La pregunta común es acerca del sujeto en la historia.
Pero si la invertimos, toma otro sentido. No es ya el intento de saber qué es o qué hace el sujeto en la historia, sino cómo la historia actúa en él, cómo lo conforma, qué hace ese tiempo humano al que llamamos historia en, con y desde el cuerpo y la mente de esa entidad que llamamos persona o sujeto.
Inmediatos problemas aparecen en el horizonte: qué es sujeto, qué es individuo, qué es persona, qué es finalmente ser hombre. Antiguas preguntas que las ciencias de la modernidad permiten y obligan a replantear: desde las humanidades hasta las ciencias de la conducta, de la psicología al psicoanálisis, de la sociología a la antropología.
Tal vez aquí, desde la antropología filosófica, podamos encontrar una puerta de acceso más o menos apropiada para ingresar filosófica, metafísica u ontológicamente a las raíces y, por tanto, a las preguntas más radicales acerca de lo humano como tal, del ser del ente humano y su historicidad o temporalidad.
Esto parece ineludible y desde allí, desde los presupuestos de la ontología general, acaso podamos asomarnos, como quien mira desde su propia casa, a los múltiples espacios que las ventanas abiertas o cerradas de nuestros ojos nos dejan ver.
Si decimos que el hombre es un ser político, o social, o el ente que habla o que construye, será ese un buen inicio para preguntarnos por el sujeto histórico, por el ente a la vez colectivo e individual que nace en la historia, es hecho por ella, la hace a su vez y muere en ella, pero no con ella.
La realidad es que desde distintos ángulos y perspectivas, los filósofos de la modernidad han transitado por estos simpáticos pasajes, simpáticos por sugerentes y atractivos, por curiosos.
La fisiología, la neurología, la bioquímica y la biología molecular, entre otras, han sido disciplinas cuyos aportes han pasado por algunas mentes filosóficas entrenadas como, por ejemplo, las de Paul Chauhchard, Karl Popper, John Pierce.
¿Qué han dicho, qué dicen de la mente del hombre?
No se trata, claro, de volver al grueso y, para algunos, hasta grosero materialismo o dualismo elemental. Pero todas las ideas nuevas e innovadoras han pasado por esos tortuosos reduccionismos.
Solo lo simple es claro, se dice no sin razón. Y agregamos: siempre y cuando resista la prueba de la diferenciación y la integración, del tránsito.
Pues bien, desde Demócrito hasta Fewerbach, para no hablar por ahora de los modernos físicos y de los filósofos materialistas, el asunto verdaderamente central a dilucidar no es de qué está hecha y cómo funciona la mente, la materia o la energía mental, cuáles son las características y las conexiones entre neuronas, sinápsis y moléculas, aunque el avance de ese conocimiento específico es esencial.
Para decirlo de una vez, con preguntas tanto más precarias cuanto más generales, lo que importaría más es cómo saber por qué pensamos y para qué.
Qué pensamos y cómo pensamos, cuáles son las sustancias de nuestros pensamientos, cómo se producen y articulan en nuestras mentes, cuáles son las partes, los mecanismos y la organización de esos sutiles y maravillosos procesos del pensar importa menos que el pensar mismo, que el hecho del pensar en cada mente y en lo que podríamos llamar esa mente colectiva que es la memoria cifrada en el lenguaje.
¿Qué es la mente o el pensar en un sujeto y en todos los sujetos humanos que formamos parte de ese pensar que hace la historia, es decir el tiempo humano, la historia humana, el universo humano? Es tal vez aquí, y solo ahora, después de la “época de la representación del mundo” (Heidegger) cuando podemos hablar con mayor rigor y certidumbre, con mayor propiedad, de un pensar universal, del pensar del hombre como el pensar de todos los hombres.
De ahí que aparezca en el horizonte, casi como otro absurdo novedoso, lo que llamamos la “teoría de la simultaneidad”, que puede cifrarse en un solo enunciado: “todo pasa al mismo tiempo”.
Y aquí lo extraordinario, por lo menos hasta ahora. Una idea tal puede ser enunciada en un momento de la historia que hace muy poco tiempo solo podía hacer desde su genuina universalidad un sujeto: el hombre universal.
Un poeta se había anticipado ya a decirlo: “un hombre es todos los hombres” (Borges).
Las ópticas del Norte y del Sur
Para comenzar, de entrada pareciera casi imposible agregar algo nuevo a las tan traídas y llevadas ideas y conceptos sobre el sujeto de la democracia.
No es así respecto a la praxis, a su ejercicio concreto y cotidiano, siempre debatibles. Poder y contrapoder. Por y contra el poder establecido. ¿A quién tomar como sujeto central de la praxis democrática, a los individuos o a las comunidades?
En casi todas las universidades occidentales se revisan los textos de Robert Dahl y de Richard Held, para no hablar de los “clásicos” griegos y romanos, o de la Ilustración, y finalmente de los Siglos XX y XXI.
Pero lo que poco o nada se menciona en las Academias y en los grandes medios es la experiencia política de las democracias socialistas (Hermes, H. Benitez; Socialismo y Democrácia; Polis; 2006) .
Y uno se pregunta, ¿será mejor o peor vivir bajo los regímenes “autoritarios” y más igualitarios de Rusia (antes la URSS), China, Cuba y Vietnam, o bajo las “poliarquías” explotadoras, consumistas y enejenantes de Europa y Estados Unidos? Tal vez sea un problema objetivo y de conciencia de clases.
Quedan desde luego por conocerse y estudiarse más a fondo las muchas formas de autogobierno de pueblos y comunidades “primitivas” y “tradicionales” cuyas prácticas de participación social vuelven a ser objeto de investigación etnológica y antropológica en los ámbitos de la organización política y de la democracia.
Solo para recordar uno de tantos ejemplos, mencionemos el caso de Oaxaca, en México, donde la mayor parte (417) de sus 570 municipios se rigen por “usos y costumbres” mucho más participativas y “democráticas” que las partidistas y electorales.
La óptica de muchos países del Norte y del Sur, de las metrópolis y de las periferias, llega a ser muy divergente.
Democracia, como sabemos, etimológicamente significa “poder del pueblo”.
Muchos hablan de democracia pero pocos saben lo que es. En el mundo de la modernidad se nace y se vive en sociedades más y menos “democráticas”. Todo depende, claro, del color del cristal con que se mire. O mejor aún, de la organización política real de la sociedad en la que uno habita.
Nuestra pregunta aquí es: ¿qué tan conscientes, críticos y autocríticos somos, podemos ser, del régimen político en el que vivimos? ¿Somos demócratas?