Ángela y Rafael habían esperado con ansias a su pequeño niño desde hacía varios años. Ya nos podemos imaginar la alegría que los embargó el día en que el test marcó las dos rayitas y la posterior confirmación del médico: efectivamente estás embarazada. Fueron unos ocho meses de altibajos emocionales y mucho reposo, según lo recomendado.

2.5 kg pesó Agustín Andrés, su pequeño niño de ojos almendrados y vivarachos y pestañas arqueadas. De alargado cuerpito y con un férreo amor por la vida que su madre ya supo distinguir desde que se conocieron en persona. Entre juegos, idas a la guardería, cuidados de todos los miembros de la familia, fue creciendo. A la edad de dos años un hecho comenzó a preocupar a sus padres. El niño que se caracterizaba por su alegría comenzó a llorisquear en diferentes momentos y a asustarse con frecuencia. Ya no quería quedarse en su cuarto y lo llamativo era que el llanto lo aquejaba cuando alguien ingresaba a su habitación. Con su dedito apuntaba hacia la pared desesperado y sus padres miraban absortos el lugar sin ningún indicio de bichos o algo raro que pudiese perturbar tanto a su hijo. Pasaron al niño a su cuarto pensando que sería la solución, pero la situación seguía sin modificarse.

Cuando caía la tarde el niño rompía en llanto y era imposible calmarlo. La madre de Ángela les había recomendado varios tés para los nervios, dolor de panza, etc. Por su parte, la madre de Rafael fue a una curandera para sanar al niño de ojeo y cuantos males más. Su hermana, siempre incrédula, les dijo que solo debían ser berrinches de típico hijo único precoz, que la solución era dejar de darle tanta importancia y consentirlo menos. La tía de Ángela les dijo que tal vez el niño tuviera una especie de don y pudiera ver almas errantes, que ella conocía un espiritista que podría darles la solución. Ángela se quedó con esta última idea en la cabeza y un día le comentó a su esposo quien le dijo que de ningún modo iban a exponer al niño a ese tipo de estafas.

-Pero, Rafa, ¿qué vamos a hacer?

-Iremos mañana con el pediatra, es lo que debimos hacer desde el comienzo.

Al día siguiente se encontraban sentados en una amplia sala de espera llena de carteles coloridos y juegos desparramados por el piso.

El doctor los recibió con una cálida sonrisa. Cuando le expusieron el problema que los aquejaba, este hizo una mueca como quien hurga la solución de un complejo crucigrama. Hizo unas preguntas y concluyó con una carcajada que dejó atónitos a sus interlocutores.

-Queridos papás, lo que su niño tiene es una amiga -terminó diciendo-.

-¿Cómo? -contestaron a unísono.

-Sí, sí, una amiga muy cercana que hoy es pequeña y que irá creciendo con él. Una que lo acompañará toda su vida. Su niño está reconociendo su sombra.

-¿Qué?

-Los adultos ya no lo recordamos, pero todos pasamos por ese momento un poco embarazoso donde nos hacemos conscientes de nuestra propia sombra.

Ángela y Rafael se miraron y esbozaron una pequeña mueca que parecía una sonrisa.