Ser lector es vivir en una contradicción constante. No hay forma de desarrollar el gusto por la lectura sin tener que sacrificar en el altar de las musas algunas convicciones de vez en cuando. En la escuela y en la universidad nos inculcan la importancia de ciertas características que debe tener un texto para ser considerado realmente bueno: metáforas innovadoras (para la época), un poco de simbolismo, moralinas santurronas en el cole, pero ruptura del status quo en la universidad, aliteraciones… y la que durante un largo tiempo fue mi favorita: verosimilitud, que no es lo mismo que realismo.

Como amante de la fantasía, poco me interesaba el realismo; no hay realismo posible cuando entre las páginas puedes encontrar dragones. Pero me interesaba, eso sí, creer en el mundo sobre el que estaba leyendo. Verosimilitud, entonces, por encima de realismo en ese contexto, y durante años he mantenido esa posición. Mientras algunos ponían el grito en el cielo por la incorporación de personajes de color en sus sagas favoritas, reclamando que no era realista que interactuaran en el contexto de la Edad Media (¿la Edad Media de quién, exactamente?), yo estaba ocupada juzgando las decisiones tomadas por esos mismos personajes y si, en el contexto de la historia, estas se sustentaban por sí solas o si necesitaban una explicación externa por parte del autor. Suena prepotente, pero es la verdad. No os preocupéis, la vida se ha encargado de darme más de una lección de humildad, la última de las cuales toma la forma de A little life de Hanya Yanagihara.

Conocida por entretejer la vida de cuatro hombres desde los primeros años de universidad hasta la edad madura en un relato desgarrador, A little life va construyendo una historia que no deja indiferente a ningún lector. Algunos la han criticado por lo que creen es una recreación en el dolor ajeno casi pornográfica, mientras que otros la consideran una de las grandes revelaciones de nuestra generación.

La empecé poco después de haber terminado Where the crawdads sing, una de las mayores decepciones de este año para mí, y no pude evitar compararlas. ¿Es A little life la gran novela americana que le habría gustado ser a Where the crawdads sing? Es difícil compararlas porque tratan temáticas completamente diferentes, pero el objetivo de ambas (cristalizarse en el imaginario colectivo como la novela que define y reafirma la experiencia estadounidense) es parecido. Pero no quiero repetirme; en mi anterior artículo ya hablé de la gran novela americana como concepto, y tampoco es esa la problemática que me interesa en estos momentos. No, A little life me interesa precisamente porque, a pesar de que la verosimilitud resulta más bien mediocre, sigue pareciéndome un libro excepcional. ¿Cómo es posible, si para mí la verosimilitud lo es todo?

Yanagihara en una entrevista con The Guardian nos ofrece una primera pista sobre la intención de la novela:

I wanted there to be something too much about the violence in the book, but I also wanted there to be an exaggeration of everything, an exaggeration of love, of empathy, of pity, of horror. I wanted everything turned up a little too high.

Es decir, la propia autora es consciente de que la novela en sí es la exageración de varios conceptos: del horror sufrido por el protagonista, Jude, pero también del amor que sienten los cuatro personajes principales los unos por los otros. Se crea un equilibrio entre extremos y ahí donde se agrieta la novela, ahí donde nos detenemos un momento y pensamos «hay algo aquí que no me cuadra», ahí donde sentimos la necesidad de poner los ojos en blanco aunque luego nos sintamos culpables por trivializar el sufrimiento ajeno, es donde se dejan entrever el mundo interior de la novelista y el nuestro.

Soy fanática de los libros que nos obligan a mirarnos al espejo y a aceptar una verdad sobre nosotros mismos que hasta el momento hemos ignorado consciente o inconscientemente. ¿Qué soy capaz de soportar? ¿Dónde pongo el límite a mi dolor y al dolor ajeno? ¿Soy capaz, siquiera, de enfrentarme a las desgracias de los demás? O, por el contrario, ¿disfruto leyéndolas? Son preguntas pertinentes y que me hago a menudo: como lectora en general, sí, pero sobre todo como consumidora del género de true crime. Aunque A little life no tenga nada que ver con el género, sigue siendo un libro que toca en asuntos delicados, donde se exponen sin miramientos escenas de violencia física, sexual y verbal, donde se describen cuerpos heridos y mutilados, y donde la psique de uno de los personajes ha sido completamente moldeada a partir de traumas de la infancia. La pregunta, claro, es cómo son expuestas estas escenas. ¿Con qué pinceladas se nos construyen estas problemáticas? ¿Con qué respeto?

A modo subjetivo, creo que es evidente que la autora siente un cariño desmedido y un gran respeto por sus personajes, por lo que es difícil juzgarla negativamente. Sin embargo, ¿hasta dónde puede excusarla eso? Fijémonos, entonces, en la idea de mundo que quiere presentarnos. ¿Qué quiere decirnos y son los medios que usa los adecuados?

La mayor constante a lo largo de la novela es la pobre salud de Jude, tanto física como mental. Físicamente, Jude cojea, tiene el cuerpo lleno de heridas y cicatrices y siente un dolor constante que le obliga incluso a usar silla de ruedas; mentalmente, es incapaz de compartir su pasado y de intimar con nadie, además de no tener autoestima en absoluto. A pesar de haber sufrido una lesión en la columna, el primer doctor que le visita asegura que ésta tiene capacidades extraordinarias, dándole falsas esperanzas. Karlsson (2017) muy acertadamente señala que tanto el segundo doctor que le visita como el lector son conscientes de lo absurdo de esa afirmación; por ende, puede interpretarse como una alegoría de la psique del personaje: ni su columna ni su mente pueden ser curadas tan fácilmente. Cuerpo y mente en la novela van siempre ligados, no pueden ser concebidos por separado, y uno es esclavo del otro.

Por otra parte, esta es una novela dominada por lo masculino. O, más bien, dominada por hombres. El prejuicio es mío, desde luego, de saltar inmediatamente a la cuestión de la masculinidad sólo porque el elenco está dominado por hombres. La mujer rara vez tiene cabida en el texto; sin embargo, nos encontramos ante una mujer haciendo una exploración de la amistad masculina. ¿Cuán precisa puede ser entonces esa exploración? El trabajo de un novelista es imaginar, ¿lo consigue acaso? Una vez más, nos encontramos con el problema de la verosimilitud. ¿Es o no es verosímil su interpretación de la amistad entre hombres y de la masculinidad en círculos en los que la mujer no tiene cabida? A mí poco me ha importado y creo que a Yanagihara tampoco es una cuestión que la mantenga en vilo; su propuesta es otra, su mundo parece ser predominantemente masculino por pura casualidad. Su mundo, aunque es un mundo plagado de dolor, es también un mundo ideal: apolítico, ahistórico, sin género, sin prejuicios, diverso; los personajes de color son conscientes de su propia otredad, o al menos la están descubriendo, pero no experimentan instancias de racismo; y, precisamente porque no hay mujeres relevantes, los problemas y cuestiones predominantemente femeninas no tienen espacio en esta novela. El sujeto es postmoderno y la única política que importa es la política personal. Para ser una novela marcadamente estadounidense, además, ni siquiera sabemos si las Torres Gemelas siguen en pie o no. De hecho, no sabemos ni en qué año nos encontramos.

A Yanagihara no le interesa la cuestión por la masculinidad, sino más bien por la humanidad. Su trabajo es con la empatía, con el amor, con el dolor. La pregunta tal vez sería: ¿soy humano incluso cuando me siento subhumano? ¿Soy humano si a ojos de los demás soy un objeto? Y, como humano, ¿cuáles son mis derechos? ¿Si tengo derecho a la vida, tengo también derecho a la muerte? ¿Si tengo derecho a la vida, tengo derecho también a la felicidad? ¿Si tengo derecho a la vida, tengo también derecho a vivir mi propio sufrimiento como a mí me parezca?

La cuestión de la verosimilitud queda relegada entonces a un segundo plano. Poco me importa si la novela es verosímil o no si la propia autora ha admitido que la falta de verosimilitud es una decisión consciente; la pregunta es a servicio de qué está esta falta de verosimilitud. ¿Por qué deben todas las desgracias del mundo ocurrirle al mismo personaje una y otra vez? Pues, precisamente, para preguntarnos y descubrir cuál es el límite del ser humano, para responder preguntas acerca de la humanidad que, de otra forma, tal vez no podríamos plantearnos. Tal vez con otro libro yo sería incapaz de hacer esta excepción, tal vez lo leería y pensaría «buf, qué poco verosímil, qué poco realista, no me creo nada de lo que está pasando»; pero ahí radica el genio de Yanagihara. Ámala u ódiala, pero no niegues su gran aportación al mundo de las letras.

Notas

Adams, T. (2015). Hanya Yanagihara: ‘I wanted everything turned up a little too high’. The Guardian. Julio, 16.
Karlsson, J. (2017). The Sorrows of Young Jude: Sartre’s Concept of Freedom in Hanya Yanagihara’s ‘A Little Life’. Trabajo de fin de grado, Lund University. LUP Student Papers.
Yanagihara, H. (2015). A little life. Doubleday.