Hay que defender la democracia, nos dicen los que ocupan la cúspide del poder. ¿De qué hablan?, preguntan los que luchan a diario por comer.

Democracia proviene de las palabras griegas demos, es decir, las personas, y kratos que significa poder; por lo que puede ser definida como «el poder del pueblo»: supuestamente una forma de gobernar que depende de la voluntad del pueblo. Hay tantos modelos diferentes de gobierno democrático en todo el mundo que a veces es más fácil de entender la idea de democracia en términos de lo que definitivamente no es: no es la autocracia o la dictadura, donde una persona gobierna; y no es oligarquía, donde lo hace un pequeño segmento de la sociedad.

La democracia incluso no debiera ser la «regla de la mayoría», si eso significa que los intereses de las minorías son ignorados por completo. La democracia, al menos en teoría, es el gobierno en nombre de todo el pueblo, de acuerdo con su «voluntad». Pero su contenido fue muy vaciado, sobre todo en las últimas décadas, hasta perder todo sentido para remitir a la realidad. La voz democracia se usa para justificar incluso cruentos golpes de Estado que se dan en su sacro nombre, lo cual es por demás perverso. Hoy es un término muy devaluado.

Los sistemas democráticos debieran ser inclusivos, incluyendo a más personas en la toma de decisiones, y necesariamente debe mejorar la «voluntad» democrática, y dar al pueblo más poder real, abandonando su situación de mero espectador, lo que algunos llaman «democracia participativa».

El francés Jacques Rancière narraba que la propia palabra democracia fue primero un insulto inventado en la Grecia Antigua por quienes veían en el innombrable gobierno de la multitud la destrucción de cualquier orden legítimo. Y algunos milenios después, hoy se exalta un concepto reduccionista de democracia, que encierra y congela la soberanía y la participación popular en un palacio presidencial y/o un hemiciclo parlamentario.

Winston Churchill afirmó hace casi 75 años que la democracia era la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las demás que se habían intentado.

Hoy sufrimos el agotamiento de estos sistemas políticos revitalizados y revalorizados a fuerza de publicidad en las últimas décadas, dejando a la intemperie un cascarón vacío. Los políticos profesionales, que usufructúan las instituciones «democráticas», alardeaban que con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura.

«La democracia no significa mucho si tienes hambre o estás sin hogar, o no puedes cuidar de tu salud o si tus hijos no pueden ir a la escuela; incluso si tienes un voto, la democracia no es eficaz», señala Susan George, presidenta de ATTAC, el movimiento altermundialista que promueve el control democrático de los mercados financieros.

Los estallidos sociales en «Nuestramérica» y las colas del hambre en Europa dejan en claro la falta de veracidad de las instituciones dizque democráticas, y revelan que ellos son parte, junto a las trasnacionales de la digitalización y la vigilancia, de esta alianza mundial que, tras asesinar la verdad, ahora se dedica a tiempo completo al asesinato de la democracia.

¿Un fetiche?

Tal vez ningún término usado recurrentemente en el espacio público fue ultrajado de tal manera que no sólo fue vaciado de contenido, sino que perdió todo sentido para remitir a la realidad. La voz democracia se usa indistintamente en los debates teóricos y políticos, pero premeditadamente se omite su carácter ilusorio y la falta de asideros históricos y empíricos para privilegiar, ante todo, una perspectiva de deber ser, de aspiración, que difícilmente se consuma.

En tanto ideología, la noción de democracia se emplea como un instrumento de legitimación de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Más cuando desde 1968 el capitalismo fue cuestionado a fondo por las clases medias ante las promesas incumplidas luego de 200 años de prácticas y experiencias derivadas de su proceso civilizatorio, señala el mexicano Isaac Enríquez Pérez, en El carácter fetichista de la ideología de la democracia.

Despojarnos de la ideología de la democracia en su vertiente convencional, reduccionista, electorera y utilitarista es una condición esencial para reivindicar a la praxis política y para desentrañar las causas últimas y profundas de los problemas públicos que nos asedian. Sin ese ejercicio teórico y político se corre el riesgo de postergar el extravío de las sociedades contemporáneas y de dejar el futuro en manos de élites que usufructúan dicha voz, al tiempo que con ella encubren sus intereses creados, su trivialidad y la depredación de lo público, dice el académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Muchas veces nos preguntamos en qué mundo (sobre)vivimos. El Institute for Policy Studies, dedicado al análisis de la desigualdad, recreó un modelo de representación del mundo adaptado a una aldea de 100 habitantes. Manteniendo las proporciones globales, este reducido planeta se compone de 57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas del hemisferio oeste, y ocho africanos; 52 mujeres y 48 hombres; 70 no blancos; 70 no cristianos; 89 heterosexuales y 11 homosexuales.

De las 100 personas, 80 vivirían en condiciones infrahumanas, 63 serían incapaces de leer, 50 sufrirían de malnutrición, y solo seis personas poseerían el 62% de la riqueza de toda la aldea. Un mundo boca abajo es en el que intentamos manejarnos, en nombre de la sacrosanta democracia.

En lucha por la (¿cuál?) democracia

Estados Unidos avanzó con el arte de convertir sus guerras de conquista en civilizadas formas de organizar el mundo y ordenarlo a su superior modo. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea lo tienen en el centro de su discurso público: democracia y derechos humanos. Todo se hace, se justifica, se impone, en nombre de ellos y de su defensa. La otra cara: las intervenciones humanitarias, la guerra contra «el terrorismo», contra los gobiernos que no aplican los derechos humanos, contra los «estados delincuentes». Obviamente desde la manipuladora visión de Washington y sus repetidoras.

A un lado la democracia, la de verdad, la buena; al otro lado, el totalitarismo, el mal. El enemigo es totalitario; el amigo es demócrata. ¿Quién define la democracia como democracia y quién define los derechos humanos como derechos humanos? Quién tiene poder para ello: Estados Unidos y sus aliados, señala el español Manolo Monereo. El poder de definición es centralmente punitivo y se impone como discurso disciplinario. Quienes no lo siguen son autoritarios, fascistas, enemigos de la libertad. Quienes dudan, cuestionan, critican, denuncian son lo peor de lo peor: quinta columna, tontos útiles, agentes, añade.

Desde nuestros televisores o dispositivos digitales uno se ve bombardeado por la casi unánime pasión por justificar la guerra en nombre de la democracia, los derechos humanos y de la paz. Y nos viene a la memoria Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, que merecieron el mismo tratamiento por similares o parecidos operadores y quedaron en el imaginario colectivo como los estados delincuentes, y no como víctimas de agresiones y guerras geopolíticas para apoderarse de los recursos de esos países.

El presidente estadounidense Joe Biden se dio el lujo de convocar una cumbre para aleccionar a sus pares de todo el mundo sobre la democracia y sus enemigos. Fue un fiasco. Volvió a repetirlo con sus pares americanos. En setiembre anterior, el ultraderechista Robert Kagan advertía en el Washington Post que EEUU se encaminaba a una grave crisis política y constitucional que ponía en peligro la democracia y amenazaba con llevar al país de nuevo a la guerra civil (si Trump no ganaba las elecciones en 2024).

En mayo de 2022, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) alertó sobre posibles detonantes de la violencia extremista en el país, en los próximos seis meses, poniendo como causales la inminente decisión de la Suprema Corte sobre el aborto, el aumento de las llegadas de migrantes en la frontera con México y las elecciones legislativas intermedias. El DHS llama así la atención sobre la amenaza que supone el extremismo violento doméstico, un cambio respecto de las alertas sobre el terrorismo internacional que fueron una seña de identidad de la agencia, tras su creación después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

De hecho, las amenazas procedentes del extranjero sólo se mencionan de pasada en este boletín, el cual señala que partidarios de la red Al Qaeda están detrás del enfrentamiento del pasado enero en una sinagoga de Colleyville, Texas. Y menciona que el grupo extremista Estado Islámico llamó a sus partidarios a perpetrar ataques en Estados Unidos para vengar los asesinatos del líder y el portavoz del grupo.

Para principios de junio de 2022, Biden convocó a una Cumbre americana, pero excluyó a tres países (Nicaragua, Venezuela y Cuba), en un comportamiento que estuvo siempre presente a lo largo de una historia plagada de guerras y de una diplomacia de fuerza en la región, llena de reconocimientos a regímenes dictatoriales (como los de Trujillo, Somoza, Batista, Pérez Jiménez, Pinochet, Videla entre muchos otros). También derrocando a gobiernos legítimos, constitucionales y democráticos, como el de Jacobo Árbenz en Guatemala; Joao Goulart en Brasil; Salvador Allende en Chile; Manuel Zelaya, en Honduras, y Evo Morales en Bolivia. Y fallando en derrocar a otros (Fidel Castro en Cuba, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela).

En Estados Unidos, todo lo relativo a los países de América Latina y el Caribe, está lamentablemente en manos de senadores, diputados y lobbies de empresarios que responden, casi todos ellos, a la poderosa mafia cubana de Miami que pesa, y mucho, en el anacrónico Colegio Electoral de los puritanos demócratas y republicanos del norte.

El gobierno de Washington y las corporaciones a las que sirve fueron los promotores de las sangrientas dictaduras derechistas en la región desde el siglo 19, así como los principales promotores del tan mentado «comunismo» y de la realidad social, política y económica actual de Cuba y Venezuela. Y el relato sigue siendo el mismo que durante la Guerra Fría, aquella que murió junto con la disolución de la Unión Soviética en 1991. Un botón quizá sirva de muestra: el gobernador de Florida firmó una ley para enseñar sobre los males del comunismo en las escuelas. Y todavía creen que Vladimir Putin es comunista…

La impunidad, madre de todas las corrupciones, ha sido reforzada por una especie de Síndrome de Hiroshima, por el cual todos los años los japoneses le piden perdón a Washington por las bombas atómicas que los estadounidenses arrojaron sobre ciudades llenas de inocentes, señala el pensador Jorge Majfud. Gran parte de América Latina ha sufrido y sufre el Síndrome de Hiroshima por el cual no sólo no se exigen reparaciones por doscientos años de crímenes de lesa humanidad, sino que la víctima se siente culpable de una corrupción cultural inoculada por esta misma brutalidad, añade.

Estados Unidos se está convirtiendo en un problema para el mundo. Su declive se puede frenar, desviar y aplazar, pero el mundo unipolar hegemonizado por la Administración norteamericana no volverá. Sin dudas hay alguna relación directa entre la crisis de esa singular democracia y la política imperial que EE.UU. organiza, mantiene y dirige, entre un país que se encamina a una guerra civil –dicen ellos que- inminente y el impulso belicista de un gobierno que se niega a reconocer que el mundo está cambiando sustancialmente.

En 2007, Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter, hablaba del despertar global en su libro La segunda oportunidad: «El despertar político global es históricamente antiimperial, políticamente antioccidental y emocionalmente antinorteamericano en dosis crecientes. Este proceso está originando un gran desplazamiento del centro de gravedad mundial, lo que, a su vez, está alterando la distribución global de poder con implicaciones muy importantes de cara al papel de EE.UU. en el mundo.»

Se dice que los derechos humanos no se respetan en Rusia y China y que las libertades públicas no están garantizadas efectivamente en esos países. Sería muy bueno un amplio debate público sobre los procesos de democratización política y social en los diversos países y sobre el efectivo ejercicio del autogobierno de las poblaciones.

Lo que no se debe hacer es usar el concepto de democracia que imponen las clases dirigentes de EE.UU. y Europa para demonizar al enemigo geopolítico y convertirlo en instrumento discursivo que justifique las guerras, que siempre son una violación masiva de los derechos humanos y que no sirven para imponer regímenes políticos democráticos, sino a tiranos títeres de Washington.

Nada será como antes. Se abre una época histórica nueva y radicalmente diferente a la actual. Las grandes civilizaciones humilladas y colonizadas durante siglos por las grandes potencias imperiales vuelven a ser sujetos autónomos y activos en un mundo que cambia aceleradamente.

Hoy el racismo está mal visto y si uno asume el desarrollo de China, es mejor no entrar en valoraciones. Dicen que los chinos, amarillos, son autoritarios, propensos a la corrupción y no se dejan aconsejar. Quizá un baño (o una ducha) de humildad sirva para tener una visión más modesta y real sobre el funcionamiento de los sistemas ajenos y de sus propias democracias y no ir dando lecciones a los demás de cómo organizar sus sociedades y sus sistemas políticos. Y menos organizando guerras para imponer su modelo.

Aunque en las sociedades democráticas siguen teniendo todos los derechos políticos formales de voto, libertad de expresión, etc. esos derechos ya no garantizan un poder real de influenciar mínimamente en las decisiones políticas. EE.UU. no es una democracia, sino una oligarquía, y la situación en la Unión Europea no es muy diferente, partiendo de la base de que nunca fue un proyecto democrático, sino de integración económica sin integración política. A consecuencia de sus déficits, los países europeos están dejando de ser democracias.

La responsabilidad de Europa parecía ser muy grande. Parece elegir ser parte de lo nuevo que emerge y no encadenarse a la defensa del mundo unipolar dirigido por los EE.UU. Quizá sea el actual conflicto entre la OTAN y Rusia el que marcará el futuro.

A fines de junio de 2022, la Organización del Tratado del Atlán­tico Norte (OTAN) aprobó la hoja de ruta, o Concepto Estratégico para la próxima década presentado por Estados Unidos, en la que señala a Rusia como una amenaza significativa y directa, a China como un desafío sistémico que utiliza herramientas híbridas y cibernéticas maliciosas, y, por primera vez, califica de amenaza la instrumentalización de la migración.

Las resoluciones tomadas en Madrid dan a entender que el estado bélico se mantendrá pese a que eventualmente termine el conflicto en Ucrania. No hay que olvidar que toda guerra implica una mayor acumulación de ganancias para aquellas empresas y corporaciones dedicadas a la fabricación y exportación de armamento, aunque todo ello se esconda tras una cortina ideológica.

El presidente estadounidense, Joe Biden, anunció el aumento de la presencia militar de su país en Europa, prometió defender cada centímetro de territorio aliado, y aseveró: «hablamos en serio cuando decimos que un ataque contra uno es un ataque contra todos». Por primera vez desde el fin de la Guerra Fría (1989), la OTAN señaló a Rusia como enemigo, y se alejó de la cooperación impulsada en los años anteriores: en la Cumbre de Lisboa, en 2010, se le denominó socio estratégico. ¡Otra vez sopa!, diría la Mafalda de Quino.