar en su propio beneficio. Quiénes más acumulaban sacaban los cubos llenos a los «infiernos fiscales» y después conducían sus autos por carreteras que no pagaban. Preferían acorazarse en bunkers que, a la larga, se desvanecerían como el papel. Sabía bien quiénes eran las familias con más poder porque les había servido durante los años que trabajó en el banco. Las alfombras siempre estaban limpias para el dinero sucio si se hablaba de cantidades desorbitantes. Ramón les había ayudado a invertir en burbujas que crecían, que se calificaban con la triple A, mientras se les concedían privilegios fiscales. La nueva religión de la acumulación depredadora transcurría en un mundo de ciegos, sordos y mudos. Las cifras del desempleo, la precariedad y la desigualdad galopante seguían incrementándose. Los delitos e irregularidades de los ricos se hacían en suelos enmoquetados, con nudos de corbata impecables. Los accionistas del banco compraban el silencio de los directivos y jefes intermedios subiendo sus salarios y repartiendo bonus en participaciones. Era la lotería de cada año, que crecía ostensiblemente con el paso de los meses. «Ahora estoy en fase de expiación de culpas» —decía bromeando cada vez que tenía que destapar su pasado. Sabía que las recetas neoliberales que le habían enseñado en la facultad y en todos los cursillos de formación solo habían servido para la destrucción del proyecto colectivo, pero curiosamente esos mismos neoliberales se habían auto otorgado la exclusividad de ser demócratas y denostaban a la socialdemocracia con etiquetas como «radical» o «antisistema». El descuido de lo público era imposible taparlo con parches. Ramón creía que no existía la marcha atrás en ese tren descarrilado. Cualquier cambio necesitaría de mucha creatividad: una sacudida de tierra que regenerase lo que habíamos sido y nos reconciliara con lo que podíamos ser, con esa sociedad que parecía haber echado a andar y se había quedado a mitad del camino.

La cita transcurriría en casa de Pedro. Ramón tenía vagos recuerdos de aquel barrio y ninguno se correspondía con lo que ahora veía. Caminó por Ramírez del Prado y se detuvo en los soportales del edificio de la biblioteca de la Comunidad de Madrid, antigua fábrica de cerveza, donde un grupo de emigrantes de Europa del sureste se preparaba meticulosamente para pernoctar: cartones y mantas para aislar la humedad del suelo, aunque todavía el fresco otoñal no había hecho su entrada en la capital. Algunos ya reposaban y contaban historias de su lugar de origen para hacer más llevadera la intemperie; otros todavía estaban cenando pan y latas de sardinas. El correr del manto nocturno pronto se adelantaría por decreto. Siguió su camino, alumbrado por una realidad distinta a la del barrio de Salamanca. Integración era una bonita palabra manoseada hasta el delirio, pero los servicios públicos empezaban a extinguirse y la inundación cubría a la mayoría hasta la cabeza. Carecer de oportunidades reproducía esclavos mientras sembraba el desamparo y la impunidad. Dejó sus pensamientos descansar cuando escuchó unos cánticos acompañados de guitarra. La oscuridad fue menguando al contacto con las farolas de las instalaciones deportivas donde un grupo emigrantes de procedencia ecuatoriana jugaban a voleibol y compartían los rayos de luna, que esa noche sonreía dichosa, entregando algo que todavía no sabía cómo sería recibido. Las voces seguían fluyendo: «Y a mí me dicen que soy un ladrón…». Los acordes se fueron desvaneciendo a medida que transitaba la calle.

El edificio donde vivía su amigo Pedro le pareció lánguido. Tenía poco que ver con aquel con vistas al Retiro en donde Ramón había crecido. Fue el primero en llegar, cuidadoso como siempre había sido con la puntualidad. Mientras esperaban al resto de los convocados, Pedro, un activista medioambiental que en los últimos años había abanderado campañas de sensibilización a favor de una agricultura más sostenible, sin herbicidas químicos ni transgénicos, le completó el cuadro de lo que Ramón había visto en la calle. Un decorado habitual en el barrio: personas que dormían al raso o que lavaban su ropa en la fuente de la Plaza del Amanecer. Los bancos del parquecillo se inundaban de ropa extendida y de personas a medio vestir. Las mujeres llevaban faldas largas, como las que se ponía la abuela de Pedro en su pueblo extremeño. Algunos soportales de alrededor se habían empezado a llenar de pertenencias de los sintecho, siendo las sucursales de los bancos las más cotizadas. La gente del barrio no había querido denunciarlos. Las entidades bancarias poseían miles de casas vacías con las que seguían especulando.

—A uno —dijo Pedro— le da qué pensar cuando saca dinero y vuelve a casa: cena caliente, se sumerge en su edredón de plumas nórdicas, recuerda el olor que invade el cajero. Quizás los abuelos que vinieron del pueblo a vivir a Madrid tuvieron que atravesar dificultades parecidas. Después, si se es humano, uno intenta comunicarse, saludar, buscar la forma para no dejar de ver lo que está cerca y llevarles un plato de sopa caliente o algunas mantas en desuso que se acumulan en los altillos de los armarios.

Pedro completó el relato con los puestos callejeros sobre sábanas que, en últimos meses, podían verse en las proximidades de la estación de Atocha, donde se vendían enseres y objetos de segunda mano, más por usados que por antiguos. «Si no fuera porque hay pobreza, una que llama la atención en un país que hasta hace poco había vivido el sueño de la opulencia, abrazaría la iniciativa de alargar la vida útil de los objetos». La imagen más dramática había sido la muerte de una niña que quedó atrapada en el mecanismo de un contenedor de recogida de ropa vieja. Su padre la había metido allí. «Un sistema —señaló Pedro— que nos conduce a la aniquilación, pero nadie quiere despegarse de lo que ya ha arrebatado». Lo que tanto le había sorprendido era el presente de su propia ciudad: personas buscando en la basura, haciendo cola en el supermercado para recoger la comida caducada que las grandes superficies despreciaban a diario, esperando los restos de los restaurantes, donde los comensales nunca terminaban el plato. A Ramón le vinieron a la cabeza las escenas del que fue su barrio montevideano, sus observaciones diarias de los clasificadores, de aquella culpa para la que no encontraba disolvente, de la pobreza que, como cantaba Fernando Cabrera, abofetea.

Carlota llamó al timbre. Pertenecía a un movimiento social de cristianos de base, muy bien arraigado en todo el territorio nacional, que había mostrado su desacuerdo con el mal hacer oficial. Venía acompañada de un conocido que trabajaba en una empresa consultora y que dijo llamarse Charlie, aunque les avisó de que ese no era su verdadero nombre. Los escándalos y falta de transparencia salpicaban la cercana visita del Papa. La opacidad en la financiación de la visita que favorecieron sus adláteres políticos motivó al grupo a reunirse para explorar algunas acciones conjuntas. Sabían que otros compañeros no les apoyarían, pero el respeto a la diversidad y a la libertad religiosa exigía poner freno al fundamentalismo acaparador de la Iglesia católica en el país. La casta blanca estaba bien blindada, aunque quedaban algunos resquicios legales por los que filtrarse. En los últimos años muchos obispos habían escriturado propiedades de distintos pueblos a favor de la Iglesia, apropiándose lo que era el patrimonio de todos. Charlie les contó que su trabajo para una filial española de una empresa italiana vinculada con la mafia era buscar propiedades en España para el Vaticano: campos de golf, bienes inmobiliarios, apartamentos y casas en la costa… Allí consiguió información de primera mano acerca de los negocios turbios de la iglesia. «Los abusos e irregularidades son constantes y la jerarquía eclesiástica echa mano de la mafia si hay peligro de empañar su reputación —afirmó—. Una compañera que trató de destapar en las redes sociales algunos de esos escándalos desapareció. Nunca supieron por qué. El caso se cerró ante la incomprensión de la familia y amigos, quienes siguen buscando nuevas pruebas para llevarlas a los tribunales y reabrirlo». Ese era el principal motivo por el que Charlie se había presentado en casa de Pedro. Quería que esta realidad que nunca aparecía en los epidérmicos medios de incomunicación fuera conocida por la ciudadanía, armar ruido, obligar a tirar de algún hilo. «Que este país subvencione a la Iglesia con el dinero de todos es un escándalo, que continúen los pactos y los privilegios fiscales, políticos, legales y económicos un aquelarre —dijo Charlie—. La empresa vaticana ha comercializado la caridad y el miedo a la muerte es una materia prima que les sale gratis». Después de dar algunas cifras aproximadas de los bienes terrenales de los cardenales, argumentó que era necesario organizarse para despojarles de sus privilegios y para ver la demolición del reino de dios en la tierra, junto con aquellos que lo alimentan y de él se benefician. «Hay personas que se mueven en otros países en este sentido. El núcleo de resistencia más fuerte está en Italia, la cercanía le permite oler el hedor de lo que guardan bajo las alfombras y oropeles. Están pidiendo ayuda en todo el mundo para tener completo el puzle». Ramón no pudo evitar acordarse de algunas de las campañas de sensibilización a favor de la transparencia y la rendición de cuentas de la ONG de Cees. «Y a la iglesia católica española —continuó Charlie— no le basta con el dinero del Estado, procedente de la ciudadanía, creyente o no, ni con el 0.7 del IRPF, ni con la adquisición ilícita del patrimonio de pueblos y localidades, ni siquiera con estar exentos de pago de impuestos catastrales. Muchas personas por inercia o presión familiar también liquidan una contribución anual a su parroquia, religiosamente y como está mandado, aunque ya no vayan a misa los domingos. Dejar en herencia su cuenta bancaria o su piso a la iglesia para entrar por la vía rápida al cielo es habitual entre los feligreses sin descendencia. Después están las subvenciones que reciben las escuelas donde obligatoriamente hay que estudiar religión católica y los salarios de los profesores que ellos elijen. Recuerden que después del laicismo proclamado de la República, hubo que aguantar el Concordato de 1953 y la consagración del nacionalcatolicismo. Franco entregó una carta blanca al Vaticano, pero se reservó el nombramiento de los obispos. Tras su muerte, Marcelino Oreja, ministro de Asuntos Exteriores, negoció en secreto con la Santa Sede, durante la elaboración de la Constitución, los Acuerdos que serían firmados en 1979. Las asignaciones presupuestales, las limosnas, la imposición de la educación dogmática ayudan a lavar la conciencia y purificar los pecados de los inocentes, mientras aquellos que se sienten superiores sujetan los hilos de la dominación» —terminó Charlie.

Después de esa intervención se hizo un gran silencio perturbador y lleno de revelaciones que Pedro rompió para proponerles tomar un aperitivo. Carlota le siguió hasta la cocina para ayudarle a traer las tortillas y un guacamole que empezaba a ennegrecer. Ramón aprovechó para preguntarle a Charlie si tenía alguna información sobre la relación entre el banco ambrosiano y la Fundación Latch, a cargo de la famosa pareja de multimillonarios americanos cuyo poder traspasaba voluntades estatales. Charlie le contestó que, hasta donde él tenía conocimiento, compartían inversiones en distintas empresas de agronegocio, petroleras y tabacaleras. Donaban la calderilla de los beneficios en estas operaciones, que eran causa de males mundiales como el cambio climático a través de la quema de combustible fósil o de enfermedades como el cáncer de pulmón por consumo de cigarrillos. Ramón explicó para el resto de sus compañeros más sobre el asunto: «Sus lobbies presionan e incluso intimidan a los Estados para que no regulen formas de combatir el tabaquismo dentro de sus políticas públicas de salud. Los más frágiles son incapaces de hacer frente al ejército de abogados expertos en inversiones y derecho internacional. Los acusan de que no se respeta su marca en tratados bilaterales de inversión. Hay personas de carne y hueso detrás de esas decisiones, litigando a favor de los intereses de las empresas tabacaleras. No importa lo que diga la Organización Mundial para la Salud: la capacidad del capital para desafiar es ilimitada y siempre encuentra servidores que se enriquecen a costa del sufrimiento de los demás». Charlie afirmaba con la cabeza mientras apuraba una cerveza artesanal que el propio Pedro confeccionaba con unos amigos. Carlota fue la siguiente en intervenir: «Así que, desde su yate de lujo, los Latch toman la decisión de dejar algunas migajas de lo que ganan en sus empresas terroristas para paliar el sufrimiento que sus inversiones generan. El fondo de reptiles para los periodistas más dóciles también multiplica el eco de sus acciones a través de la fundación al tiempo que pagan para que otros no aludan a sus pecados. Que hay que decir que el cambio climático es mentira, se compra a algunos científicos; que hay que amenazar a países para evitar que regule determinados sectores, se desliza un sobre a los decisores políticos más débiles de corazón. Las fotos nos muestran la bajada a los infiernos del hombre blanco: sonrisas de dentadura perfecta que acarician a niños negros a quien dicen socorrer. Pero nunca salen en los reportajes junto a los negros pozos de la empresa petrolera de la que poseen parte del accionariado. Y lo mismo hacen los cardenales en la cena de Navidad, se acuerdan de aquellos que sufren y pasan hambre, mientras comen pantagruélicamente con los ingresos de los contribuyentes y de los réditos de sus hipócritas inversiones» —cerró la cristiana de base. «Nunca mejor usada la frase de Aldous Huxley —añadió Ramón—: Hermanas de caridad que cuidan abnegadamente a las víctimas de los inquisidores de sus propias iglesias y cruzados. Quizás el mundo no hubiese cambiado tanto».

Pedro, que había seguido la conversación de forma intermitente en sus idas y vueltas de la cocina, intervino para añadir información sobre la estrategia de los Latch en el sector agrario de África. Apoyaban a las grandes multinacionales que monopolizaban la venta de semillas y pesticidas y promovían los transgénicos a lo largo del globo frente a la agricultura campesina, orgánica y respetuosa con la biodiversidad. Cualquiera podía ver grandes extensiones de cultivo desde el Google Maps dedicadas a la palma para la bollería industrial o los combustibles. Bosques muertos que habían impedido a las poblaciones de alrededor seguir disponiendo de su territorio para producir su sustento. Personas despojadas, desplazadas, que ya no podían cultivar la tierra en el lugar que siempre lo habían hecho y que, al final, se verían forzadas a conseguir dinero para consumir su comida en envases de plástico.

Cuando llegó el momento de deshacer la reunión, la pelota estaba tan hinchada que Ramón sentía grandes molestias sobre sus hombros. El libre mercado era un catecismo de lata que dejaba paisajes desolados, una ideología de personas sin escrúpulos. No había divisiones entre los abusos del poder económico, las maldiciones del mundo, el control de lo simbólico, la desigualdad, el integrismo religioso, la manipulación mediática… Todo era parte de lo mismo. Estar en la resistencia implicaba saber relacionar y crear redes infinitas e interconectadas. Ser generoso para compartir el conocimiento y ser implacable e inteligente a la hora de actuar. Cuando llegó a casa y se sentó en el sofá se quedó mirando fijamente una reproducción de un cuadro de Torres García. El pintor sugería en un solo plano la noción de la unidad de la diversidad de las formas. Pensó en el arte constructivo universal y en la totalidad que se encontraba en el orden. Le picaba el rostro debido a la barba naciente, que había dejado crecer otra vez de más. Su aventura uruguaya había quedado atrás, quemando otra de sus vidas, pero a menudo le asaltaban imágenes llenas de significado, como la que aquella noche vino a visitarlo en un sueño. Miraba al río de la Plata desde un balcón frente a la Rambla. El agua chocolate parecía enrojecida. De repente, algo similar a un tsunami elevaba el nivel del mar. Apenas le daba tiempo para salir corriendo, pero cuando parecía que la gran ola iba a alcanzar su ventana un cristal muy resistente se interponía entre el agua y su cuerpo impidiendo el impacto. El cauce retrocedía.

De fondo había una historia de eslabones de su vida pasada, escenas superpuestas de rostros que en algún momento significaron algo para él. Personas que, sin duda, contribuyeron a su metamorfosis.