Sedientos del agua milagrosa, los peregrinos buscan la gruta de «La pilita»,1 de la Virgen de los Ángeles, en Cartago. Descienden por una rampa moderna apta para todos, en forma de caracol. Al final de la pendiente, está la gruta, densa de voces y susurros, resguardada por un templete de elevadas columnas toscanas. Luego de saciar la sed del cuerpo, pero sobre todo del alma, vuelven los fieles a la superficie, y encuentran en la pared norte, en grandes letras de molde, el primer versículo del salmo 42.

Como busca la cierva2
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío…

Hace dos siglos, cuando la Virgen de los Ángeles, aún no era la patrona de Costa Rica, y Cartago empezaba a superar, gradualmente, los estragos del terremoto del 7 de mayo de 1822, ocurrió aquí mismo la historia que narraremos. En tal época, el manantial de la iglesia de los Ángeles, con sus aguas frescas y puras era muy diferente a lo que conocemos hoy, y por supuesto, aún no se conocía como «La pilita». Justo es decir que en Costa Rica aún no había imprentas, ni universidad, ni colegios, y mucho menos escritores o periodistas. Pero de haber habido cronistas, alguno de ellos, dirigiendo sus pasos a los confines de «La Negra», y dominado por el mágico entorno del manantial, pudo escribir palabras como estas, en su periódico:

De la iglesia de los Ángeles, destruida por el terremoto del pasado 7 de mayo, prácticamente solo quedan el altar, la piedra, y la campana que fundió el artesano Concepción Cartín, cuatro años atrás. La virgen, llena de polvo, fue sacada de los escombros, para ponerla en un cobertizo provisional de paja y tablas. Al pie de la piedra están los restos de una antigua pila, de la cual brota el arroyo milagroso que, una vez superado el estanque, sale en libre carrera por los campos, aumentando el verdor. Hacia poniente, todo es una catástrofe. Detrás de las ruinas de la iglesia, una callecita estrecha colmada de pasto se une, unas varas al norte, con la carretera que va al barrio de Chircagres.3 Hacia oriente, se abre un denso bosque, de hermosa vida, en contraste con la destrucción. Son los suburbios del jardín del Edén. Esos terrenos, se puede afirmar, están tal cual los vio la mulatita cuando encontró la imagen, casi dos siglos hace. ¡Aquí todo parece estar intacto, desde la Creación! Adentrándonos un poco en ellos, con el temor de encontrar una fiera, solo fuimos testigos de la mano de Dios y del entorno indescriptible que cobija a la imagen milagrosa. Lo normal son las piedras enormes, guarnecidas con musgos y helechos. En este paraíso, las cascadas no son de agua, sino de lianas, barba de viejo y lluvia de oro que, cayendo sobre las piedras, son los hilos que comunican la tierra con el cielo, y que brotan de los gigantescos chilamates y targuás, festín de abejas, gorriones, colibríes; pero en los que también crecen las bromelias y las guarias, estas mismas que decoran los techos de teja en las casas de Cartago. Y más adentro, donde la mulata recogió su carguita de la leña, el suave murmullo de varios arroyos, incluido el del agua virginal, buscando todos, con devoción, al río Toyogres, en medio de estancias de ganado, divididas por vallas vivas de poró y moras silvestres. Emociona ser testigo del múltiple propósito del agua, porque la misma que sana el espíritu y aleja los males, sirve, corriente abajo, a un grupo de lavadoras de La Puebla, que asean montañas de ropa, entre montañas de piedras. Seducido por el dulce perfume que nos llegaba a intervalos, seguimos el aroma hasta encontrar, escondidos entre helechos y piedras musgosas, manojos de violetas pálidas. Y más allá, el infaltable güitite, casi pegado a la reina de la noche, con sus trompetas blancas, anunciando el despertar a la dormilona. Como seguíamos preocupados por encontrarnos una fiera, un hombre ya mayor, de piel aceituna, que recogía zacate jacintillo, nos dijo que aquí no hay gran peligro de animales, solo de las serpientes, algunas ocultas dentro de los arroyos (¿acaso puede haber paraíso sin serpientes?) y que abunda el armadillo, la ardilla y la garza; el coyote solo se oye aullar apenas oscurece. Ya cerca de las fuentes de agua medran libélulas azules y ranas verdes, al tiempo que los pececillos diminutos torpedean, juguetones, las orillas de los yurros.4

En noviembre, el ayuntamiento de Cartago, que solo tenía cabeza para reparar la ciudad de los destrozos del terremoto, recibió una noticia alarmante y curiosa a la vez: los habitantes se rehusaban a beber y llevar agua bendita del Santuario de la Virgen de los Ángeles y, muy molestos, solicitaban la intervención del noble ayuntamiento para resolver un grave problema surgido allí. ¿Estaba contaminada el agua y alguien enfermó por beberla? ¿Apareció algún animal muerto en el manantial? ¿Se cobró a los fieles por llevar el agua bendita?

Nada de eso. Como de costumbre, un día cualquiera, llegó al manantial una multitud tras el líquido milagroso. Aquel momento era un santo delirio, por tanto, una mezcla de devoción y placer. Pero todo cambió en un instante. Cubierta su cabeza con un sombrerito de paja, y su cara con un velo negro, una mujer adulta buscó una orillita del manantial, para beber. Estaba asustada. Creía haberse apartado lo suficiente como para pasar inadvertida, pero no pudo. Alguien la reconoció, y dio la voz de alarma: «¡Es Joaquina, la leprosa, la mujer de Matamoros!». De inmediato, se alzaron numerosas voces contra ella, horrorizadas de un contagio.

Envuelta en sus ropajes húmedos, Joaquina Lobo Badilla de 32 años, madre de dos adolescentes y casada desde los 16 años con Julián Matamoros, recogió sus carnes tristes, y se marchó por donde vino, temblando de pavor.

Fue tal el escándalo en La Puebla y en el resto de la ciudad que el ayuntamiento de Cartago, presidido por don Joaquín de Oreamuno,5 se vio en la obligación de tomar el siguiente acuerdo, el 18 de noviembre:

Que habiendo tenido este Ayuntamiento nueva noticia, de que no se tomó agua bendita por los fieles, en el Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, porque hay personas que hayan visto lavarse la cara a la mujer de Julián Matamoros, que se haya padeciendo el Mal de San Lázaro,6 según el conocimiento del público y para evitar el recelo tan natural de las gentes y siendo de la precisa obligación de este Ayuntamiento mirar por la salud del pueblo, se le intimará que con arreglo al artículo trescientos veintiuno de la Constitución,7 en el término de 8 días sacará fuera de la ciudad a su mujer Joaquina Lobo, sin admitírsele excusa ni pretexto alguno (Actas y correspondencia del Ayuntamiento de Cartago 1820-1823. Sesión del 18 de noviembre de 1822. Art 2o. Imprenta Nacional, 1972).

El caso de Joaquina Lobo no era desconocido para el ayuntamiento y, ahora con el escándalo en la pila, muchos de sus miembros se lamentaban por la falta de firmeza con ella y con Julián. Dos meses antes, el cabildo supo que, a pesar de padecer el mal de San Lázaro, Joaquina acudía, a escondidas, a las iglesias y visitaba personas en casas particulares, por lo cual se ordenó a su marido, retirarla a «sotavento, a un lugar al norte de la ciudad», opuesto a la dirección del viento, pues se creía que de estar ella a barlovento (sitio favorable al viento), este podría arrastrar la «peste» de la lepra de Joaquina a la ciudad (Actas y correspondencia del Ayuntamiento de Cartago 1820-1823. Sesión del 26 de agosto de 1822. Art 3o. Imprenta Nacional, 1972).

Pero ella no obedeció la primera advertencia, y fue aquella búsqueda del agua milagrosa, quizás como una medida desesperada, el detonante de su expulsión de la ciudad.

La pariente de Florencio del Castillo

Joaquina Lobo Badilla nació en la vieja Cartago colonial, el 29 de abril de 1790. Era hija de Pedro Lobo Rodríguez y Manuela Badilla Castillo. Su abuela materna, Francisca Javiera (o Gabriela) Castillo Villagra, era vecina de Ujarrás. Una hermana de Francisca, María Cecilia Castillo Villagra, fue la madre de Florencio del Castillo (1778-1834); por tanto, Manuela, la madre de Joaquina, era prima hermana del ilustre clérigo y político costarricense.8

Poquísimas cosas sabemos de la infancia de Joaquina, tan solo que sus penas iniciaron desde niña, al morir su padre. En 1799, cuando contaba con 9 años y siendo la mayor de sus tres hermanos, su madre, que enviudó a los 27, se casó, en segundas nupcias, con José Francisco Oreamuno, hijo natural de María Francisca Mayorga, y luego reconocido como miembro de la familia de José Antonio de Oreamuno y García de Estrada, quien fue teniente gobernador de Costa Rica, en 1789.

Joaquina y sus dos hermanos menores llegaron al nuevo hogar, como hijastros de José Francisco Oreamuno. No es difícil imaginar que Joaquina, por ser la mayor de todos, incluyendo los cuatro hijos que vendrían al matrimonio Oreamuno Badilla, haya asumido un papel materno y tutelar, como apoyo a su madre, en la crianza de sus hermanos.

Como correspondía, José Francisco y Manuela aportaron posesiones al matrimonio, pero el bien principal fue una casa, en el centro de Cartago, que Manuela recibió como herencia de sus padres. No obstante, en el año 1803, José Francisco vendió esa casa al presbítero Félix de Jesús García, en 188 pesos (Índice de los Protocolos de Cartago V, 1785-1817, p. 261).

A los 15 años, Joaquina era una linda adolescente en edad para desposarse, por lo que el joven Julián Matamoros Chavarría, cinco años mayor que ella, la pidió en matrimonio. La boda se realizó en la Parroquia de Cartago, el 25 de mayo de 1806. Un año después, ella dio a luz a José Santana, y tres años después a Ana Josefa.

En aquella Cartago tan empobrecida, y donde los estudios estaban reservados para unos pocos, cuyos padres podían mandarlos al exterior, algunos artesanos también lograban forjarse un futuro. Julián era un hábil maestro constructor, por tanto, muchas obras en Cartago y San José tuvieron su sello de trabajo durante más de 40 años. Es posible que en su juventud trabajara en Cartago fabricando o reparando casas y templos, y en la edificación del cuartel, construido hacia 1804.

Obviamente, los Matamoros Lobo, como la gran mayoría de ciudadanos, desconocían las riquezas; sin embargo, gracias al trabajo de Julián, y a algunos recursos provenientes de la madre de Joaquina, tuvieron una condición favorable. Por ejemplo, el 21 de junio de 1809, Julián y Joaquina se hicieron cargo, por 200 pesos, de una capellanía del Convento de Cartago.9 La casa y solar estaban valorados en 140 pesos, y para obtener la capellanía hipotecaron un encierro (terreno con animales y plantaciones) que poseían en Ujarrás (Índice de Protocolos de Cartago V, 1785-1817, p. 364). La casa, como muchas viviendas coloniales era de adobes y tejas, y se encontraba, en la manzana al sur de la iglesia de La Soledad; en la actualidad, la dirección es 50 metros al sur de la esquina suroeste de los Tribunales de Justicia (calle 5, avenidas 4 y 6).10

El 17 de noviembre de 1809, fallece José Francisco Oreamuno, por lo que Manuela enviuda por segunda vez, a los 37 años, y todavía atendiendo niños pequeños (el menor, de 2 años); pero con su hija mayor, ya casada.

El 7 de mayo de 1822, cuando Joaquina contaba con 32 años, sobrevino el fatídico terremoto de San Estanislao, que tanto daño causó en la región central de Costa Rica. Fue por esta época cuando ella descubrió, en su cara y brazos, unas horribles manchas, que luego se extendían como tizones vivos, por el resto de su piel. En agosto se habla por primera vez del mal de Joaquina (Archivo Nacional de Costa Rica, Municipal 405), y en noviembre ocurre el traumático episodio de la pila, cuando fue echada de allí por la multitud.

Antes de proseguir con la historia de Joaquina y sus vicisitudes familiares, hagamos un breve paréntesis, para referirnos a la lepra, su tratamiento y los intentos domésticos por entender y contener este terrible mal en Costa Rica.

Lepra, enfermedad de Hansen, mal de Lázaro

El uso de la palabra lepra aparece registrada, por primera vez en idioma español, en el siglo XIII; proviene del latín «lepra», tomada del griego «lepra», como una derivación de lépo, verbo que significa pelar (Corominas, J. 1973. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 3a edición).

La lepra, también conocida como enfermedad de Hansen,11 y popularmente mal de Lázaro o mal de San Lázaro,12 es una infección, a largo plazo, por la presencia en el organismo de Mycobacterium leprae o Mycobacterium lepromatosis, de la misma familia de bacterias que produce la tuberculosis. Antes de los descubrimientos de Hansen, se creía que era una enfermedad hereditaria; pero luego se supo que es de tipo infectocontagiosa.

Se desconoce el origen de la lepra, sin embargo, en documentos de la época de Ramsés II de Egipto, ya se menciona el mal. También se cita en la Biblia o en la obra Susruta-samhita del médico hindú Súsruta (hacia el siglo VI d. C.).

La infección suele afectar los nervios, las vías respiratorias, la piel y los ojos. En casos muy graves, el enfermo puede experimentar desfiguración, deformidad o discapacidad severa, y algunos, una pérdida de sensibilidad tal, que pueden llegar a quemarse o cortarse sin sentir dolor.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) menciona que la lepra afecta principalmente a los países donde habita gente en pobreza extrema, de Asia, África y Latinoamérica. Aunque, también se registran casos en países ricos; por ejemplo, en los Estados Unidos se diagnostican alrededor de 200 casos por año.

Por la gravedad de las lesiones visibles y por temor al contagio, algunas culturas o religiones vieron su presencia como un castigo de Dios al pecado, llegando a señalar a los leprosos «impuros», por lo que fueron sometidos al retiro, como medida de salud pública, medida aún vigente en algunas áreas de India, China, Tailandia y en zonas de África.

A pesar de lo temible de la enfermedad, tiene un poder de contagio bajo, y los científicos han concluido que la principal vía de transmisión es naso-respiratoria, es decir, por la exposición del sistema respiratorio a gotículas de saliva y esputo.

La Organización Panamericana de la Salud (OPS) informa que, en todo el mundo, se notifican 210,000 nuevos casos al año, de los cuales 15,000 son niños.13 A pesar de haber luchado la humanidad durante miles de años contra el mal, no fue sino hasta el año 1941 cuando hubo un medicamento para tratarlo, con muy buenos resultados. Aunque no se ha podido erradicar del todo, la lepra es curable con terapia multidrogas, proporcionadas gratuitamente por la Organización Mundial de la Salud.

Lepra en Costa Rica

El siguiente resumen de la enfermedad en Costa Rica se basa, principalmente, en datos del artículo «Los orígenes de la lepra en Costa Rica (1784–1821)» de Ana Paulina Malavassi Aguilar, (Mesoamérica. Junio, 2021); pero también consultamos el «Expediente sobre la lepra en Costa Rica, años de 1798 a 1814» (Revista del Archivo Nacional, números 5 y 6, marzo-abril de 1939) y el artículo «La Lepra en Costa Rica», de Orlando Jaramillo y Rafael de La Cruz (Acta Médica Costarricense, n.o 18, 1975).

Resulta difícil determinar el momento en que se introdujo la lepra como epidemia en Costa Rica; Malavassi (2021) indica que, de momento, se pueden conjeturar tres posibles explicaciones. La primera corresponde al 24 de abril de 1664, cuando falleció en Costa Rica, el fraile mercedario Marcos Talavera, proveniente de Panamá, quizás albergando el temor de ser recluido en una leprosería, en el hermano país. Rodrigo Arias Maldonado, antiguo gobernador de Costa Rica, certificó en el año 1669, que el arribo del fraile, durante su mandato, tuvo como fin «reconvalecerse… por padecer del mal de San Lázaro en el rostro y del cual falleció».

La segunda es descrita por el gobernador Tomás de Acosta, en el año 1798, al denunciar que la lepra se ha extendido peligrosamente en la capital (Cartago), y señala que por los años de 1735 a 1738 —según tradición oral— apareció el mal en una criada de doña Josefa Pérez de Muro, quien de inmediato puso a la mujer en una casa de campo, en el barrio llamado Churuca o Chircagres. La tercera versión indica que el primer contagio ocurrió hacia el año 1740 causado por un «estrangero leproso…» [sic] en dicho barrio de Churuca, según testimonio del procurador síndico de Cartago, Santiago Bonilla, en 1820.

No fue sino a partir de 1784 cuando las altas autoridades del país comprendieron que estaban ante un grave problema sanitario y, en consecuencia, todos los temores y medidas adoptados convirtieron al lazarino en un muerto social, impedido de asistir a actos religiosos, de formar parte del cabildo, de ser guardián de su barrio; tampoco podía ir al mercado, a la taquilla o a la gallera. En fin, su vida social sufre una metamorfosis, y, para empeorar su condición, los mismos vecinos se encargan de denunciarlos a las autoridades, como si fueran criminales.

La siguiente medida es el destierro. Entre 1784 y 1821 surgieron algunos proyectos destinados a eliminar a los lazarinos de la vida pública, confinándolos en una comunidad «apta», alejada de los principales centros de población. El primero de esos proyectos, lo propuso el gobernador Juan Flores, en el año 1784, al ordenar extraer todos los leprosos de Cartago y sus barrios, hacia un pueblo de ocho casas mandado edificar en el punto denominado Cusó, «inmediato al arroyo de Toyogres». Sin embargo, el proyecto fracasó, principalmente, por errores de infraestructura: recién construidas las casas, estas se inundaron, y aunque se dio a los enfermos y familiares tierra para cultivar, el lugar carecía de iglesia, mercado, curandero, etc. Para rematar, en aquella época —se sabía— no era posible establecer un pueblo de lazarinos a barlovento de los centros de población, para evitar que la brisa transportara la «peste», y justamente Cusó se ubica a barlovento de Cartago (Malavassi, P., 2021).

Como una forma extrema de profilaxis, las autoridades trataban con especial cuidado las casas y objetos de los lazarinos. Un caso fue el de Ana Alvarado: el 9 de julio de 1821, el cabildo de Cartago acuerda dar «a las llamas todos los despojos y casa en que vivía Ana Alvarado, que ha fallecido en estos días, de resultas de su enfermedad lazarina… en precaución de que sus despojos y casa no contagian al restante del pueblo» (Malavassi, P., 2021). No solo se llegaba a quemar los despojos del enfermo. Durante la concepción de un proyecto llamado La Candelaria, en 1801, se contempló que las casas donde habitaban leprosos, se picaran sus paredes hasta una pulgada, por dentro y por fuera, «para que refaccionándolas queden como nuevas, y a este efecto se renovará también el piso y lavará repetidas veces con vinagre, maguey u otra cosa conocida contra el contagio» (Revista del Archivo Nacional, 1939).

Dentro de los esfuerzos locales para alcanzar una cura contra el mal, destaca el caso del doctor italiano Esteban Curti, que llegó a Cartago en 1790, justo el año en que nació Joaquina Lobo. El gobernador Tomás de Acosta, en testimonio futuro, menciona que Curti hizo esforzados experimentos para curar la enfermedad, sin haberlo conseguido, y agrega que el propio Curti declaró a esta enfermedad como «Mal de Lázaro». Está suficientemente documentado que el Dr. Curti, dio a conocer en Costa Rica las virtudes curativas de muchas plantas, y realizó curaciones asombrosas, por lo que gozó del aprecio y admiración de muchos. Sin embargo, era de personalidad muy controvertida, lo que llevó a ganarse el odio de otros, que lo tildaron de hechicero, hereje y apóstata. La consecuencia fue la acusación ante el Tribunal de la Inquisición y la expulsión del país.14

No fue sino hasta febrero de 1833 cuando se inauguró el primer leprocomio o lazareto en Costa Rica, ubicado en Pavas, con 32 enfermos. Después de abierto, se adoptó una legislación que establecía la pena de muerte para los fugados del centro médico. Se afirma que tres enfermos fueron juzgados y ejecutados por este «delito», para «escarmiento» de los demás enfermos (Jaramillo y de La Cruz, 1975). El lazareto de Pavas fue trasladado a una calle de La Sabana, donde permaneció desde 1877 hasta 1908. Finalmente, fue creado el Asilo las Mercedes en 1909, situado en Tirrases de Curridabat, y cerrado, en forma definitiva, a finales de la década de 1970.

Éxodo y agonía

Una vez que el ayuntamiento de Cartago, amparado en la Constitución de Cádiz, obligó a Julián Matamoros a llevarse a su esposa «sin admitírsele excusa ni pretexto», la familia tomó lo poco que podían llevar y abandonó la ciudad para siempre. Obligados por una enfermedad carente de diagnóstico certero, emprendieron el viaje «a través del desierto», dejando su hogar, su barrio, sus amigos, sus familias, su trabajo.

Se sabe que su primer destino fue Heredia (antes Villavieja), de donde también fueron expulsados, por el temor al contagio entre los heredianos. Finalmente, recalaron en San José y, para enero de 1824, ante consulta del cabildo josefino, Mateo Urandurraga,15 médico facultativo, dictamina que como Joaquina Lobo fue denunciada por sus vecinos, sería necesario practicarle un diagnóstico, para poder declararla enferma del mal de Lázaro; mientras tanto, recomienda que sea retirada a una parte donde las aguas de su casa y el humo de su cocina no alcancen a otras personas, para «aquietar el recelo y sobresalto» con que viven los vecinos de su barrio (Malavassi, P., 1999. Entre la marginalidad social y los orígenes de la salud pública. Leprosos, curanderos y facultativos en el Valle Central de Costa Rica (1784-1845). Tesis de Maestría en Historia. Universidad de Costa Rica).

El 5 de marzo, el cabildo josefino envió la orden de alejar a la mujer de Julián Matamoros de la ciudad, por las repetidas acusaciones de varios vecinos, y en mayo, el vecindario se queja de nuevo, porque, a pesar de la decisión del cabildo, Joaquina continúa viviendo en casa, con su familia.

Se entiende la resistencia de Julián Matamoros de no mover a Joaquina de su casa, pues a partir de marzo, la enfermedad la dejó postrada en cama, con el cuerpo hecho una llaga, y en tal tribulación, que en sus escasos susurros ya no pedía el milagro del agua bendita, sino el milagro de la muerte, que finalmente la liberó del martirio perpetuo, el 9 de noviembre de 1824, cuando contaba apenas con 34 años.

El acta de defunción, sin mencionar la causa de su muerte, agrega un dato cruel: «no recibió los sacramentos, por no haber dado tiempo la enfermedad». Evidentemente, al leproso ni siquiera se le aplicaba el viático, y una vez muerto, iba de la cama a la carreta y de la carreta al barro, envuelto en cal viva, sin ataúd, sin misa, sin rezos, sin amigos, en la soledad más absoluta.

Julián y sus hijos

De su hijo mayor, José Santana, no encontramos registros. Pero de Ana Josefa, sabemos que el 24 de noviembre de 1826, con 18 años, fue denunciada ante el cabildo josefino como lazarina, con la solicitud urgente de expulsarla de la ciudad. Sin embargo, el tema queda sin resolverse, pues dos años después, en octubre de 1828, se denuncian varios casos de lepra, entre ellos el de la hija de Julián Matamoros, que en ese momento vivía cerca del río Torres. Particularmente, se informa que, de los seis sospechosos lazarinos en la jurisdicción de San José, «todos son infelices,16 excepto la hija de Julián Matamoros, por la protección que tiene en él como es natural» (Malavassi, P., 1999). El párrafo anterior revela que Julián y sus hijos no eran vistos como personas miserables, por gozar de una condición económica benévola, gracias, principalmente, al trabajo de Julián como artesano constructor, y probablemente por haber trabajado en obras importantes. Todavía en marzo de 1829, se indica «que la hija del menestral Julián Matamoros está enferma presumiblemente de lepra» y a partir de este momento, no hay más rastros de ella, por lo que creemos que, en muy corto tiempo, corrió la misma suerte que su madre.

Dos años después de la muerte de Joaquina, superado el estigma que recaía sobre Julián de haber sido marido de una leprosa, pero sin haber adquirido el contagio, establece una relación con doña María Josefa Castro Valverde, con quien se casa en San José, el 2 de diciembre de 1826. De este matrimonio hubo numerosa descendencia.

Con muchos hijos que mantener y con una hija lazarina, Julián hizo trabajos de construcción, reparación e inspección, en edificios importantes como la factoría de tabacos, el cuartel, la casa de enseñanza de Santo Tomás, el edificio de sesiones de la Asamblea Legislativa, el puente de arco sobre el río Virilla, etc.

Por su parte, en el libro inédito de Ana Isabel Herrera Sotillo (Descubriendo la Catedral de San José), se menciona que, en el año 1854, Julián Matamoros participó en tres proyectos como inspector de obras para la Catedral. El último de ellos fue el 17 de agosto de 1854, cuando formó parte de un comité compuesto, entre otros, por Joaquín Bernardo Calvo, Joaquín Mora (hermano de Juan Mora Fernández), Mariano Montealegre, y por supuesto, Julián Matamoros, con el fin de evaluar siete obras distintas del templo.

Para esta época, Julián contaba con casi 70 años, y son estos los últimos registros que encontramos de su vida. Falleció, viudo, en San José, el 11 de septiembre de 1871, a los 86 años (datos de FamilySearch.org).

Epílogo

¿Padecía o no Joaquina del temible mal de Lázaro? Lo más probable es que sí, pero de haber contado ella con un diagnóstico científico, quizás sabríamos si enfermó de lepra, u otro mal, por ejemplo, cáncer de piel. Ante la presunción de «culpa», la sociedad se cebó con ella acusándola de lazarina y condenándola al ostracismo.

Aunque recibió alegrías antes de enfermar, sus aflicciones se multiplicaron como tormentas, en una vida muy corta. Una vez tocada por la lepra, como la cierva del salmo fue a buscar corrientes de agua, no para saciar la sed, sino para encontrar la cura, sin advertir que aquel momento, era ni más ni menos que el inicio de su triste final.

Hace doscientos años, no podía la ciencia, como hoy, hermanarse con la fe y, juntas, obrar milagros. En el caso de la lepra, adquirido el mal, la persona estaba condenada a permanecer sin esperanza de cura el resto de su vida. Nadie resumió mejor esta precariedad humana que el gobernador Tomás de Acosta, cuando dijo, en 1806: «herido de la enfermedad, no hay más remedio que morir despedazado».

Quiso la ironía, sin embargo, que aquellos poquitos años de Joaquina, fueran escritos en letras doradas en nuestra historia patria, cuando se vivían los últimos aires coloniales y se estaba gestando, no siempre de forma pacífica, el embrión de la Costa Rica republicana.

Cuando Joaquina era joven y visitaba el manantial de la Virgen sin ocultarse, los destinos de la provincia, los regía Tomás de Acosta, uno de los mejores gobernadores del período colonial. A su vez, por aquellos años empezaban a gatear personajes de peso como Braulio Carrillo, Anselmo Llorente y Lafuente, Anacleta Arnesto, Joaquín Bernardo Calvo, Teodora Ulloa y Gertrudis Peralta.

Antes de enfermar, Joaquina disfrutaba al máximo de su vida, y un momento especial lo constituían los viajes en carreta y caballo a Ujarrás, donde vivían los Castillo, sus parientes, y donde los esposos se solazaban en su pequeña propiedad. Por su parte, toda vez que Cartago exaltaba su fidelidad a la corona española, Joaquina y Julián se dejaban llevar por la euforia ciudadana para disfrutar de momentos irrepetibles, como las fiestas reales por la jura del rey Fernando VII, o las muestras masivas de apoyo a España, ante la invasión del odiado Napoleón Bonaparte, o la cruenta guerra anglo-española.

Joaquina fue testigo no solo de las glorias y tristezas de España. Cuando joven, se conocieron en Costa Rica los primeros cultivos de café, pero también las últimas villanías de los zambos mosquitos, y fue aquella una época increíble, cuando las frecuentes plagas de langostas se controlaban a punta de oraciones, tambores y humaredas. Los ojos de Joaquina, iluminados en su juventud, pero ingratamente listos para el martirio futuro, vieron horrorizados los últimos ahorcados en la Plaza Mayor, y con pavor de fin de mundo, la sublime lluvia de las Leónidas, al morir el siglo.17

Pero su mayor suerte, como testigo de excepción de la historia de Costa Rica, fueron aquellos frenéticos días de octubre de 1821, cuando el país se desencadenaba de España, para abrazar la Independencia y empezar el largo idilio con la libertad. Joaquina y Julián, arrebatados por el ardor popular, se sumaban a la multitud que, sin dormir por una semana, se tiraba de la cama al son de dianas, repique de campanas y salvas de artillería, mientras a media mañana, frente a los altares iluminados de la Parroquia, juraba la Independencia de Costa Rica, con canto de coros y el obligado Te Deum. La música y la fiesta no cesaban, y al llegar la noche, la ciudad, comúnmente en tinieblas, se transformaba en un faro intramuros, por las incontables antorchas en los corredores de la Sala Consistorial, la Plaza Mayor, las calles y las casas.

Es verdad que, en Joaquina Lobo, por más intensa que fue su búsqueda, no se obró el milagro que esperó con fervor. Sin embargo, pese al drama físico y emocional de vivir con el estigma de la lepra, en época tan difícil y sombría, dentro de ella habitaba un espíritu invulnerable. Su capacidad de resiliencia engendró un valioso legado: una lucha sin tregua contra la peor de las enfermedades; pero también contra una sociedad que atacó su mal sin piedad.

Fue Joaquina la imagen viva del sufrimiento. Su conmovedora vida permaneció oculta en un escondrijo de la historia, pero quiso el destino que emergiera de nuevo, como una llama entre las grietas de la tierra, porque, al fin de cuentas, el caso de Joaquina Lobo es un insólito ejemplo de lucha; pero ante todo una historia de resurrección.

Notas

1 Por «La pilita» se conoce una toma de agua para los feligreses, ubicada en el sector sureste del Santuario de la Virgen de los Ángeles. Esta agua proviene de un acuífero, del cual brota un manantial, a cuyo lado está la piedra del hallazgo donde, según la tradición, apareció la imagen de la Virgen de los Ángeles a una niña mulata, hacia el año 1635. El autor tiene en preparación un artículo acerca de la historia de este acuífero y «La pilita», que pronto será publicado.
2 En algunas biblias, en español, dice cierva y en otras, ciervo. Esta dicotomía se entiende por la traducción de las primeras biblias del hebreo al latín, tema muy bien explicado en el artículo: ¿Cervus o Cerva? de Isaac García Expósito. En él no solo se comenta el porqué de la ambigüedad, sino también se incluye una exégesis del propio Jerónimo de Estridón (c. 340-420), también llamado San Jerónimo, traductor de la Biblia del griego y hebreo al latín, donde explica el primer versículo de este salmo, en estos términos: «Propio es de los ciervos despreciar el veneno de las serpientes; es más: con sus hocicos las hacen salir de sus madrigueras para matarlas y descuartizarlas; y cuando el veneno de estas comienza a arder en su interior, no llega a causarles la muerte, pero despierta en ellos una ardiente y devoradora sed; entonces anhelan los hontanares y en aquellas purísimas aguas extinguen el ardor de ese veneno».
3 Chircagres o Churuca, nombres antiguos del actual distrito San Rafael del Cantón Oreamuno.
4 Cuadro pastoril idealizado, a partir de datos provenientes de: Sanabria, V. (Historia de Nuestra Señora de los Ángeles. Editorial Costa Rica, 1985), Calvert, P. y A. (A Year of Costa Rican Natural History. The Macmillan Company, 1917), Gagini, C. (Diccionario de costarriqueñismos. Imprenta Nacional, 1919). Figueroa, J. (Plano de la ciudad de Cartago 1821-1841. Álbum de Figueroa. Archivo Nacional). También, información suministrada al autor por Armando Estrada Ch., botánico del Herbario Nacional (Museo Nacional), acerca de la flora en las colecciones de Cartago Centro, con registros desde 1887; índice de los protocolos coloniales de Cartago, crónicas de periódico (siglos XIX y XX), tradición oral, aportes del autor.
5 Para más información acerca de Joaquín de Oreamuno, consulte el libro: Carbonell, J. (1994). Don Joaquín de Oreamuno y Muñoz de la Trinidad. Vida de un monárquico costarricense. EUNED.
6 Uno de los nombres populares de la lepra. Véase la nota 12.
7 Aunque en Costa Rica ya estaba aprobada la primera constitución provisional (el Pacto de Concordia, promulgado el 1 de diciembre de 1821), para muchos efectos aún regían los artículos de la constitución española de Cádiz, de 1812. El artículo 321 de la Constitución de Cádiz, se refiere a las obligaciones de los ayuntamientos, cuyo primer inciso indica que el ayuntamiento debe velar por la policía de salubridad y comodidad de los ciudadanos, y el segundo, por la seguridad de las personas, sus bienes, y la conservación del orden público.
8 Sanabria, V. (1957). Genealogías de Cartago hasta 1850. Y FamilySearch.org.
9 Las capellanías fueron instituciones piadosas al servicio de las almas de sus fundadores, familiares y clérigos allegados. Consistió en la asignación de bienes patrimoniales para la ejecución de misas por la memoria del fundador y sus familiares. El fundador designaba un patrono para administrar la capellanía y mantenerla en condiciones económicas estables. El objetivo era contener la desintegración de los caudales familiares, pero también favorecer alguna obra pía, como la celebración de una fiesta religiosa o el mantenimiento de una lámpara del Santísimo. Los bienes de las capellanías contribuyeron al crecimiento económico regional, mediante la inversión en actividades productivas. (Marulanda, J. 2012. La «economía espiritual» en Antioquia. Las funciones de las capellanías entre los siglos XVII-XVIII).
10 Conocemos la dirección de la casa porque, afortunadamente, está incluida en el «Plano de la ciudad de Cartago según la división de la propiedad, 1801-1821», en Álbum de Figueroa. Reproducido por el Instituto Geográfico Nacional.
11 Gerhard Henrick Armauer Hansen (1841-1912) fue un médico noruego, conocido como el descubridor, en 1873, de Mycobacterium leprae, el agente causante de la lepra o «mal de Hansen» (Wikipedia).
12 Este San Lázaro no corresponde a Lázaro de Betania, el resucitado por Jesús, sino a Lázaro el mendigo, protagonista de la parábola del rico y el mendigo, en el Evangelio de Lucas (Lc 16,19-31), y considerado por la Iglesia católica como santo patrono de los mendigos, los leprosos y de toda persona con enfermedades en la piel.
13 Organización Panamericana de la Salud. (2021). Combatir la Lepra, acabar con el Estigma y advocar por el Bienestar Mental es el tema de 2021 del Día Mundial contra la Lepra.
14 Para más información acerca del Dr. Esteban Curti y los resultados del juicio en su contra, consulte el artículo: Valladares, M. (1939). La causa del Dr. Esteban Corti, alias Curti. Revista del Archivo Nacional de Costa Rica. Núm. 3-4, enero-febrero. Y Fernández, F. (1988). El doctor Esteban Curti y la inquisición en Cartago. Lima, Perú.
15 Mateo Tristán de Urandurraga y Basaguren (1793-1827). Nació en Ochandiano, Vizcaya, País Vasco. Llegó a Costa Rica atraído por la explotación minera del Monte del Aguacate, y propuso establecer un beneficio público de metales y una casa de la moneda. Entre 1823 y 1824, participó como encargado de un «Cuño Provisional», conocido como Ingenio San José de los Horcones, en Alajuela. Murió en Heredia, el 9 de febrero de 1827, a los 34 años. Aunque citado por el cabildo josefino como médico facultativo, no encontramos otros datos de su función en la medicina.
16 Es decir, menesterosos.
17 Las Leónidas son una lluvia de meteoros que se produce cada año, en el mes de noviembre. Reciben ese nombre porque los meteoros parecen provenir de un lugar de la constelación de Leo. El año que señalamos es 1799, cuando fueron descritas por Alexander von Humboldt y Amadeo Bonpland, en Cumaná (Venezuela); estos sabios declararon que «millares y millares de estrellas fugaces y bólidos de fuego cayeron durante cuatro horas consecutivas» (información de Wikipedia y Fundación CIENTEC).