Llueve. Mientras esto escribo, llueve. Pero también he visto nieve y sol. Noches y tormentas. Las mansas estrellas y sus mensajes pavorosos. Fosas abiertas esperando cadáveres. Jazmines perfumados y perros muertos. He escuchado los conticinios del alma y he oído sus luces. He palpado la rareza del rojo y del amarillo en la sangre y en la piel de los muertos... Pensarse a sí mismo en conjunto, donde lo vivido parece una mezcla atolondrada que nos acompaña desde la infancia construyendo nuestra psicología inevitablemente neurótica, es el contexto en el cual interactuaremos con los demás y con nosotros tejiendo nuestras vivencias entre sí. De hecho, según Kant, es nuestra participación la que define las cosas en la mente y alrededores conformando lo real, alienando aquello que depende de nosotros.

Nuestra propuesta inicial de percepciones aleatorias conforma un universo de unidades discretas como exige la palabra aplicada al pensamiento. A su vez, los pensamientos sometidos al imperio de la palabra están atados al lenguaje. El historial lingüístico del artista es el que consigue su ascesis al poema y define su obra... pero son las palabras ligadas al idioma del escritor las que terminan encerrando al poema en una jaula inviolable de libertad. Porque si bien podemos leer poesía traducida, reconocemos que la expresión poética plena sólo se encuentra conociendo el idioma original. ¿Por qué la poesía es intraducible? Porque las poesías que perviven artísticamente no contienen palabras. Escribimos en El infinito silencio de la poesía que «En la poesía, lo absoluto toma el control, ni el existir tiene sentido porque no hay nadie para quien se exista. No se es para otro, se es para el todo. El poeta crea silencio y es allí donde están las palabras de su poema. El silencio que rodea a la palabra no es, sin embargo, una negación o un no-ser. El silencio es el origen, la dirección y el destino de esa palabra, así como la energía que le da vida al conjunto».

La palabra es un recurso mnémico para acceder a cierta dimensión artística (Benedetto Croce), pero una vez en ella, la palabra es como la pincelada que no vale por sí misma en el conjunto del cuadro. La pintura es más que la suma algebraica de cada pincelada que se dio para crearlo. Del mismo modo, las palabras se disuelven y renacen distintas en el organismo final del poema... y, naturalmente, al no haber palabras no hay nada que traducir. El lenguaje poético es mudo... pero este silencio es el medio por donde se dinamiza lo místico y circula un algo esotérico que en muchas tradiciones se metaforiza como serpiente: las que constituyen su propio camino, glisando sus propias modulaciones hasta alcanzar sus colas y cerrarse sobre sí mismas, como en el círculo de diámetro infinito de Pico.

«Místico» proviene del griego mysticos de mistes: «iniciado». Tanto «mística» como «misterio» tienen la raíz también griega myein: cerrar o cerrado aplicable a «iniciado» y a «esotérico» ... Misterioso como un templo, cuya etimología significa separar al iniciado del mundo. Y entrar como iniciado a un templo es ordenar la dispersión de nuestras vivencias cotidianas, para que esa anarquía adquiera orden y melodía. De myen vienen «mudo» (no hablar) y «musitar» (hablar sin hablar). Silencio visual y auditivo: la palabra poética, la muda, la murmuradora... la irreal, la que es pero que no habita lo real... inexistente por secrecía: lo inexistente -lo que se guarece en su ser- es el secreto perfecto y también lo que podemos llamar «dios»... divinidad que está en silencio, donde quien habla es su vocero, dueño del Logos, el Kristós, el Verbo: el que habla. Este modelo encauzó la mística cristiana y el estilo occidental en general... haciendo hasta necesario para algunos expresarse en contra de que un dios exista, a través del ateísmo. Como dice el ultracientificista Sam Harris, nadie tiene la misma necesidad de autodefinirse como «no alquimista» o «no astrólogo»: la idea de un dios nos pesa demasiado hasta para tener que pensar en la divinidad para poder negarla. Las fuerzas y esfuerzos de acercarse a lo divinal por un carmen mental tienen muchas formas y orígenes, pero siempre es el intento de unir lo individual -el Hombre- con lo total... y el Furor Poético fue, quizás, el ariete principal en esta búsqueda no racional de la génesis del fenómeno antes de que la racionalidad lo invadiera todo. Energía sin causa... sólo propósito.

La poética implica un doble juego: por un lado, la palabra que ya no es palabra y que en la poesía sigue diciendo y por el otro, la palabra que se abandona a significados trascendentes que no le corresponden como palabra: ser el todo y la parte. El furor poético prerrenacentista apuntaba a esa idea. Somos la parte muda, atrapada en su brote existencial, de una palabra que se dijo desde el principio y que sigue circulando. Se le podría dar la razón a Nietzsche y a su Eterno Retorno, pero de esta forma el Universo sería una gran ecolalia de la naturaleza que le hace decir una y otra vez lo mismo. Sin embargo, sentimos que esto no es así: si hubiera iteración, sería en el tiempo, pero hablamos de eternidad donde todo es progreso y donde la ecolalia nietzscheana es imposible. Y el cristianismo lo prevé cuando sostiene que Dios progresa en su perfección por la gloria que le envía el que lo ama... como un Hombre que tiene (profetiza) un hijo y este hijo le devuelve amor y logros personales: la perfección del hecho de haber tenido un hijo progresa en y desde la vida del hijo.

Amor que no se puede expresar en palabras sin traicionar su naturaleza. Por eso no debemos hablar: debemos ser los niños que reclama el cristianismo para sí, y así escuchar la palabra que se nos confía en su secreto: la palabra muda del poema. Debemos pasar hacia el allí donde nos hacemos todo oídos. Si creemos que la anatomía nos lleva a oír, nos equivocamos: si callamos creamos significado para un orden nuevo no material... por lo menos no materio-energético, lo que hacemos es trasvasar de lo «material» hacia lo «espiritual», sea esto lo que se quiera, pero no compartiendo las propiedades de la materia y energía, ni derivando de ella. Verdaderamente oímos cuando dejamos de ser para poder oír, o, en otras palabras: no oímos por tener un equipo para oír, sino que tenemos el equipo porque se espera que oigamos. Oír el trueno, pero no formar parte de él, no es oírlo: lo oímos cuando en el oír somos el trueno y es así cómo somos «todo oídos». Y cuando la palabra de la poesía deja de ser palabra es cuando realmente la escuchamos... El oído es un oscuro abismo por el que el Hombre nunca terminará de caer. Y desde su sima más oscura -inalcanzable y por eso, liberadora-, desde el fondo mismo de sus oídos, surge la voz de un dios que nos quiere elevar hasta la cima de los cielos. Esa es la voz que impulsa y se siente como furor poético: cuando los oídos ya no oyen, cantan.

El furor poético

Los nombres del florentino Marsilio Ficino (1433-1499), Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) y del nolano Giordano Bruno (1548-1600) nos ayudan a vislumbrar la naturaleza del camino por donde circula el furor poético. Y, ¿qué es el furor poético? Es entender a la poesía como una representación de una verdad revelada gracias a un intervalo anímico de «trance» o «rapto divino» tal como lo llamara Ficino en De Divino Furore y que se ve en la poesía. Así, el poeta es un instrumento de la divinidad para transmitir verdades sagradas veladas hasta para la misma poesía. De modo que lo verdaderamente poético (lo producido por el rapto divino) nace de lo divino y no de procedimientos o técnicas humanas... y vuelve a lo divino, pero sin ninguna ecolalia, porque el decir de lo divinal es siempre novedoso, creativo: un dios nunca deja de crear, tal su perfección, si no, dejaría de ser un dios.

El rapto divino está vinculado con la mística siendo la experiencia mística en sí, furor divino. Tal el instrumento del que se vale lo divinal para hacernos llegar a una Unidad Absoluta, ya que la razón humana es inoperante en ese sentido. Bruno, por su parte, abunda en esta idea encarando el problema del Uno y el Infinito: el Uno es inmanente a Dios. Es su causa, su esencia y su destino y se convierte en el vínculo más íntimo con la Unidad Absoluta, de modo que extingue toda estructura categorial en lo «real»: lo infinito y único se esconde tras la multiplicidad. El abandono del ser, la existencia, es real pero no es verdadera, mientras que el ser es verdadero pero no es real.

Esta misma multiplicidad, sin embargo, informa al ánimo sobre una unidad subyacente: humanar la unidad en el momento del «rapto» para que nos abandone en el silencio poético. Se intuye su vocación de unidad en la coherencia, en el encaje y cercanía a lo Uno de aquello que percibimos. El mundo es armónico. A veces estas coherencias son experiencias cotidianas, pero otras veces acuden a nuestra percepción siguiendo senderos sombríos: «Los caminos de Dios son misteriosos como la senda del viento, o como la forma en que el espíritu humano se infunde en el cuerpo del niño aún en el vientre de su madre», dice en Eclesiastés 11:5, texto que funde a los antiguos dioses del soplo, como el Ehecatl mexica; como Amón, «el viento oculto» egipcio; Kon, el viento austral incaico; Rudra, el dios rigvédico de las tormentas o el más conocido en Occidente: el dios paleotestamentario que sopla en las narices de una escultura de barro su viento de vida para crear a Adán. El secreto del mensaje que encubre este «viento del misterio» -metáfora por el furor poético- no es, naturalmente, de acceso directo. Requiere de una preparación e iniciación... que en la tradición judía introdujo la herejía helénica del mesianismo esenio: el bautismo. Cristo mismo es iniciado por inmersión en agua, como claro indicio del comienzo de la Era de Piscis en el proceso de precesión de los equinoccios. Así, se combinan el soplo y el atman hinduista; el agua y el líquido amniótico; el pez y el embrión... todo se interconvierte, en rara poesía suprahumana, con una profundidad más allá del significado de cada símbolo.

La poética constituye la apertura de la palabra, su despliegue: cuando poetizo no hablo pensamientos, sino que los escucho: el oído canta y la boca oye. Ya no pienso... no pienso es no peso o no sopeso. Ya no calculo. No evaluar ni especular: no me creo más la imagen del espejo en la fase especular lacaniana: ya no soy «el que está ahí, en el espejo», sino que, al escucharme, el espejo se desvanece y me entrego al viento, al fluir del furor poético, a la «emanación divinal» de Plotino. Ya no es un juego, no tomamos partido: somos parte de lo que nos trasciende, el poema avanza impulsado por el vendaval del furor poético. En De divino Furore, Ficino dice: «(…) los poetas que son arrebatados por una inspiración y fuerzas celestiales, manifiestan unos pensamientos muchas veces inspirados por las Musas, tan divinos que ellos mismos, cuando se hallan un poco más tarde fuera de ese arrebato, no comprenden lo que habían dado a conocer». Todo artista ha vivido lo que hoy llamamos «deriva sistémica»: fe en la dinámica del Todo, y adscribe a esa metáfora judía del río desembocando en su naciente. Todo artista sometido al divino furor llega a un punto donde se le torna indiscernible la lógica del tiempo, perteneciendo al círculo infinito de Pico como profeta de sus propias musas: fuentes atemporales de Ficino de las que abrevó Occidente antes de que entrara el Renacimiento a la Historia... y antes de que el Renacimiento trajera al mundo la oscuridad de su nueva luz.

El Renacimiento y la Magia

Fulcanelli -el escritor misterioso- afirmaba que lo que desde el Renacimiento se veía como «Oscurantismo», era «La Verdadera Luz» que para la «falsa luz» de Occidente se percibía como tenebra, por haber perdido la conexión con ese «algo totalizador» que fluye en divino furor: la serpiente de la furia poética. En tal sentido, las formas religiosas modernas parecen versiones sesgadas, decadentes y deformadas respecto de la mística previa que las antecedió.

Francis Yates, analizando a Ficino y a Pico, sostenía la influencia de la magia hermética (la Tabla Esmeralda de Hermes Trismegisto), pero si bien estos autores tenían contacto con prácticas mágicas, se los debía entender en un contexto para nosotros, hoy, inusualmente vasto. En efecto, los nombres de Ficino, Bruno y Pico, junto a los de Alberto el Grande, Rogerio Bacon, Miguel Sendivogius, Felipe Bombast (Paracelso), Sethon Cosmopolita y tantos otros, trabajaban la intuición cosmológica desde lo metafísico y lo teúrgico, pero desde muy variadas influencias: la del último platonismo; la patrística y la escolástica; la de filosofías orientales de caldeos, egipcios y persas así como de la Cábala y los misticismos judíos y cristianos. La poesía -lo poético- encontraba en este mundo su caldo de cultivo esencial. La razón ante la Unidad Absoluta es frágil y necesita otros caminos para alcanzar tal conocimiento; caminos que serán vivencias místicas: ser el propio camino, como la serpiente... Es hermanarse a sí mismo en un rincón tranquilo del alma. Es encerrarse, aislarse... enmudecer. Entender sin razón que el mundo no es la tormenta; ni la guerra ni la muerte. Que no es el dolor ni la angustia. Ni la duda ni la certeza. No es tiempo ganado ni perdido. Es distancia siempre cercana y la siempre sombra de ese rincón tranquilo de lo divinal previo a lo racional. Es un beso del verano, una lluvia pasajera que alienta la sed del corazón y que, habitado por la brisa inmóvil de la memoria, dibuja el invierno del olvido y lo hace melodioso en la distancia. Y ese beso de la lluvia fresca del verano es el beso del perdón espiritual que se le da a la carne.

Beso de estrellas

Recuerdo la primera vez que te abracé...
Cielo y constelaciones
también lo recuerdan.

Ese abrazo, ese beso,
esa hondura de la piel,
ese abismo buscado
y encontrado
cuando los cuerpos se besan
sin ayer, sin fondo, sin destino...

La luz de esa nueva oscuridad
que fabricó nuestra boca
venía viajando desde siempre,
con la luz de las estrellas...

Por eso tu mirada, al despertar,
es ese trabajoso poema
que el sol aprende, una y otra vez,
cada mañana.

Si desapareciera de todos nosotros el culto a lo aparente que acompaña a lo humano; si dejáramos afuera el diletantismo barato de lo prosaico ante el milagro permanente del mundo... si empezáramos todos a tener fe en el Universo que habitamos y no conocemos, el primer idioma que aparecería (que volvería) entre los Hombres sería el idioma universal de la poesía. Y todos seríamos profetas: aquellos que profieren el silencio del dios. La no palabra de la poética también es no palabra en la boca del profeta. Tanto el poeta como el profeta, entran en la dimensión de lo universalmente sagrado. ¿La llave? La sinceridad, la adoración a la identidad entre lo que nos proclamamos como verdad y lo que escribimos o decimos como poetas: sólo a través de la sinceridad, lo sagrado del poeta se convierte en su poesía, y la luz de un profeta en la guía de los pueblos.

El mundo del furor poético no es democrático, es aristocrático. Accesible sólo a aquellos que buscan la excelencia del espíritu, como príncipes de estirpe real. El arte poético vive de la aristocracia del espíritu y esa nobleza es el valor universal de su voluntad... y su corona es el trascendente valor de la voluntad de ser mejores personas, uno de esos poetas furiosos que despierten a un mundo bello pero profunda y lastimosamente dormido.