Resulta tal vez prematuro, hacer un balance aproximado del año 2022, a tan pocos días de iniciado el 2023. No obstante, para quienes intentamos observar y, temerariamente, analizar los asuntos mundiales, el año reciente ha estado pleno de hechos y acontecimientos que nos dejan una inquietante sensación de que, en gran medida, mucho ha cambiado. No ha sido súbito, ni tampoco espontáneo. Se fueron encubando poco a poco, y hoy nos impactan bruscamente. Por casi ochenta años se acordó un sistema que se creía capaz de afrontar las recurrentes crisis, que los países porfiadamente provocan, como ha sido habitual en la historia. Eso sí, más preparados que antes, con las experiencias de los horrores bélicos del siglo pasado. Las disciplinas que inciden en éste ámbito, como son, las relaciones internacionales, el derecho, los organismos, las políticas exteriores, o la diplomacia, entre otras, se fueron alineando y relacionando trabajosamente entre sí, para dar al mundo una mayor garantía del mantenimiento de la paz y seguridad, tan necesarias. Bien sabemos que, sin ellas, ningún avance tecnológico ni el desarrollo de los países, puede prosperar. Las guerras reducen todo al primitivo dilema de ser victoriosos, o derrotados, y ambas alternativas, a condición de sobrevivir. La característica predominante del año que terminó, ha sido la creciente confrontación entre muchos de sus actores principales, y de varios otros, que intentan aprovecharla, aún a riesgo de desarticular lo existente.

Según antecedentes de que disponen las Naciones Unidas, al menos subsisten una veintena de conflictos propiamente tales, algunos de baja intensidad, que los medios de comunicación raramente aluden, y que muy pocos podrían identificar. El sistema creado, con todas sus imperfecciones, pero que tenía la posibilidad de prevenirlos, contenerlos, reducir sus potencialidades, y en no pocos casos, solucionarlos pacíficamente, instando u obligando a sus actores a obedecer la acción del Organismo, y de sus principales responsables permanentes en el Consejo de Seguridad, con la puesta en marcha de la seguridad colectiva, es decir, con la participación activa del resto de los Estados no involucrados directamente. El reciente año ha mostrado una realidad diferente, con el emblemático caso de la deliberada agresión rusa a Ucrania, que se intensifica y se contrae, pero que ya perdura por casi once meses, sin una solución visible.

Todas las guerras son desastrosas, con innumerables víctimas tanto militares como de civiles inocentes, destrucciones sistemáticas de ciudades e infraestructuras, costos imposibles de cuantificar, y muchas otras consecuencias nefastas para una comunidad de naciones fatalmente interrelacionada, que arriesga retroceder décadas que se creían superadas. Y podríamos añadir, aquellos resultados que afectan al planeta y su medio ambiente; aunque sus tan activos defensores, que tanto se escandalizan, y con razón, del calentamiento global y otros perjuicios, ni siquiera las mencionan. Una batalla destruye el ecosistema, en tierra, mares y aire, mucho más que muchas fábricas contaminantes, y a veces de manera definitiva. Como asimismo, los temibles incendios forestales, provocados o por negligencia, aceptados como inevitables.

Las disciplinas citadas, por cierto, han procurado actuar ante los casos bélicos existentes, con dispares resultados, pero al menos impidiendo el que alcancen dimensiones globales. No ha sido así en la guerra de Rusia contra Ucrania. Claramente han sido insuficientes y el conflicto sigue. Sabemos el porqué. Como potencia militar mundial, la Federación Rusa ha violado las normas vigentes y tornado inoperante el sistema, no diseñado para que, precisamente, uno de los máximos responsables de la paz y seguridad internacionales, sea quien lo provoque. Ha actuado preparándose por años, con engaños y justificaciones inaceptables e inexistentes, como el que Ucrania hay que «desnazificarla», y amenaza su seguridad. El agredido, sólo ejerce su derecho inmanente de legítima defensa, individual y colectiva, con las ayudas militares, monetarias, y sanciones económicas progresivas, que afectan duramente el financiamiento militar ruso. Eso sí, con innegables consecuencias adicionales para el resto del mundo, que estaba globalizado desde hacía tiempo, lo que ahora está en duda, y que ingenuamente creía en el compromiso de Rusia con dicha realidad. Ha mentido por años, y algunas de sus acciones, como la anexión de Crimea, y otras contra algunos vecinos, sólo fueron sancionadas tímidamente, pudiendo constatar que un objetivo más ambicioso, el apropiarse de Ucrania, podría ser viable sin mayores contratiempos. Fue planificado y puesto en práctica desde el frente bielorruso y ruso, a la vista de todos.

El cálculo ha sido preciso pues, si el sistema de imposición de la paz por medio de la utilización de la fuerza, del Capítulo VII de la Carta de la ONU, se hubiere puesto en práctica, como está previsto, estaríamos en plena guerra mundial, sin descartar la utilización de armas nucleares, que los rusos disponen ampliamente, y con las que siempre amenazan. Pero, no contaban con la heroica resistencia ucraniana, ni la figura y apoyo mayoritario al presidente Zelensky, el verdadero ganador del conflicto, mientras Putin se hunde en la ignominia, sin recuperación, aunque se imponga bélicamente, u obtenga territorios colindantes que nadie reconocerá, por ilegales. Tanta guerra y tanta destrucción inmensamente costosa, para logros limitados, como crear repúblicas ficticias, devastadas, que no enriquecen de manera fundamental el inmenso territorio de la Federación, y que reeditan antiguas estrategias expansionistas. Mucho menos, aumentan su prestigio, aunque procure el objetivo principal: anexarse toda Ucrania. Las sucesivas y elocuentes votaciones de resoluciones políticas en Naciones Unidas, evidencian el repudio abrumador de los países a Rusia, y permiten que Ucrania redoble sus esfuerzos buscando aliados, que acrecientan sus apoyos, incluidos los militares.

El daño ya está hecho, y se puede constatar ya que no faltan los imitadores, ante la paralización del sistema internacional. Posiblemente esta sea su consecuencia más grave y riesgosa para el resto del mundo. Un sistema ineficaz e impracticable, resulta tentador para quienes no lo respaldan y desean imponer sus propias reglas, por sobre las existentes. Se aprecia en la relación cada vez más tensa e infructuosa entre las tres Grandes Potencias y sus líderes, enemistados y sin mayores contactos, intentando ganar posiciones, frente a una Unión Europea que parece disminuida. Resulta cotidiano y los medios lo constatan, así como un Consejo de Seguridad, que sigue decidiendo sobre temas de menor impacto mundial, en buena parte rutinarios, pero impotente ante la mayor guerra al este de Europa.

Hay sobrados ejemplos, comenzando por China, cuyo líder se eterniza en el poder, reclama una participación propia, a su manera, en el campo mundial, amenaza provocativamente a Taiwán, extiende su control al Mar del Sur, pierde frente al COVID, no crece como antes, y planifica aumentar su colaboración con Rusia, pese a su ilegalidad. Irán, por su parte, endurece su fanatismo religioso, somete a las mujeres en plena era de la igualdad de género, ajusticia opositores ante las manifestaciones, ni abandona su programa nuclear. Corea del Norte, descontrolada, lanza misiles cuando quiere, y consolida sus armas atómicas, pese a ser uno de los más sancionados del mundo. Sus vecinos chinos y rusos lo apoyan y utilizan como peón regional de sus intereses. Siria prosigue y empeora su larga guerra civil. Türkiye (Turquía), aumenta el control interno e intenta engrandecer su papel en las crisis. Afganistán regresa al fanático pasado islámico. Nuestra región latinoamericana, reedita el atavismo anti-norteamericano, se divide y es codiciada por China, crecientemente, ante la involución de Estados Unidos que insiste en la pugna política entre Biden y Trump, mientras mantiene el desinterés hacia el sur, y posterga su efectividad externa, claramente disminuida. Israel regresa al conservadurismo y la potencial agudización del problema con Palestina. Somalia, Eritrea y Sudan siguen en crisis. Libia, Mali y otros africanos, también. Kosovo es amenazado, y algunos Estados fronterizos con Rusia, temen sus zarpazos. Son los más visibles, pero no los únicos en un mundo desordenado.

A fin de cuentas, lejos de perfilarse soluciones se predicen problemas y confrontaciones, o agudización de los existentes. Un sistema internacional debilitado los facilita, al predominar los intereses individuales sobre los colectivos, y en definitiva cada cual hace lo que quiere, sin contención, o por lo menos lo intenta ante la fragilidad institucional existente. Sería grave que estas situaciones, por ahora demostradas en año pasado, se multiplicaran sin consecuencias y alentaran más divisiones. Los ejemplos citados obligan a observarlos con prevención y precaución. Podrían reflejar una era muy diferente, si algunos la propician, y el resto se ve forzado a convivir con ella, y tolerarla, a riesgo de guerras más extendidas. Las señales están ante nosotros. El año 2022 presentó una creciente desarticulación del sistema que regía. Ojalá esta vez, sirva de advertencia oportuna.