Me dejé engañar

Durante dos semanas, una mujer pálida se paró frente a la ventana del local. Exactamente a la misma hora, se detenía para ver los cuarzos que teníamos de exposición, para que turistas como ella se hipnotizaran con el arrebol discreto que les roban a las nubes al amanecer. Asumí que era gringa, porque nunca me devolvió el saludo. Tal cual, como si no entendiera español. Solo me sonreía con un gesto acerado, como si fuera una muñeca de porcelana o alguno de los santos en los nichos de la parroquia: su rostro estaba paralizado por completo en una misma mueca.

La mujer venía recién levantada. Era noviembre y, por el frío que hace en las mañanas, se envolvía a sí misma en una gabardina de gamuza gastada. Abajo solo traía una blusita de tirantes delgados, que dejaba ver la línea firme de sus clavículas y unas cuantas venas enmarañadas. Me pregunté a mí misma varias veces si se había bañado recientemente. No porque oliera mal, sino porque los extranjeros generalmente no son limpios, y vaya que tenía el pelo graso. Me imaginé que, si se aseara, tal vez podría desempolvar las pecas que tenía espolvoreadas sobre los pómulos.

Nunca tocó nada. Después de unos minutos de observar las piedras, sencillamente desviaba la mirada y se iba. Con el tiempo, como vendedora, te acostumbras a ese tipo de cosas. San Miguel se inundó de extranjeros hace décadas, y todos se dirigen a los locales con la misma deferencia plástica. Así que decidí no prestarle demasiada atención: era una más de las presencias extrañas que se sienten en la jornada, entre los torrentes incansables de turistas que recibimos todos los días.

Me dejé engañar.

Miradas amuralladas

En un pueblo así, es raro encontrarse a los turistas desayunando en fondas locales o en la fila del banco. La mirada de quienes vivimos aquí es muy diferente. No se siente amurallada. Por eso, me llamó la atención encontrarme con la misma mujer pálida en el templo de las monjas, como le llaman acá.

Me acuerdo de que era jueves, los días que paso por ahí para dar gracias. Como era mediodía, el atrio estaba vacío. Empujé el portón de piedra y sentí el dorso de las manos muy reseco. Asumí que sería el frío, porque vaya que baja la temperatura conforme el año cierra. Me rasqué muy por encima y me salió sangre. Pensé en que, al salir, debería de comprar crema o algo para quitarme la comezón.

Al entrar a la nave principal, la vi otra vez. Estaba sentada en la banquita del confesionario, como esperando al sacerdote o desempolvando con la mirada los adornos en el techo. Pero ahí estaba otra vez: la misma insistencia con el detalle, con trenzar la mirada en cosas insignificantes. Supongo que sintió mi mirada porque, de un momento a otro, se paró y se fue. Casi como si hubiera recordado que tenía que hacer algo con urgencia.

Salió por la puerta principal de la iglesia sin hacer ruido. Detrás de sí, dejó un caminito de polvo. De pronto, sentí como si las paredes del templo se hicieran chiquititas. Me picaban el cuello, las manos, la frente. No sé en qué momento me senté en una de las bancas de la nave principal. Sentí una mirada nuevamente a mi lado. Al abrir los ojos, me encontré con que uno de los santos en éxtasis me miraba fijamente. Pálido, vestido completamente de negro, con un cráneo en la mano y los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de decir algo. Me mareé.

Olía a incienso.

El cielo estriado

Me tomó un tiempo reincorporarme. Decidí que no sería buena idea llamar a nadie, porque de todas formas estaban fuera del pueblo y no arreglaría nada con angustiarles. Una de las monjas —con una mano finísima, casi quebradiza— se acercó a mí con un pañito caliente. Recuerdo, como en sueños, que me preguntó que si me sentía bien, que si ya había comido o necesitaba algo. La mujer olía a encerrado.

Le agradecí el gesto y me puse el paño sobre la frente. Cada fibra de la tela me quemaba, como si me perforase la piel suavemente. Tenía mucho tiempo que no me sentía así. A lo lejos, escuché un goteo esfumado, difuso. Asumí que las monjas habían dejado la llave del agua abierta en algún momento, o que la cafetera se había quedado prendida. El olor a incienso ya se estaba haciendo molesto. Como esas veces que, en medio oficio, prenden un botafumeiro que bien podría ser un extintor o una máquina de hielo seco.

Me pregunté a mí misma porqué estaba pensando en todo eso. El pañito se volvió tibio. Al incorporarme, busqué a la monja con la mirada. El templo estaba solo. Ni siquiera habían dejado los cirios prendidos. En la oscuridad del espacio, solo los ojitos suplicantes de los santos tintineaban.

Cuando salí, la luz del día me deslumbro: el cielo estaba estriado.

La piel se marchita

El goteo se hizo más intenso. Solo cuando salí al atrio me di cuenta de que venía de mi propio cuerpo: no era sudor, sino gotitas de sangre, las que me escurrían por las manos. No sé en qué momento se me habían hecho llagas profundas, ni por qué no sentía dolor. Dejé caer el pañito que todavía traía en las manos y, casi por inercia, caminé hasta el herraje de la entrada lateral.

Al otro lado de la calle, casi como si me estuviera esperando, estaba la misma mujer de la gabardina gastada de gamuza, mirándome fijamente. Ya en ese momento sentía todo el cuerpo encendido en comezón. Con una voz ligerísima, casi como un murmullo, la escuché decir:

—La piel se marchita.

Y no recuerdo nada más de ese día.