Los arrebatos furiosos del Sol

Me pidió que nos encontráramos un par de días antes. Accedí: pocas veces en la vida, decían los medios, podría apreciarse un fenómeno natural de esa magnitud. Algunos, incluso, lo catalogaron como el evento astronómico del siglo: una sonrisa ominosa en el cielo; un anillo de fuego. Y sí, claro que me dieron ganas de verlo juntos.

Acordamos que nos veríamos en un cafecito que le gustaba mucho en la Roma. Guadalajara 36, cómo no me iba a acordar. Incluso recordé que, la primera vez que fuimos Francisco y yo, el cielo estaba blanco, los árboles desnudos, las calles baldías. Llegué por mi cuenta y, al verme, en lugar de saludarme me preguntó si me gustaba el café cargado. Era invierno, y hacía ese frío discreto que fragmenta el rostro mientras caminas. Lento, casi para que no te des cuenta. En ese momento, me dio igual qué tan cargado estuviera el café.

La cuenta está abierta, me dijo cuando me acerqué a la barra. Pedí cualquier cosa. En la mesa, él ya tenía frente a sí un pan dulce y un espresso a medio tomar. Estaba sentado afuera, con las piernas cruzadas y las manos ocultas debajo de un chaleco pesado. No recuerdo de qué hablamos.

Nuestras conversaciones tendían a ser atropelladas. Casi como si imitáramos el desorden insistente de la Ciudad de México: así como los capitalinos acostumbran a pasarse los altos, Francisco me interrumpía y me cambiaba el tema. Y lo entiendo: yo hacía mercadotecnia para un estudio de wellness; él vendía muebles en la empresa de su familia. Llegó un punto, después de meses, que prefería buscar estrías en el pavimento que molestarme por sus deslices. Me convencí a mí misma de que no era intencional.

Y luego, de la nada, me hacía preguntas mirándome a los ojos. Pareciera que todos los remolinos, todas las explosiones, todos los arrebatos furiosos del Sol se te hubieran impreso en la mirada. Y el Sol es irascible.

Las manchas del Sol

El Sol tiene manchas negras. Y no como las que nos salen en el rostro a los humanos con piel grasosa, me explicó Francisco alguna vez. Era astrónomo por gusto, pero había estudiado ingeniería industrial. O algo así, para diseñar muebles. De hecho, me dijo en una ocasión, las manchas solares son tan grandes, que podrían devorar planetas enteros. A veces me daba risa cómo decía las cosas: generalmente no te imaginas a un hombre de voz grave hablando de tormentas geomagnéticas.

Era cuando íbamos por café. Me hablaba de los vórtices de energía monstruosos que se formaban sobre la superficie de nuestra única estrella. En las regiones más frías del Sol, me decía con los ojos encendidos, se hacen agujeros gigantescos que, con los telescopios que existen, parecen más oscuros. Y luego perdía el hilo de la conversación y me hablaba de otras cosas. Honestamente, nunca entendí qué era lo que me llamaba la atención de él. Pero sin duda me desconcertaba ese fulgor furioso en sus ojos.

Era evidente incluso detrás de los marcos pesados de sus lentes. Me descubrí a mí misma viendo las pecas minúsculas que se le habían formado sobre la línea del iris verde. A lo mejor Francisco también tenía manchas solares en los ojos.

Las constelaciones no corresponden

Primero nos veíamos de vez en cuando. Luego cada semana. Llegó un punto en el que buscábamos excusas para coincidir. Y sí, claro que me hablaba del campo magnético de la Tierra y de otras tantas cosas que para mí eran completamente ajenas. Con el tiempo, empecé a trenzar las cosas que me decía. Resultó que tenía «algo» de sentido.

Caminábamos mucho. Especialmente en la Roma, porque le gustaban esos lugarcitos pretenciosos con café de especialidad. Tal vez también porque a los dos nos quedaba cerca. Cuando le pregunté cuál era su signo del zodiaco, solo se rio: las constelaciones ya no coinciden con el acomodo de los griegos, me dijo. Y se le encendieron los ojos. Con alguna de aquellas llamaradas en la mirada, me pidió que fuéramos a su departamento. Y no pude decirle que no.

Cogimos lento y nos quedamos en silencio. De pronto se acercaba y, con alguno de los dedos, empezaba a unir los lunares en mis brazos. Tal vez así encontró cuál era la constelación que correspondía con su fecha de nacimiento. Fue la primera de varias. Con el inicio de la primavera, la intensidad cedió.

Y no nos vimos en semanas.

El fenómeno astronómico del siglo

Salí de vacaciones en marzo. En todo el tiempo que estuve fuera, me dejó en visto. Después de una semana de silencio, decidí dejar de insistir. Volví a la ciudad y él se fue a España con su familia unos días más tarde. Me enteré por sus historias en Instagram. No logramos coincidir. Y un día, antes de que la luz solar se filtrara por las cortinas del departamento, me llegó un mensaje suyo:

—Te mandé un newsletter que explica todo.

Y sí, eran las 7 de la mañana y en mi bandeja de entrada tenía un correo reenviado sobre los fenómenos astronómicos del mes. El primero de los artículos que venían ligados en era exclusivamente sobre dónde ver el fenómeno astronómico del siglo. Lo abrí con cierta desidia, preguntándome a mí misma por qué me importaba ver un eclipse solar. Y, lo que es más, por qué tenía que contestarle a un cabrón que se había desaparecido por semanas. Sin mensajes, sin videos en Instagram, sin memes. Nada: como cuando el cielo amanece nublado y no sale el Sol en todo el día.

Honestamente, sigo sin entender por qué leí el artículo completo. Sería el 20 de abril de ese año, y todas las agencias espaciales del planeta lo transmitirían en vivo. Luego me reí. Obviamente, el fenómeno solo se podría ver en unas islas recónditas de Oceanía, en el último rincón del mundo, donde las tribus originarias de Australia habían esperado el evento por milenios. O algo así.

Dieron las cinco de la tarde:

—Hay que ver el fenómeno juntos.

Un mensaje después de horas de silencio.

Sigo sin entender por qué no le dije que no.

El Sol es irascible

Nos encontramos otra vez el 18 de abril. En Guadalajara 36, porque le gustaba ese cafecito y yo tenía ganas de pan dulce. Hacía calor, porque la primavera es insoportable en la Ciudad de México. No tuve que pedir nada: él ya había ordenado por mí. Me dio el vaso frío y empezamos a caminar, como si no hubieran sido semanas de silencio, como si no nos hubiéramos ignorado a propósito, como si el Sol no fuera a ser eclipsado por la Luna como solo ocurría unas cuantas veces cada siglo.

—Trabajar con el Sol es delicado —me dijo, cuando nos sentamos frente a la Fuente de las Cibeles—. Si miras un eclipse solar directamente, sin protección, podrías quemarte las córneas sin remedio.

Se le encendieron los ojos, como dos vórtices cavernosos. Tal vez así eran las manchas solares en realidad. No supe qué contestar, como me pasaba seguido con él. Después de un silencio, sonrió:

—Lo bueno es que no tendremos que ir hasta Oceanía para verlo.

De una de las bolsas en su chaleco extrajo un par de lentes de papel, con micas oscuras. Me los dio:

—Mínimo, para verlo desde la computadora.

Fuimos a su departamento. El eclipse sería a la misma hora, pero el día siguiente. Pasé al baño. Me di cuenta de que, sobre los hombros, se me marcaban las líneas de los tirantes del brasier, como si me hubiera asoleado mucho.

Ese día me había puesto mangas largas.