He elegido seguir este tema porque desde un punto de vista sociocultural percibimos diferencias significativas a nivel comportamental y psicológico al comparar las generaciones precedentes a los medios sociales y las nuevas generaciones que han crecido en un mundo más virtual. La virtualización de las relaciones sociales se manifiesta como el diferenciador más importante en estas comparaciones. No digo que este es el único factor que determina las diferencias, pero afirmo que es uno de los más importantes. Por este motivo, una de las preguntas que tenemos que hacernos es: ¿cuáles son las implicaciones de la virtualización de las relaciones sociales a nivel personal y qué posibilidades y problemas se crean con la virtualización misma definida como relaciones a distancias mediatizadas por tecnologías como las redes sociales?

Antes de iniciar el tema específico, detengámonos en el término «virtual» que conlleva una posible realidad no completamente real que además puede convivir con infinitas otras realidades siempre virtuales entre las cuales podemos transitar libremente. Virtualizar significa también imaginar y/o suponer la posible existencia de algo que no es y que podría ser, pero que asumimos como menos real. Un universo que pertenece a lo imaginable, posible al mismo tiempo maleable y fácilmente alterable y al cual podemos renunciar sin problemas en cualquier momento. Una oferta inagotable de posibilidades que no requieren ningún compromiso.

Una de las áreas problemáticas es que nuestra identidad personal se concretiza y hace evidente mediante las interacciones sociales directas, que nos llevan a elegir, formar parte y tener un sentido concreto de quiénes somos. Las relaciones a distancia no tienen el mismo significado emocional y esto determinaría una identidad fluida o menos concreta como postulado por ejemplo por Bauman, sociólogo y filósofo polaco, que dio nombre a este fenómeno, hablando de la sociedad liquida y entendiendo con este concepto la fragilidad de las realidades múltiples o virtuales y su reflejo directo en nuestro modo de ser y actuar social.

Este tema me lleva a pensar en mi infancia, donde todos se conocían entre ellos y cada persona tenía sus características bien definidas. Cada acto interactivo implicaba una reacción inmediata, que nos mostraba como era el mundo social y cual era nuestra posición ante este, junto con los posibles instrumentos para cambiar o incidir en cómo reaccionaban los demás. Este juego social era la base de nuestra identidad y aprendíamos cotidianamente lo que significaba ser parte de ese contexto, lo que nos hacía un poco más robustos día tras día. Cada encuentro y diálogo era por definición directo e innegablemente «real».

En todas las relaciones, existen una infinidad de conceptos contrapuestos: el bien y el mal, la transparencia o la falsedad, efecto inmediato o aplazado y, entre otros también, la cercanía y la distancia. En la vida real, la cercanía es siempre la negación de la distancia. En cambio, en el mundo virtual, en las redes sociales, uno está y no está al mismo tiempo y ese uno o yo, se fracciona entre el yo presentable y el yo oculto, ya que la distancia, que persiste en el contacto, hace posible este fenómeno. Es decir, en este escenario, asistimos a una disociación no sólo entre lo que somos y pretendemos ser, sino que además entre nuestros actos y sus implicaciones inmediatas, haciéndonos menos responsables y conscientes de las implicaciones y efectos que estos actos tienen o pueden tener en los demás y en nosotros mismos.

El yo presentable cambia, en muchos casos, de interacción en interacción y acomodamos nuestra personalidad a la situación en que nos encontramos con una facilidad, que hace todo irreal. Los niveles de plasticidad en este sentido han superados los límites y dimensiones que conocíamos en el pasado. En muchos casos, la imagen personal, que se trasmite, no es una imagen verdadera de uno mismo, sino una alternativa cambiable a las exigencias del caso y deja en nosotros elegir quiénes somos o pretendemos ser. Se usan por ejemplos fotos que pertenecen a otras personas o se presenta un perfil que no refleja nuestra situación personal como estado civil, edad, profesión, etc. convirtiéndonos en un avatar entre muchos posibles de nosotros.

La virtualidad hace posible la superficialidad, la falsedad y el engaño, alterando el concepto de mundo, de una realidad que se impone y nos obliga a adaptarnos, a una realidad fácilmente alterable, casi opcional, donde sin mayores resistencias, nos acomodamos y modificamos. Pero la realidad virtual es en sí insuficiente y la interacción directa con el mundo real es necesaria para la sobrevivencia y esto provoca una nueva y reciente división a nivel de identidad, que refleja el abismo que hemos creado entre estas dos dimensiones: la virtual y la factual. Una de las contradicciones es por ejemplo sentirse aparentemente fuerte y ser emotivamente débil.

La causa de esta divergencia es explicable, usando como imagen el curso de las aguas de un río: en el ambiente real, la resistencia de terreno obliga a dar vueltas y saltos y sin resistencia alguna, en el mundo del deseo, el río impone su propio curso aparentemente ideal, como realidad virtual sin ser realidad o sin existir objetivamente, y así en lo virtual, nos proyectamos y en el mundo concreto nos adaptamos y tomamos forma, definiéndonos como individuo. Es decir, asumiendo una identidad concreta, templándonos. Uno de los indicios de debilidad emocional es la incapacidad de afrontar conflictos interpersonales de manera asertiva y este fenómeno se manifiesta sobre todo entre los jóvenes que están completamente «absorbidos» en el mundo virtual. Otro indicio es la falta de intereses concretos y planes futuros que den dirección a la identidad. La falta de planes concretos, proyectividad futura surge como una de las características de las nuevas generaciones.

En el cine o en el teatro, los actores viven un drama ficticio y su modo de ser y realidad, cambia de drama en drama, ya que usan nuevas máscaras y asumen nuevos roles. El mundo virtual es una escena teatral sin realidad circundante, se actúa en un vacío, donde nos convertimos en actores doblemente ficticios de un drama sin público y también, en un ser sin carácter, ya que este último se esfuma al desaparecer todas las exigencias, compromisos y realidades.

La relación entre virtualidad e identidad no está aún bien estudiada, pero la predominancia del mundo virtual trae y traerá una secuela de implicaciones interesantes. En cada persona existe un equilibrio entre identidad y emocionalidad y la posibilidad de cambiar identidad arbitrariamente, nos hace emocionalmente más dóciles y plásticos. Por otro lado, la juventud siempre ha ocupado un espacio abierto donde puede experimentar libremente y esto es importante, porque permite innovar, crear nuevas formas de ver el mundo y nuevas posibilidades. Pero esos espacios han sido siempre poblados por otros jóvenes que compartían el mismo tiempo y lugar y con los cuales se tenía una relación directa e intensa y esta dimensión falta en el mundo virtual.