Un hombre de gustos «delicados»

Cuando lo conocí, nunca me imaginé que tendría una colección de mariposas muertas pegadas en la pared de su sala. Todas de especies diferentes, con las alas intactas y el cuerpo clavado por un alfiler finísimo a la superficie de un cuadro a la medida. Rubén es de gustos «delicados», por llamarlos de alguna manera.

Cada una de las mariposas estaba cuidadosamente escogida por hábitat natural y densidad de población silvestre, me dijo alguna vez. La primera vez que subí a su departamento, la vastísima colección de insectos inmóviles me sorprendió: de primera impresión, parecía que estuvieran todavía vivas, pegadas a la pared.

Los vidrios de cada cuadrito son completamente traslúcidos, y parecen no tener marco hasta que te acercas a mirar. La verdad es que yo no tenía intención de entrar: el repartidor de pizza se había confundido de timbre, y decidí tenerle una cortesía al vecino nuevo. Qué caro me salió.

Anticuario de clóset

Rubén se describía a sí mismo como «anticuario de clóset». Sobre todo, porque tenía el registro más vasto en su conocimiento de especies de insectos con alas, que conservaba para sí como si se tratara del último vestigio de diversidad en el mundo. Especialmente de mariposas, que le parecían «sencillamente fascinantes».

El día que le llevé la pizza no fue el último que nos cruzamos. Me lo encontraba en la jaula de lavado seguido —porque estaba en el sótano del edificio—, y me pareció curioso que el vecino de enfrente tuviera los mismos horarios de lavandería que yo (a las 4:30 de la madrugada). Muy pronto me sentí incómoda con sus pláticas de tres pesos, así que decidí cambiar a las 4:30 de la tarde (cuando se supone que la gente está en la oficina). Como trabajo en línea, realmente no importa a qué hora lave la ropa. Para mi sorpresa, a las dos semanas se presentó con su bote de ropa sucia a la misma hora que yo.

Volví a cambiar el horario, ahora a las 10:30 de la noche. Cuando se presentó ahí mismo, desistí: me puse audífonos y fingí no escucharle entrar. No sé si me hizo plática; no sé si se enteró que no me interesaba escucharle. Lo cierto es que unos días más tarde me llevó, directo a la puerta de mi departamento, una cajita perfectamente envuelta con un moño traslúcido. Tocó el timbre y, antes de que pudiera saludarlo, extendió los brazos ofreciéndomela:

—Es un ejemplar que me trajeron de Brasil. Justamente hoy, hace dos años —hizo una pausa breve—. Si no te gusta, la podemos cambiar por algo más «interesante».

Su sonrisa acerada me erizó la espalda.

Insectos muertos en la pared

No sé cómo, pero Rubén me llevó a su departamento para enseñarme los ejemplares más raros que tenía en su colección. Me dijo, uno por uno, los nombres de cada una de las mariposas que tenía colgadas en la pared de la sala. Me impresionó que se las supiera de memoria, así como su lugar de origen y estado de conservación. A la media hora, me sorprendí a mí misma en su bodega personal.

Era como entrar a una crisálida. Repleta de insectos alados gigantescos, me asqueó que parecían devolverme la mirada con los ojos que tenían impresos en las alas. Incluso, me mostró una especie de mariposa extinta a principios del siglo XX. Oriunda de San Francisco, era un ejemplar rarísimo de mariposa azul de Xerces, que algún aficionado le había cedido porque le ocupaba demasiado espacio en el desván. Mirándola con parsimonia, se lamentó:

—Perdimos una pieza del rompecabezas de la biodiversidad.

Y me pareció rarísimo, siendo que él pedía ejemplares que todavía revoloteaban por ahí para colgarlos en su acervo particular. La Amazonía se quedaba corta de especies aladas a comparación de los archivos extensísimos que Rubén tenía en su casa. La sala no era el único lugar donde guardaba los especímenes que recolectaba de alrededor del mundo. Recordé que alguna vez —en la inefable jaula de lavado— me confesó, casi por error, que nunca había salido de la Ciudad de México.

Cuando tuve la primera oportunidad, le inventé que había dejado algo en el horno y que no podía quedarme más tiempo viendo su colección. Pero que se lo agradecía muchísimo, «de veras». En su mirada distinguí una sombra de decepción. Para ese momento, sus sentimientos eran la última de mis preocupaciones: yo solo quería salir de ese capullo de cristal lo antes posible. No me di cuenta de que, sin querer, dejé la cajita perfectamente envuelta sobre la mesa de café en la sala.

Ecocidio

Pasaron meses antes de que volviera a saber de Rubén. Aunque me daba paz no encontrármelo en mi momento de lavado —que casi se hizo sagrado en aquel silencio—, sentía cierta inquietud de que no se había aparecido en un muy buen rato. Una vez, yendo al súper, encontré una lona afuera del edificio diciendo que se rentaba un departamento de 180 m2, justo en mi mismo piso.

Esa noche, le marqué al arrendador. Cuando me contestó, sentí un alivio muy extraño en su voz:

—¿Cuándo viene a verlo? —me insistió.

Quedamos en encontrarnos en el lobby esa misma tarde. Cuando nos conocimos, fue demasiado amable conmigo. En la Ciudad de México, esas actitudes generan más desconfianza que familiaridad. Al subir, me condujo por el pasillo hasta el departamento de Rubén. Asumo que percibió resistencia de mi parte, porque inmediatamente me preguntó que si algo estaba mal.

—Nada, es que aquí vivía mi vecino.

El señor apretó la sonrisa:

—Ah, entonces lo conoció.

Honestamente, no sé por qué entré al departamento. En el lugar en donde habían estado las mariposas, solo quedaba un rastro ligerísimo de polvo. Le pregunté que qué había pasado con el inquilino anterior, y me dijo que había tenido un ataque de diabetes:

—Lo encontramos tirado en el piso, debajo de un montón de vidrios y papelitos de colores. Sus familiares vinieron por él esa misma tarde, pagaron lo que faltaba y no me han devuelto la llamada.

Me imaginé a Rubén, completamente tieso, debajo de todas sus mariposas muertas. Tuve que ahogar una risita: tal vez habían sido ellas quienes lo habían clavado al piso en esta ocasión. Al entrar a mi departamento nuevamente, me encontré con la cajita perfectamente envuelta sobre la mesa del recibidor.

La aventé por la ventana.