En ese lapsus que transcurre entre el año posterior a las tres décadas y media, más cerca de los cuarenta, pero aún treintañera. Esa edad en que para muchos (y muchas, claro) ya sos una jovata o mejor dicho una vieja, «viejos los trapos» dicen por ahí. Y así es porque qué es eso de andar determinando quien es joven o viejo y para qué cosas, ¡una tontera!

Porque qué pasaría si a los treinta y seis años te dieras cuenta que después de tus fallidos intentos de pareja y posibles enamoramientos, es la primera vez que te enamoras a lo loco, remueves tu mundo por completo, como si alguien te tomara de los pies te pusiera con la cabeza para abajo y sacudiese tu cuerpo para ver si cae algo valioso o para acomodar y sacar algo más que valioso. Recuperaras tu encanto soñador y aventurero y te lanzaras a vivir tus quijotescas aventuras.

Qué pasa cuando sentís que a los treinta y seis lejos de ser una etapa de quedarse «quieta en casa», adaptarse a un modo de vida más monótono, optar por lo seguro y tomar ciertas actitudes denominadas de «madurez» a vos te pasara sentir que es el momento indicado para comenzar a existir, con todo lo que esto conlleva (que respirar lo hacemos todos).

Qué tal si en los treinta y seis te empezaras a sentir más segura, más confiada, menos loca, más metódica (¡en parte!), cuando por fin los chacras se te alinean y el proceso que es tu vida misma toma otro ritmo y emite sonidos que aún te resultan desconocidos.

Qué tal si ese número (lindo, por cierto), que si lo sumamos forma nueve (casi casi mi número cábala), lo multiplicamos dieciocho y lo dividimos cero coma cinco, fuese ¡el momento!

Y qué tal si a los treinta y seis te encontraras en un lugar por completo desconocido hasta ahora, al cual fuiste por un trabajo que abandonaste al día de llegar por una jauría de perros. Entre el colapso nervioso y una loca fe inquebrantable de que las situaciones van a salir de bien para mejor y de que allí está, sin duda alguna, tu gran oportunidad. Y esto, aunque no tengas trabajo, tu piel blanca se haya vuelto de un rojo morado por el sol, hayas recibido muchos «no» por respuesta, y, sobre todo, el dinero este llegando a su fin.

Y cuál es la actitud que cualquier ser humano que ose llamarse maduro y decente debe tomar ante tal situación: pues bueno, vos muy pancha y como quien no quiere la cosa vas a las 10 am (horario desayuno) a un barcito a preguntar si ya tienen listo el menú del día y gastarte lo poco que te queda en el bolsillo. La chica que atiende entre confundida y divertida titubea, primero, y contesta, después, que sí, que si esperas un ratito te lo preparan. Y ahí llega el menú, más rápido de lo esperado: una chuleta de ternera con cebolla frita, porotos negros, arroz y reviro -un mejunje de harina, huevo y aceite que apalean hasta hacerlo grumos (si, si lo apalean)-. Y vos con cara de satisfacción lo saboreas ignorando por completo la temperatura superior a treinta grados y una humedad con la cual ser un foco incandescente no es novedad.

Y que tal si en los treinta y seis de un día para el otro te mudaras, en pleno verano y por llegar las fiestas de fin de año, a la provincia más calurosa del país (y con mayor índice de mosquitos), sin ventilador, heladera, y ni pensar aire acondicionado y sin embargo pensaras que ese no es problema alguno. Y en medio de lo que para otros puede ser el más terrible caos, vos te prepararas un tereré y fueses a caminar la ciudad en pleno sol a las 11am con una sonrisa plasmada en el rostro. La sonrisa del que sabe que, contra todo pronóstico aparente, todo, absolutamente todo va a estar bien. Quizás es ahí donde todo comienza a tomar forma porque hay realidades palpables mucho antes de materializarse.