José, quien ronda los 30 años y pidió aparecer con otro nombre, salió de Panamá a mediados de enero. Vivía allí desde hace más de siete años, cuando dejó Venezuela para buscar vida en el país centroamericano. Lo conocí hace unas semanas en Ciudad de México, en su paso hacia el norte, a Matamoros, donde intentaría cruzar la frontera y llegar a los Estados Unidos. A media hora de su destino, fue detenido por agentes de migración. Estuvo preso cinco días y lo liberaron en Tabasco, al sur de México. Esto último ocurrió a mediados de febrero. Lo último que supe fue que intentaría llegar de nuevo a la frontera norte para cruzar: sé que lo esperan del otro lado varias opciones laborales y amigos venezolanos que conoció en Panamá.

Pero más allá de las penurias ya conocidas a las que se enfrenta el migrante indocumentado, de José me interesaron esos momentos extraños que él destacaba en su recorrido por su extrañeza. En Ciudad de México, tuvo la posibilidad de lavar platos y cocinar arepas. Cuando viajas por tierra desde Ciudad de Panamá hasta Matamoros, cocinar tu propia comida puede ser un lujo. Además, no lavas los platos en los restaurantes si no es tu trabajo; lavarlos era como sentirse en casa. La variedad de la dieta también puede ser difícil: por más de una semana, José comió tortillas de manera diaria, tuvo pesadillas con ello. Con él compartimos una pizza, un cambio total en su alimentación que dependía de lo que podía pagarse en el camino o de la oferta de quienes lo transportaban.

Podría pensarse que quien camina para llegar a Estados Unidos está tomando una vía poco costosa. Lo cierto es que, desde su salida hasta nuestro encuentro, el gasto total del viaje era de dos mil dólares. Hoteles, coyotes, sobornos, comida, trámites de último momento; todo suma en un recorrido que nunca está planeado. En cada esquina puede aparecer un nuevo retén, una patrulla persiguiendo el taxi que te lleva a otro estado —pasó—, un conductor de bus que decide no llevarte más porque pide más dinero. Su trabajo y sus inversiones —pagos de préstamos y alquileres de algún bien— en Panamá, le han permitido avanzar, pero sabe que está llegando a su límite.

El camino también le ha presentado sorpresas: para cruzar un país centroamericano, pagó a una organización que transporta a decenas de migrantes a la vez. Con una organización que envidiaría cualquier empresa de logística, llevan en vehículos a todos sus clientes, cuentan con el pago preciso para cada punto de control de la policía, manejan una clave para que sus carros circulen sin problema y se dan ánimo como un buen equipo. «Los quiero mucho» o «¡Hay trabajo!» alcanzaba a escuchar José por el radio del vehículo que lo transportaba a él. Frases que contrastan con sus ametralladoras; frases que chocan con el cliché de los cines.

Ellos también le ofrecieron a José un mejor alojamiento que a los haitianos en uno de los puntos de espera. José descubrió que a los migrantes afrodescendientes todo les puede ser más difícil. De hecho, un amigo que hizo en el camino, un venezolano con raíces haitianas, ha tenido que luchar contra los prejuicios de agentes y coyotes: lo tratan mejor cuando lo escuchan hablar en español. A los haitianos los ubican en peores cuartos y los transportan en vehículos más llenos. A los africanos también. A los ucranianos, una familia, no.

José tuvo la suerte de empezar su viaje desde Panamá. Tal vez el trecho más complejo y mortal del recorrido es el Tapón del Darién, la frontera entre Centroamérica y Sudamérica. A él le contaron varios migrantes lo común que era encontrarse con la muerte allí, en forma de cadáver dentro de una carpa, por ejemplo. En el Darién un niño, africano según me dijo, llevó a un grupo hasta donde estaba su madre. El fémur de la mujer estaba por fuera de la piel; ella hizo una seña para que se llevaran al niño ellos. Quien le contó esto a José dijo que eso hicieron.

¿Por qué José va a Estados Unidos? Por un futuro mejor para su familia. En Panamá tenía suficiente para él, pero le faltaba para ayudar a su familia en Venezuela. Es el mayor de los hijos. Ya hizo cuentas para comprarle una casa a su mamá y ayudar a sus hermanos. No quiere quedarse siempre en el norte, a él lo llama la playa. Ojalá allá nos podamos encontrar.