Y los demás musitan

Sucede con la llegada de abril. Casi como si alguien lo hubiera programado para aparecer cuando cae la noche, en medio del silencio del mes más caluroso de primavera. Tal vez, porque coincide con las fiestas santas. No lo sé, no me queda muy claro. Pero el sueño sigue siendo el mismo: como si lo estuviera viviendo en primera persona, miro cómo una procesión de ministros eucarísticos se extiende por la avenida principal del pueblo. El primero de ellos empuña una baqueta gruesa, con la que golpea un tambor funerario. Detrás de sí, otras veinte personas caminan con el rostro cubierto por la capucha de una capa blanca, que arrastran a través de la calle sin gente. Hasta los edificios tiemblan.

Y se acercan, se acercan, como si no advirtieran mi presencia en el otro extremo de la calle. Los veo avanzar hasta el zócalo del pueblo, mientras uno de los miembros de la procesión grita:

—¡Murió por nuestros pecados!

Y los demás musitan:

—Murió por nuestros pecados.

Es un rezo fúnebre. Culpígeno.

Justo antes de que suban las escaleras al atrio de la parroquia, se detienen. El retumbar del tambor continúa, como a la expectativa. Ya no gritan. De un momento a otro, coordinados quirúrgicamente, se remueven la capucha y puedo ver que tienen los ojos cerrados. Elevan la mirada hacia el campanario y, en ese momento, siento una presencia detrás de mí. Al volverme, me encuentro con el cristo del altar principal, que de pronto adquirió dimensiones colosales. Desde la cruz, el hombre me clava la mirada con angustia.

Y claramente lo veo: de una de sus mejillas, corre una gotita minúscula de sangre, que se hace más grande, más grande, más grande. Justo antes de que me caiga en la cara, despierto empapada en sudor. Cerrar los ojos es encontrarme con esa mirada otra vez.

María de luto

La primera vez que hablé sobre esto, a mi madre le pareció maravilloso. Estábamos en la cocina, justo después del desayuno. Me acuerdo bien de que el reloj marcaba las 10:30. Mi papá acababa de salir para sacar la basura del fin de semana. Era domingo. Después de servirme un plato de cereal, le dije:

—Soñé feo.

Cuando terminé de contarle mi sueño, me miró en silencio un par de segundos, perpleja. Para ella, era como si yo hubiera nacido con un regalo: «el don de la clarividencia», me dijo con los ojos llorosos y una sonrisa que me exaltó. Yo tenía ocho años, y no sabía que, en el pueblo de sus padres, ese mismo ritual se llevaba a cabo cada Viernes Santo.

—Antes de las tres de la tarde— me dijo—, cuando se supone que Jesús murió, una procesión de mujeres se dirige hacia el templo gritando lo mismo. Y sí, efectivamente: las dirige una persona con un tambor —confirmó al levantarse de la mesa.

Me dejó unos minutos sola en cocina, frente a un plato de cereal que de pronto ya no quería. La escuché subir las escaleras a su cuarto con entusiasmo, abrir y cerrar cajones. Al volver, traía una fotografía vieja entre las manos. Me la mostró y la dejé sobre la mesa: era la misma procesión que había visto la noche anterior. En mi sueño no había visto que, a las espaldas de cuatro hombres vestidos de negro, se cargaba una cama de oro sobre la que transportan a una «Virgen Dolorosa», como se refirió a ella mi madre aquella vez:

—Es la representación de María de luto —me dijo, en un tono solemne que yo no acababa de entender.

Aparentemente, la foto era de cuando ella tenía mi edad. Alguien había capturado el momento en el que la Virgen Dolorosa pasaba enfrente de la casa de sus abuelos. Aunque la imagen era vieja, la estatua se apreciaba con claridad: tenía la mirada clavada en el cielo, la piel ceniza, los ojos hinchados y unas manitas minúsculas debajo de un manto oscuro y pesado. Según la recordaba mi madre, la figura era de tamaño real. A mis ojos, era como una muñeca de porcelana envuelta en cobijas negras.

En la foto, se veía cómo los espectadores desviaban la mirada. Los niños escondían el rostro en el vientre de sus madres. Una mujer se limpiaba las mejillas con un pedazo de tela:

—El Viernes Santo es un día de reflexión —me dijo mi madre, sonriéndole a la imagen. No supe qué contestar.

Rostros ajenos

Al lunes siguiente, mi madre empezó a organizar una visita al pueblo de sus padres. Habló con todas sus primas, tíos que parecían no escucharla y personas con las que había perdido contacto por más de veinte años. Sin querer, esa noche escuché a mis padres discutiendo: mi papá no quería ir, y tampoco le emocionaba mucho que pasáramos las vacaciones con desconocidos.

Mis abuelos se habían muerto un par de años antes de que yo naciera. A partir de entonces, cualquier contacto con la gente del pueblo parecía innecesario. Yo no conocía a mis primos, no me sabía los chismes de los vecinos y francamente no me interesaba aprender a andar a caballo. Escuchar sobre el rancho me parecía como una realidad lejana. Mi papá compartía mis reservas.

Aun así, para evitar un drama familiar, él accedió a que visitáramos a su familia un par de días. Y sí, hizo énfasis en «un-par-de-días», porque definitivamente no tenía interés alguno en hacer visitas de casa en casa, para sentarse en mesas revestidas de santos y velas, frente a personas de rostros ajenos.

Hicimos tres horas desde la Ciudad de México. Para llegar a Michoacán, se tienen que cruzar carreteras atestadas de «tráilers», que cargan cerdos y otros animales de rancho. A veces ya los transportan hechos jamón o salchichas. Después de pasar varios cargamentos similares, escuché a mi papá romper el silencio:

—Sigue oliendo a lo mismo.

A mi mamá no le dio risa. Pero me lo confirmó después, a regañadientes: el pueblo de sus padres siempre había olido a puerco. Y no sólo eso. En el ambiente pululaban mosquitos minúsculos que se te metían entre el pelo, a lo oíos y, si te descuidabas, también a la boca al hablar. Cinco minutos después llegamos a la casa de su familia. Después de bajar las maletas, mi papá estacionó la camioneta a unas calles. Una mujer añeja de cara estriada en arrugas nos recibió sin entusiasmo. Sólo nos dijo:

—Ésta ya era una visita merecida.

Y nos guio a un cuarto sombrío, sin ventanas, casi sin oxígeno.

No conocía a nadie

Una vez que mi papá volvió, la mujer se presentó como la «tía Anita». Nos propuso ir al centro a conocer a los demás, que habían ido a misa de mediodía. Nadie opuso resistencia, pero me di cuenta de que sólo mi mamá estaba emocionada. En camino hacia allá, mi papá me prometió que, si yo no quería entrar al templo, buscaríamos una heladería en lo que esperábamos a mi mamá.

El centro del pueblo estaba constituido sólo por cinco calles. A la mitad de la plaza principal, había una iglesia barroca gigantesca, que parecía no calzarle al zócalo minúsculo. Era 3 de abril, el domingo previo al inicio de las festividades religiosas. Parecía que todos los habitantes se habían congregado para la celebración religiosa. Tal vez por eso, pensé, no había nadie en la casa.

Llegamos justo cuando terminó la misa. Hordas de gente salieron de las puertas de la iglesia. Sólo entonces mi mamá se encontró con sus primas, tías y otras personas que olían a su infancia. Los vecinos nos miraban con extrañeza, casi como si fuéramos intrusos. En ese momento, mi papá me tomó del brazo y me llevó por el helado que me había prometido.

A eso de dos horas más tarde, cerca de la hora de la comida, mi mamá seguía sentada en los escalones del atrio saludando a todo el mundo, con una sonrisa que parecía más de angustia. Mi papá y yo nos acercamos nuevamente y, cuando nos vio, gesticuló para que nos acercáramos a saludar. Por más que ella intentaba hacerme recordar los nombre y ocupaciones de cada una de las personas que estaban ahí, yo no conocía a nadie.

La tía Anita apareció detrás de mí, y sólo dijo:

—Es momento de que conozcas a tus abuelos.

Me tomó de la mano y me jaló hasta las puertas de la iglesia. Desde atrás, escuché a mi papá oponer resistencia, mientras mi mamá intentaba detenerlo. Hoy, años después, asumo que fue por no quedar mal con las hordas de gente que la circundaban. Al entrar al templo, sentí frío: lo último que recuerdo de ese día es la expresión de un cristo en agonía que, colgado desde una cruz que me pareció kilométrica, me clavaba la mirada desde el altar central. Antes de salir corriendo de ahí, estoy casi segura de que vi, a lo lejos, cómo le escurría una gotita de sangre desde uno de los pómulos.