Supongamos dos rectángulos, uno verde y el otro rojo. Ambos están en contacto por uno de sus lados. ¿Cómo los distingo? Aunque la respuesta obvia es «por los colores», existe algo más esencial: porque estos son diferentes... y diferentes entre sí. Esto es importante, porque en nuestro hábito de concebir la realidad en términos de «cosas», queremos creer que una diferencia es una cosa, y esa perspectiva epistemológica -esa manera de crear realidad- puede llevarnos a preguntar: entre lo verde y lo rojo ¿dónde está esa «cosa» a la que llamo «diferencia»? ¿En el verde? ¿En el rojo? ¿En algún punto entre el verde y el rojo? La realidad es que esa diferencia no está en ningún lugar y este principio epistemológico pone en jaque nuestra intuición inicial.

La igualdad

Sin embargo, algo pasa que nos revela su accionar. En efecto, la diferencia entre los colores nos ha permitido distinguir, por principio, que existen dos rectángulos. Nos ha generado información: éramos unos que no conocíamos ambos rectángulos y ahora somos otros que sí los conocemos porque hemos distinguido la diferencia. Aquí nos topamos con una interesante definición de información que dejó Gregory Bateson: «...lo que entendemos como información -la unidad elemental de información- es una diferencia que determina una diferencia en un proceso posterior». Así, por ejemplo, un bit de información no es la unidad («cosa») de información sino la alternativa binaria entre el uno y el cero del bit... en otras palabras, la información que nos da «un bit de información» deviene de la diferencia entre el uno y el cero del bit y no del bit.

Así se concluye que sin diferencia no hay generación de información. Por un lado, es interesante recalcar que la información no es igual a energía: no es algo que fluye por cañerías, cables, por Wi-Fi o cualquier otro medio físico. La información no fluye, se genera en los sistemas y lo decimos de nuevo: no es una cosa «material». A la realidad externa no se accede por datos (cosas dadas) sino por captos (diferencias captadas). Cuando capto una diferencia que genera en mí una diferencia, genero en mí información, lo que me permite reconocer figuras -los colores, por ejemplo- y a estas figuras las distingo por ser diferentes del fondo (tal el fundamento informacional de la relación figura/fondo en la Teoría de la Gestalt).

En biología

Ramón Margaleff -patriarca español de la Ecología tradicional- se pregunta: ¿por qué la vida no «optó» por un gran protoplasma sin discontinuidades en lugar de fragmentarse en organismos diferentes? Y también se pregunta: ¿por qué la vida optó por el sexo, pudiendo reproducirse por gemación asexual, sin el engorroso «trámite» de la sexualidad? Aunque en su principal libro sobre Ecología no ofrece respuesta a estos interrogantes, entrevemos fácilmente, a la luz de lo antedicho, que a partir de las diferencias existentes entre los organismos se generan en el ecosistema nuevas diferencias que serán información para ajustarse a las diferencias entre organismos. Y esta diferenciación ecosistémica generará nuevas diferencias en los organismos, replicando el proceso una y otra vez en una escalada de cambios y reajustes que mantiene al ecosistema y al organismo en un balance dinámico y estable. El entorno -tanto biótico como abiótico- se informa acerca de su propia naturaleza apelando simultáneamente a la perspectiva de los diferentes organismos, incluyendo al yo del Hombre y con él, al Universo entero, ya que debemos considerar a la Tierra como un planeta que vive, y que, al pertenecerse al Universo, hace que el Universo todo viva. (V. La Tierra: un Conflicto Lógico).

La falta de diferencias entre organismos agostaría prontamente la riqueza informacional de la materia viva y de la no viva y ambas decaerían informacionalmente hasta extinguirse: el organismo dejaría de serlo para el entorno y el entorno ya no puede ser entorno de ningún organismo. El planeta moriría... y el Universo moriría con él (en el improbable caso de que sea el nuestro, el único mundo vivo del cosmos).

Algo parecido pasaría con el problema planteado por Margaleff con la sexualidad, la información es una especie de «algo» que se genera a partir de la recombinación del ADN durante la fecundación, para lo cual hacen falta la diferencia que aportan los sexos: las diferencias entre dotaciones genéticas sexuales, obliga al ADN a confrontarse consigo mismo y a reconocerse, pero no en su «igualdad» sino en sus diferencias. El material genético resultante del hijo, resume la información generada a partir de la diferencia entre un sexo y el otro. Porque lo masculino es diferente a lo femenino, aun siendo ambos de la misma especie, es que la especie se reajusta a sí misma generando información a partir de las diferencias existentes entre los organismos parentales tras la fecundación. Este reajuste lleva a diferencias en las crías que llevan a su vez a generar información en el ecosistema, manteniendo activo al conjunto como un todo integral que evolucionará.

Las diferencias que se generan en nosotros, lo hacen porque nuestros sistemas nerviosos seleccionan diferentes variables según condicionamientos psicológicos y psicosociales... pero no nos separamos de lo visto: a la vez que generamos información en nosotros respecto del entorno por las diferencias seleccionadas, terminamos conformando una unidad indivisible ya que nuestra conducta -nuestra generación de diferencias- induce en el entorno nuevas diferencias para acoplarse a nuestro accionar. Obviamente, resulta difícil -para no decir absurdo-, hablar de unidades mientras nos referimos a ellas como dualidades; solemos decir que «organismo y entorno» conforman una unidad tal como «sujeto y objeto» u «observador y observado»... lo absurdo reside en decir que dos cosas son una, y esto sucede porque para nosotros lo que no contiene una diferencia para ser distinguida resulta en algo antiintuitivo.

Como dijéramos en otro lado, un perro nos muestra los dientes para reflejar el mordisco que podría llegar a darnos. Apela al recurso de la metáfora donde el mostrar los dientes y el morder conforman una unidad antiintuitiva que es lo que, paradójicamente, nos emociona de un poema. El problema es que rebajamos nuestro pensamiento de múltiples niveles de abstracción al nivel del lenguaje hablado... con una capacidad de «vuelo» muy baja. De hecho, el lenguaje hablado funciona por la vía de la digitalización: unidades discretas que llamamos «palabras», la vía de la división en elementos a su vez disociados y vinculados mecánicamente por una gramática... aunque, afortunadamente, siempre habrá algún poeta que evada esta limitación... Por su parte, la sociología, la psicología social, la teoría de la comunicación, la ecología, etc. son los recursos a los que apela la ciencia para tratar de «compensar» con sus conceptos de integración antiintuitiva la ceguera frente a la relación, que como dijimos, es siempre previa a la generación de la información.

En lo social

Presentados someramente los principios que determinan la información y cómo y para qué esta se genera en el mundo natural, abordaremos su aplicación en el universo humano.

Un organismo que recién inicia su ontogenia -un embrión recién formado- tiene todas sus células idénticas porque todas tienen la misma dotación genética. Pero rápidamente, las exigencias de especialización durante su crecimiento y desarrollo, las van diferenciando. Las diferencias irán potenciándose entre sí para que la generación de información que deriva de ellas, refuerce el proceso de amplificación que lleva a las diferencias extremas del organismo desarrollado... como la diferencia que existe, por ejemplo, entre una célula de la piel y una neurona o entre una ameba y una ballena.

Socialmente, solemos tener a mano una omnipresente tesis utópica que considera viable la existencia de una sociedad buena, teniendo como sostén ideológico para ello que toda diferencia es injusta. En principio, se va en contra de la dirección que toma la vida: la diferenciación. Y rindiendo cuentas de todas las diferencias existentes y a pesar de la igualdad presupuesta como fundamento ideológico y político, se explica la preocupación del control central por el fiel de la balanza, buscando el control del punto medio.

Sin embargo, se generarán los inevitables individuos diferentes de la pretendida sociedad igualitaria... Parafraseando a George Orwell: todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros. Ya que la lógica igualitarista es insostenible, el igualitarista debe asumir la necesidad de cierta diferenciación a la cual se le dará un utópico fin. No obstante ningún igualitarismo pudo cancelar las diferencias a pesar del presupuesto de la igualdad natural: el igualitarista en la sociedad no ve las recursividades que tienen todas las decisiones que se toman y de qué manera la sociedad como sistema busca, para generar información respecto de sí misma y del entorno, generar tantas diferencias como le sean posibles. Por esto mismo, «los más iguales que otros» acusarán cada vez más diferenciación para que el sistema empobrecido genere algo de información que mantenga la unidad política y social... y habrá tanquetas en la calle, inteligencia policial en las sombras y pura violencia de Estado. Aislándose de un mundo enemigo que fomenta las diferencias (la pretensión capitalista) para poder ser iguales a sí mismos. Dijo M. Thatcher: «El peor enemigo del socialismo no es el capitalismo, es la realidad».

Trabajar sobre el ambiente humano consiste, en este contexto, en la intervención en la formación del Hombre: su educación. Este trabajo en los igualitarismos, consiste en propaganda acerca de sociedades utópicas y pretendidamente perfectas surgidas de quiméricas justicias, conformando un triángulo cuyos vértices serán enemigos, utopismos e igualitarismos. Sobre este triángulo de hierro se construirá la nueva diferenciación bajo un control inconfesable y que lleva a que ciertas personas que entregan su moral a esta estructuración jerárquica, aceptan el principio de que ciertos hombres deberán decidir sobre los demás. Esta es una paradoja de la cual surgirán las inevitables opresiones sociales que aparecen en todos los igualitarismos: todo lo que afecte a la igualdad será acometido como enemigo... interno o externo... y, sin embargo, es la misma opresión, sólo que intensificada por la vía de la especialización (léase: «simplificación»), con «comisarios políticos» y todas sus variantes perfeccionadas bajo un marco ideológico de Igualdad, Justicia y Verdad. En esta utopía, las formas de pensar y de sentir como individuos deberán desaparecer y ser reemplazadas por otras que fijen parámetros inamovibles de lo real. Y así se llega a la etapa religiosa (por ejemplo, la estrella pentalfa soviética era propuesta como la «nueva estrella de David» para los judíos antes de ser «homogeneizados» por Stalin); amén de los nuevos códigos morales: formas del derecho que siempre se ajustarán a los principios teóricos y prácticos del poder, etc. La cuestión es que el nuevo régimen igualitario restablecerá, más nocivamente que antes, las mismas injusticias que denunciaba.

Amparados a la sombra de una incierta nebulosa ideológica (modificable y cínicamente ajustable para eludir cuestionamientos), los igualitaristas buscarán justificar el estado desigual de la sociedad que crean, por un camino explicativo entre metafísico y científico que suele resumirse en el historicismo: la realidad surge del devenir mismo de la Historia, el igualitarismo es históricamente inevitable con futuros escritos en cualquier mito: superioridad de una etnia o devenir dialéctico de la realidad... y bajo esta premisa pseudocientífica, los que sepan cuál es ese devenir, serán los conductores de la Historia hacia el utópico clímax igualitario. Así, los líderes surgidos de la nebulosa ideológica adquieren una dimensión revelada que resulta indiscutible, como, por ejemplo, «el padrecito Lenin» en matrimonio místico con la «madrecita Rusia».

Los líderes que se destacan como tales, administrarán la igualdad bajo el nombre de «La Verdad». Tal verdad debe ser creída por la tautología psicótica de que es verdadera y por lo que debe ser defendida a ultranza. Aquí podríamos aplicar la fórmula del «Doble Vínculo» de Bateson: «Te empobrezco mientras me enriquezco porque te amo», con la devoción a la Nación y al pueblo se enmascara la devoción por el dinero y el poder.

Por su lado, aquellos devotos de la verdad (el sesgo religioso) deberán acceder a la igualdad a través de la colectivización que será siempre el corolario social de tal igualdad, y siempre por debajo del nivel de las minorías que conocen y se adueñan -por revelación historicista- de La Verdad. En este marco, la sociedad deja de producir información en el sistema, y el conjunto se empobrece por vía de la igualación. La tiranía será el resultado sociopolítico indefectible del cese de generación de información en la sociedad a partir del igualitarismo. Un ejemplo de nación ávida de igualdad como lo fue Francia, tuvo, sin embargo, a un Montesquieu que sentenció en El espíritu de las leyes: «el espíritu de igualdad extremo lleva al despotismo de uno solo». Otro ejemplo lo tenemos en Rwanda -África Central- en 1962, cuando estalló la guerra entre los hutus de baja estatura, sometidos, y los tutsis (o watutsis), más altos y empoderados por Bélgica. La rebelión de los hutus tras el retiro del ejército belga terminó en un movimiento violento de igualación donde los hutus desplazaron del poder a los tutsis, y la primera medida que se tomó contra ellos fue cortarles las piernas a la altura de las rodillas para igualarlos en altura: por semanas, los ríos de Rwanda estuvieron teñidos de rojo por miles y miles de cuerpos mutilados y piernas cortadas que flotaban corriente abajo.

Ya sea imponiendo igualdades (socialismo) o eliminando diferencias (nazismo), los resultados de acabar con la diferenciación social es sentenciar a esa sociedad a un absurdo por el camino de la pérdida de información, que lleva a alguna forma de muerte: sea el ucraniano Holodomor («matar de hambre») o el Holocausto nazi. Un cierre filosófico a este sinsentido lo dio el existencialismo de Sartre, cuando afirmó que la existencia precede a la esencia, enarbolando la fórmula que establece que el Hombre sólo es lo que a sí mismo se hace con lo que hicieron con él, y consiguiendo la fórmula igualitaria por la cual, directamente, desaparece la aventura cósmica del vivir humano: no me invento, sino que me administro, y donde mi libertad es mi esclavitud. Escribió Orwell en 1984: «La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es la fuerza». Sartre coincide con la idea de que lo exterior al Hombre es fatalmente inmodificable: lo que es ahora lo es desde que comenzó a serlo y no se puede cambiar.

El autoritarismo iguala también en el trabajo porque el mundo externo es igual a sí mismo para todos y por lo que todos deben operar del mismo modo, aboliendo la diferencia que exige creatividad y generando nichos de autoritarismo sindical. El Hombre igualado es impotente ante lo real, porque, al decir de Aristóteles -y retomado por Perón-: «La única verdad es la realidad». Esto es falaz en quien quiere igualar frente a la potencia de lo real: sólo una fuerza superior (generada desde el manejo arbitrario de estadísticas, trampas electorales o pretensiones místico-revolucionarias, entre otros ardides), define la capacidad de crecimiento: crecemos hasta que la realidad nos modera.

El Hombre indiferenciado no tiene futuro más allá de lo real, y no tener futuro es la condición sine qua non para crear un esclavo. La riqueza de alguien desnuda la fragilidad económica de otro, y toda debilidad -toda diferencia- se transforma en culpa que es transferida al rico... al «diferente». Y paradójicamente, surge el rico gracias al pobrerío -no hubo ni hay líder igualitarista pobre- que reúne, en una especie de nobleza mística, aquellas fortunas que les fueron quitados a los menos afortunados. El poder queda distribuido así en una nube de valores éticos difícilmente escrutables por el indocto: nada es preciso, y lo que se precisa se acumula en el diferente que cancela toda diferencia: el líder, el führer... Por eso la expresión igualadora por excelencia es la multitud del soldado aplicado a las masas... las que por monedas que enmascaran amenazas, venden su individualidad a la igualdad y la indiferencia, llevados a un atrio mágico donde ser redimidos del pecado de la diferencia... como el Capitolio Nacional de La Habana; la Casa Rosada y su Plaza de Mayo de Buenos Aires o el Monumento a los Héroes del Pueblo en Tienanmen. Lugares que cumplen la función prodigiosa de igualar al «militante» político como soldado: todos iguales, gritando lo mismo y lograr que se crean diferentes, aunque en sus vidas nada haya cambiado.

Los igualitarismos sociales, y sus respectivos absurdos, nacen de no poder soportar ser quien se es. De no estar debidamente aleccionados (a esta altura de la Historia) acerca de aquello en lo que derivaron todos los igualitarismos: paisajes sombríos, muros mentales, culturales, políticos y de hormigón... y todo condimentado con inútiles crímenes e inmolaciones. Igualitarismo social que nace de no haber podido desarrollar un cabal sentido de ética propia y de responsabilidad frente al Hombre que seremos.