“Si quieres la paz, prepárate para la guerra”, decían los romanos del Imperio. Parece que la máxima continúa absolutamente vigente. Hoy la preparación para la guerra es, por lejos, el negocio mas voluminoso del planeta, mueve los avances científico-técnicos más fabulosos y es la actividad que concita las mayores preocupaciones en toda la humanidad.

Preocupaciones ¿por qué?

Porque el desarrollo de esas armas, cada vez más letales, pone en riesgo la sobrevivencia no solamente del ser humano, sino de toda especie viva en el globo terráqueo.

Hemos llegado a tal punto de desarrollo en la capacidad de destrucción que hoy se cuenta con alrededor de 12.000 cabezas nucleares —el 90% de ellas repartidas entre Rusia y Estados Unidos, seguidas luego por China—, suficientes para colapsar con toda forma viva en la Tierra. Es un mito que, de darse esa detonación, solo sobrevivirían las cucarachas: quizá, con buena suerte, algunos seres microscópicos en las profundidades oceánicas, y ello tal vez repetiría el ciclo ya conocido: el caldo primitivo, de ahí a los dinosaurios y luego esta especie tan dañina que somos nosotros (¿autodestructivos?)

De liberarse toda la energía concentrada en ese armamento, el Armagedón que se produciría generaría una explosión de una magnitud cuyas consecuencias llegarían hasta la órbita de Plutón. Sensacional prodigio científico-técnico que ningún otro animal puede lograr. Al tiempo que se puede hacer eso, con la abundante comida que existe hoy día (40% más de la necesaria para nutrir bien a los 8.200 millones de humanos), el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de la humanidad (20.000 muertes diarias por falta de alimentos).

¿Desarrollo? Bueno… abre interrogantes la cuestión.

Sin dudas, la paz no es solo la ausencia de guerra: es el aseguramiento de una vida tranquila, con satisfactores básicos resueltos y un panorama agradable a la vista. Si existen tantas y tan variadas armas, aunque no tengamos una Tercera Guerra Mundial con armamentos nucleares, — final de todo, definitivamente (MAD: Mutually Assured Destruction, Destrucción Mutua Asegurada… MAD, “loco” en lengua inglesa)— algo nos dice de la complejidad de estos temas (¿De la “locura” en ciernes, quizá?).

La violencia (que se une en forma indisoluble con el conflicto y con el poder) sigue siendo el pan nuestro de cada día. “La violencia es la partera de la historia”, dijo un decimonónico pensador, hoy supuestamente superado.

Hablamos de paz hasta el infinito, pero ello va de la mano de la guerra. Para analizarlo, ¿verdad? Recordemos el dicho romano: si vis pax, para bellum.

El ser humano hace uso de la violencia para sobrevivir. De ahí que, primitivamente, para cazar y poder comer, empleó la fuerza. Así inventó la primera arma. Según enseñan la historia y la antropología, el primer humano, hace dos millones y medio de años, en lo que hoy se conoce como la zona de los Grandes Lagos en África (el Homo Habilis), cuando descendió de los árboles y se irguió en dos patas fabricó el primer instrumento: una piedra afilada. En otros términos: un arma.

Pero las armas actuales no están al servicio de la pura sobrevivencia: tienen que ver con los juegos de poder que nuestra especie fue dibujando a lo largo de los milenios. Obviamente no se necesitan misiles hipersónicos con cabezas nucleares, cada uno de ellos con entre 25 y 50 veces más poder letal que las bombas arrojadas innecesariamente por Estados Unidos sobre un Japón que ya se estaba rindiendo. No necesitamos eso para sobrevivir, como si fuera aquella legendaria primera piedra afilada. ¿Para qué, entonces?

Aunque se dice que las armas están al servicio de la defensa, eso no es así realmente. Son una prolongación artificial de nuestra violencia: matan, mutilan, aterrorizan, dejan secuelas psicológicas negativas muy perdurables, evidencian el poder. En modo alguno sirven para defendernos; por el contrario: solo sirven para atacar.

Las armas personales que muchos portan (una pistola, digamos) traen aparejadas más desgracias que otra cosa; rara vez sirven para defendernos. En general están al servicio del ataque. De hecho, las armas hoy constituyen el negocio más lucrativo que existe, moviendo fortunas incalculables, lo que trae como corolario su incidencia en la política global.

Las guerras no las deciden los pueblos de a pie, los que inocentemente votamos por nuestros “representantes”, sino unos pocos magnates con gran poder; y ahí están los fabricantes de armamentos, decidiendo cuándo inicia la próxima. Caso curioso, justamente: los únicos puestos permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas están ocupados por las principales potencias con armas nucleares (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia), que son, al mismo tiempo, los principales fabricantes de armas de todo tipo.

Cuando el presidente de Estados Unidos John Kennedy quiso oponerse a la guerra de Vietnam, “curiosamente” fue sacado del medio de un modo violento: con un balazo en la cabeza. ¿Quién manda entonces? ¿Los presidentes o los poderosos capitales que fabrican armas y, por tanto, necesitan guerras? ¿Por qué ahora el presidente Trump bombardea las centrales nucleares de Irán (pareciera que sin posibilidades reales de detener el programa nuclear iraní), contrariando lo que había dicho en su campaña de terminar las guerras?

Una vez más: todo indica que hay alguien más que decide las cosas, y no solo quien da la cara desde una casa de gobierno. Las estadounidenses Lockheed Martin, Raytheon, Boeing, General Dynamics, las chinas Norinco o Avic, las rusas Rostec o Rosoboronexport, no son un invento: existen, tienen facturaciones millonarias y tienen que mover sus inventarios.

Hoy, en todo el mundo, se cursan más de 50 conflictos bélicos, siendo los más notorios los que ocupan las carteleras mediáticas: la guerra de Ucrania y Rusia, la de Medio Oriente, ahora llevada a un nivel superior por el enfrentamiento entre irán e Israel, y la posible explosión en el estrecho de Taiwán, provocando a China.

Otra curiosidad: en todas estas guerras está implicado Estados Unidos, quien se llena la boca hablando de libertad, democracia y paz, conceptos que, a fuerza de tan remanidos, terminan siendo cascarones vacíos. ¿Qué paz?

Al decir “armas” nos estamos refiriendo al amplio campo de las armas de fuego (las llamadas armas blancas, si bien se usan aún y provocan heridos y muertos, tienen un impacto infinitamente menor, casi despreciable, comparado con las otras). Entran allí, en el espacio de las armas de fuego:

  • Armas pequeñas: revólveres, pistolas, rifles, carabinas, ametralladoras livianas, escopetas.

  • Armas livianas: ametralladoras pesadas, granadas, lanzagranadas, misiles antiaéreos portátiles, misiles antitanque portátiles, bazookas, morteros de menos de 100 milímetros.

  • Armas pesadas: cañones de muy diversos tipos con sus proyectiles, bombas, explosivos varios, proyectiles de uranio empobrecido, y todos los medios diseñados para su transporte y operativización: aviones, barcos, submarinos, tanques, misiles, drones, satélites.

  • Minas antipersonales y antitanques, todo lo cual constituye el llamado armamento convencional.

  • Además: armas de destrucción masiva, con creciente poder letal, tales como 1) químicas, 2) biológicas y 3) nucleares (estas últimas con la posibilidad de extinguir toda forma de vida).

Hoy es imprescindible también considerar como “armas” a todo el instrumental que se relaciona con la guerra cibernética y la guerra satelital en el espacio exterior. La ciencia-ficción ya queda corta ante estos portentosos ingenios que, en vez de estar a favor de la vida, de la paz y del desarrollo armónico, sirven para la destrucción. Eso lleva a pensar, tangencialmente, que la elucubración freudiana de una “pulsión de muerte” (Todestrieb) que lleva a la especie humana a su autodestrucción, no deja de tener sentido. ¿Ese es nuestro inexorable destino?

Las armas no dan seguridad: por el contrario, para nosotras y nosotros, ciudadanos de a pie que no decidimos la marcha del mundo, constituyen un alto riesgo. Por el uso de algún tipo de arma, alrededor de 3.000 personas mueren diariamente en el planeta. Y si se liberara todo el potencial del armamento nuclear disponible, como ya dijimos, no quedaría ningún ser vivo en la Tierra. En manos de los cuerpos estatales (policía, fuerzas armadas, cuerpos de seguridad) todos estos arsenales para lo único que sirven es para mantener la situación reinante. Es decir, para perpetuar la explotación de clase y las relaciones imperialistas. Pensar en la cacería — la primera piedra afilada del Homo habilis — nos hace sonreír.

No obstante la cantidad de vidas cegadas y el sufrimiento que las armas producen, su fabricación y comercialización continúa en forma creciente. Ello es así porque constituye un gran negocio. Dada su relación con la seguridad nacional y las políticas exteriores de los países (fundamentalmente las de las grandes potencias) la industria bélica se mueve en un clima de alta secretividad.

El negocio de las armas no es nada transparente y no está sujeto a ninguna fiscalización. El mercado negro de armamentos es fabuloso. Por ejemplo: muchas de las armas traspasadas por la OTAN a Ucrania aparecieron luego en diversos grupos armados de diversas partes del globo (delincuencia organizada y narcotráfico), incluso en el ataque del grupo Hamas al Estado de Israel en octubre de 2023.

En estos momentos, aunque hay guerras con un muy alto perfil mediático, como mencionamos más arriba, existen no menos de 50 frentes de combate abiertos, desde pequeñas escaramuzas a grandes conflictos. En todos ellos se utilizan armamentos que cuestan muchísimo dinero y que quienes los producen se frotan las manos al ver que crece su demanda.

Se habla de paz hasta el cansancio, asistimos a pomposos foros donde se castigan la violencia y la militarización, se habla de respeto mutuo y resolución consensuada de los conflictos, pero igual que el hombre de las cavernas, las cosas se siguen dirimiendo a garrotazos. Claro que hoy esos “garrotes” son misiles nucleares montados en vectores hipersónicos indetectables por los radares. ¿Pulsión de muerte, entonces?

En tanto exista el sistema capitalista continuará la producción de armamentos, que claramente están al servicio de mantener la supremacía de la clase dominante. Son válidas aquí entonces las palabras del zapatista sub-comandante Marcos: “Tomamos las armas para construir un mundo donde ya no sean necesarios los ejércitos”.