Después de la última mujer casada

Quedó como un baratillo de ropa usada. Hablaba solo y en voz alta sin darse cuenta. La bata tan blanca se le pegaba al cuerpo y era un charco de sudor frío. Se tambaleaba como un boxeador al que se sonaron en el segundo asalto, incapaz de caminar en línea recta o de mantener la vertical antes de caer como costal al suelo. Una pena que un hombre apuesto, educado, con buena conversación quedara despachurrado, haciendo lobitos en el aire. Marcelo dice que los bolivianos son todos melancólicos y después de la última mujer casada, quedó peor. Tarde, muy tarde comprendió que ese enamoramiento representaba un riesgo mal calculado. Se dejó llevar. Parecía tan encantadora la idea de conquistarla y, ya se sabe, mientras más alto vuelas, más duro es el golpazo.

Marcelo se desbarrancó en caída libre tan rápido que no pudo ni meter las manos. Me dijo que un exceso de reflexión puede parar la voluntad. Ojalá hubiera parado. Con la ilusión, la piel le pareció tierna, mullida transparente, toda labios, solo boca. Andaba sonriente, con esa felicidad tan pura como la de los niños que juegan entre otros niños; con esa alegría que no se deja envenenar por los escrúpulos: era mucho el regocijo, algo tan equívoco y genuino. Por eso le dolió tanto, porque no lo vio venir.

Nunca imaginó ese tipo de amor, sí de amor. No lo buscó, le cayó del cielo. Era una intensidad de esas que antes de conocerla sospechaba y se convenció que no existía hasta que la vio, hasta que la sintió. Incluso rejuveneció. Los ojos verdes se le achisparon, irguió la postura, la sonrisa se le dulcificó y daba la impresión de flotar en vez de caminar. Adquirió ese brillo interesante de hombre canoso al que se le acomodaron bien los años. Destacaba por su buena apariencia. Ojalá pudiera inventarme una forma de ser feliz sin ella, me dijo. Creo que estaba a punto de llorar.

Antes de la primera mujer casada

Marcelo no es cualquier roto, es un cardiólogo prestigiado. Es muy posible que haya sido guapo cuando era joven —¿cómo no haberlo sido con semejante figura?—, claro que ahora le quedó un aire tembloroso en las manos. Marcelo también tiene su historia. Me la contó hace años, no hace falta saber si es verdad. Decidió abandonar Cochabamba cuando aún era muy joven, porque quería ser como el doctor Jordán, un médico internista que se fue de Bolivia para estudiar en México. Según su mentor, los mejores médicos estudian en la capital de aquel país y se especializan en el Hospital 20 de Noviembre. Jordán partió y regresó a su tierra con una mano adelante y otra atrás, pero con muchos conocimientos. Puso una clínica que creció y creció de la misma manera en que sus cuentas bancarias. Por eso, Marcelo lo admiraba y quiso seguir sus pasos, pero jamás volvió a la tierra que lo vio nacer. Siempre valoró los consejos de Jordán. La verdad, no todos eran consejos valiosos.

Mira, Marcelo, le decía con esa añoranza boliviana, cuando estés en México tienes que estudiar mucho y conseguirte una mina casada —o muchas—, una que sea entrona, que te alivie las necesidades y te ayude. Sobre todo, eso: que te ayude. No seas muy fijado ni muy riguroso, las bonitas son exigentes. Las bonitas no son mejores. Tú no quieres que te exijan. Encuentra y elige a las que son sacrificadas, de las que trabajan horas y horas para llevar el pan a su casa y están muy solas, verás que de esas sobran, no creas que no. Ponte listo y consíguete una de esas porque son de las que dan y no quitan: son discretas y generosas en todo sentido. Son de las que tiran el carro ¿entiendes, no? Las pobrecillas van sin el apoyo de sus parejas y sacan adelante a sus familias, trabajan, lavan la ropa a mano, buscan segundos trabajos para tener algo más de platita… y en ese afán diario, ellas siempre quedan en último lugar, pocas veces se miran y cuidan a sí mismas anteponiendo siempre las necesidades de los demás a las suyas propias. Son agradecidas. No te enamores. En serio, no te vayas a enamorar. Acéptales todas las atenciones y verás como todo te va de maravilla. Me consta que le hizo caso a su mentor.

Tantas mujeres casadas

Eso hizo, Marcelo siguió al pie de la letra los consejos del doctor Jordán. Se despidió de su noviecita boliviana y le prometió que, al volver, la próxima vez que la viera, le compensaría todo amor con caricias y regalos. Por eso me tienes que esperar, porque voy a volver por ti. Ella lo esperó, él no volvió. Él olvidó. Yo creo que ella lo sigue esperando. Seguro que, si tiembla al pensar en él, no es de alegría.

El doctor Jordán tuvo mucha razón. Las minas casadas fueron muy generosas. Agradecían ser vistas, dejar de ser transparentes, sentirse bellas, deseadas. Marcelo con todas gozó la maravilla de los labios, la locura de besar, la caricia libre en horarios convenidos, la emoción traviesa y muchos regalos a cambio de brazos complacientes, oídos atentos, boca bien cerrada y la memoria débil que todos los caballeros deben tener. En eso fue impecable, nunca pronunció sus nombres, a ninguna le dijo que no, jamás prometió y cumplió olvidando.

La mujer con la que se casó

Sería faltar a la verdad decir que Marcelo se casó por conveniencia, porque quiso y mucho a su esposa. Claro que también es cierto y ayudó el hecho de que fuera hija de un médico prominente que lo tomó bajo su protección y le cumplió el sueño de entrar a hacer la especialidad al Hospital 20 de Noviembre. Claro que no hubo necesidad de que lo llevaran al altar con escopeta después de que el suegro los encontrara disfrutando en lo oscurito del rincón de su casa. Marcelo me dijo y le creo que la amó hasta que la muerte los separó. Forjaron una familia, hijos de un migrante que a su vez migraron a universidades extranjeras y se quedaron a vivir en el primer mundo. Fue un buen matrimonio con amor a su modo, porque eso del gusto por las minas casadas no se le quitó. Ese ímpetu fue como una curva de Gauss, los primeros días de matrimonio fue infiel, pero poco. Las ansias fueron creciendo hasta llegar a su máximo —fue amante de muchas— que con el tiempo decrecieron, las ansias y las mujeres. Hay quienes creen que ella estaba enterada de esas infidelidades y que no le importaban. Así de mucho amó a Marcelo.

Cuando murió su esposa, el luto se le metió al alma. Entonces sí que fue fiel, le dedicó toda la fidelidad a un retrato con el que hablaba por las mañanas al despertar y por las noches al irse a dormir. En la mesita donde estaba el marco con la fotografía, siempre había un cabo de vela encendido en honor a la difunta. ¡Ay, Marcelo! Qué pena más grande tienes.

Entre las puertas del corazón

Un cardiólogo como Marcelo vive en las puertas del corazón. No es que no tuviera sentimientos por tantas minas casadas, porque de quererlas, se puede decir que las quiso y les tuvo agradecimiento, aunque le sería imposible recordar todos los nombres, todos los rostros, todas las veces. Con esfuerzos, pudo traer a la memoria la cara de la primera y se acordó de una que otra Rosita. A su mujer la lloró hasta los huesos, creo que la lloró más de lo que la quiso.

La viudez lo enflaqueció, lo jorobó, lo despeinó, le quitó el hambre y le dejó una temblorina en las manos que se esforzaba por disimular. Algunos pacientes creyeron que estaba tomando demasiado. Un cuerpo triste envejece rápido: los músculos perdieron masa, los ojos chispa. Sus hijos, a la distancia, le pedían que se cuidara, que comiera. Los viudos no necesitan mucho para sostenerse. Con las migas se sostienen. Sí, pero si se les rechazan las migas mueren de hambre. Sal, papá. Diviértete. Encuentra a alguien. Nadie —ni yo—, se muere de soledad ni necesita mucho afecto para sobrevivir. Todos necesitamos, papá. Yo no. Se aferró al consultorio, a las imágenes de los pacientes que analizaba en su aparato de ultrasonido. Yo veo la sangre por dentro, se concentraba mientras su corazón entristecía a velocidades vertiginosas. Se sentía entre las puertas del corazón, como quien se asoma de puntitas a ver el despeñadero y siente ganas de aventarse.

La última mujer casada

Tal vez fue el aroma a jardín porque no la conoció en su mejor día. Una sala de urgencias, una llamada de rutina, un correr a atender una emergencia y la vio. Tal vez fue la mirada inteligente, el vocabulario culto, la pregunta atinada. Pero, no. No hay que engañarse, no fue un impulso intelectual, fue un reflejo muy carnal. Sintió renacer el disfrute de la vida plena. Tal vez fue todo o nada de eso. Era montaña y el verdor, pimienta y geranio, naranja y azar. El estímulo se le metió al encéfalo, a la médula espinal y se le nubló la mirada. Para entender hay que estar en silencio y escuchar. Seguro fue eso, seguro fue la forma en que lo supo escuchar. Tuvo, tuvo que tocarla.

Me dejó azul de camote esa mujer. Le llegó el otro amor, sí amor. Ese que es loco y sublime, despótico y humilde, premio y castigo, físico y aniñado. Se convirtió en su esclavo. Es verdad, quedó invadido por ella. Pero, desde el principio y todo el tiempo fue su olor. Debió hacer caso a los ojos y oídos, pero ese aroma entró empujando al resto de los sentidos a un puesto secundario. Empezó a fantasear con su sabor, a imaginar la química de su gusto ¿a qué sabrá? A algo agradable, sabroso. Quiso entrar al estudio de su astringencia, saber de su picor, analizar su acidez, su frescura. Cuando percibió la argolla matrimonial, recordó la aventura de aquellos sabores tan placenteros. Sonrió.

Así empezó a soñar, iluminando esa parte de ella que no conoció. Empezó a tejer una vida que nada más existía en su mente. Y, aunque ella no lo supiera, la había visto cruzar la puerta de su casa sin decir que no, entrar a su despacho, curiosear los libros, responder preguntas, tomarlo de la mano para subir las escaleras y abrir las sábanas para entrar abrazados. También habló con ella en la cama. Ya ni me cuentes, Marcelo.

Estoy en tus labios

El problema está ahí, en ser un enamorado sin ser bruto. Debes corresponderme, de otra manera haré una locura. Mientras las lluvias de verano mojaban la Ciudad de México, un arrebatado Marcelo rayaba el cielo con el dedo. Pasaron tres meses desde que empezó a planear el primer beso. Eligió las palabras para acercarse, recurrió a sus antiguas fórmulas. Algo fallaba. Su amor ya empezaba a mostrar sombras. No se alineaban las circunstancias. Marcelo quería besarla, amarla. Se lo arrebató. Correspondió. Los pulsos se elevaron. El corazón bombeo tanta sangre y el tiempo se detuvo. El segundero aceleró. Ella da un paso atrás y se limpia los labios. Marcelo reniega de que su mundo ha sido atropellado. Está sorprendido. Está confundido.

Entiéndeme, Marcelo. Ella le toca los labios. Lo intenta de nuevo. La toma por la muñeca. Yo no quiero que te rebeles y dejes a los tuyos, no quiero que me dejes a mí tampoco. Quiso irse, la convenció de quedarse. Pero, hay mujeres que no se dejan domar por los sentimientos. ¿Lo quiso?, no sé. No la conocí o la conocí a través de Marcelo. La despedida es fría, el aire tenso, y el cardiólogo se va rendido. Esa noche su vida pierde sentido. Al llegar a su casa, la llama otra vez, manda un mensaje de amenaza: no me olvides. Es lo único que te exijo. Contesta. Debes contestar; de otro modo haré una locura. ¿Dónde estás? La pantalla no se ilumina ni lo volverá a hacer. En el desafuero de la imaginación la siente. Estoy en tus labios.