Hubo un tiempo no muy lejano en el que las conversaciones acerca del devenir de Poniente eran una constante entre la población mundial. Sin embargo, esos incesantes debates acalorados que se acompañaban de suculentas teorías en Reddit o en Youtube parecieran haberse acabado tras el final abyecto perpetrado por Weiss y Benioff. Nadie pudiera presagiar, ni siquiera el público más forofo, que un regreso tan tempranero fuera posible, y, sobre todo, que dicho retorno estuviera a la altura de Juego de Tronos.

Sí, digo bien, a la altura de los mejores momentos de la serie original. Esto se debe, a varias cuestiones técnicas como la magnífica interpretación de Milly Alcock, Matt Smith, Paddy Considine o Rhys Ifans entre otros tantos. Por supuesto, también se debe mencionar la gran dirección de fotografía, la música de Ramin Djawadi y a la dirección del incombustible Miguel Sapochnik. Pero, sin duda, lo que consigue elevar esta precuela a la altura de su predecesora tiene que ver más con la literatura que con el propio mundo audiovisual.

No cabe duda de que, si hablamos de este vasto mundo debemos mencionar a George R. R. Martin y, en el caso que nos ocupa, tenemos que hablar de la influencia positiva y decisiva que tiene en la serie como asesor de esta. Su papel en la sombra es determinante porque aporta algo de lo que adolecía Juego de Tronos en sus últimas temporadas: verosimilitud, decoro y ornamentación en los discursos y el desarrollo de las tramas. Echando la vista atrás podemos llegar a la conclusión de que si existe alguna palabra que defina los últimos coletazos de Juego de Tronos es, sin duda, la precipitación.

Por situarnos en contexto, no resulta verosímil que una intriga palaciega que finaliza con el derrocamiento de un monarca se urda y se materialice en el mismo capítulo de la serie en el que se comienza a fraguar. Más si cabe, cuando con anterioridad dichos complots gozaban de un desarrollo paulatino y coherente. E, incluso, servían para empatizar y conocer más en profundidad las aristas maquiavélicas de personajes de origen humilde como Meñique o Lord Varys. Tampoco resulta decoroso que todo conflicto se solucione con viajes relámpago a lomos de Drogon y el uso de dracarys por doquier o que Jon Nieve pase de ser la reencarnación del arquetipo del bildungsroman a un señor pusilánime más preocupado por el otium «Más allá del muro» que por gobernar legítimamente Poniente. Pero sin duda, uno de los personajes más resentidos por la precipitación de Weiss y Benioff fue Tyrion Lannister.

La acidez, el sarcasmo, los silencios cómplices e incómodos con su propio padre o las charlas repletas de cinismo, crueldad y realidad que mantenía con su escudero Ser Bronn de Aguasnegras se perdieron en el sumidero de la inmediatez y los golpes de efecto de los que gozó la serie en sus últimas temporadas. Atrás quedó la rica ornamentación de la oratoria de Tyrion o los intercambios discursivos afilados y brillantes que mantenía prácticamente con cualquier personaje. Lamentablemente, esa era la esencia de Juego de Tronos y lo saben, por suerte, los responsables de La Casa del Dragón.

En la nueva serie de HBO se recuperan viejas claves exitosas como las anteriormente mencionadas. Basta con observar la construcción del personaje de Otto Hightower. En él, podemos apreciar las improntas grises que gobiernan el mundo real y con las que se construyen los buenos personajes de ficción. Destacan la lealtad que profesa al monarca y la ambición contenida y secuenciada que manifiesta al entregar a su hija adolescente a Vyseris Targaryen con el único propósito del ascenso social. Además, este carácter recupera la esencia del papel de «La mano del Rey» y sus pláticas con el consejo real son más que satisfactorias.

Mención aparte merece el príncipe Daemon Targaryen y su relación con su propio hermano y su sobrina. Se podría definir a este personaje como un catalizador de tensiones, ya sean por cuestiones bélicas o de influjo y potestad. Por no hablar del afecto bañado de una clara y manifiesta pulsión incestuosa que siente hacia su sobrina, la cual junto a la hybris que le caracteriza, le convierte en uno de los personajes clave de este retorno televisivo.

Por último, se debe mencionar al apocado Rey Viserys, el cual dentro de su propio mundo de ficción recuerda de manera casi insultante a un jefe del Estado contemporáneo que busca sobrevivir entre tanto mercader y señores de toda índole. Lo pretende con algo cercano a la remota «pax hispánica», aunque bien es cierto que luego presenta ciertos desmanes autoritarios propios de quien no ejerce su autoridad a tiempo.

En fin, no se la pierdan que ha vuelto todo aquello que nos entusiasma. Ese sabor amargo y gris del ejercicio del poder, la evasión fantástica y violenta, los diálogos mordaces y, sobre todo, ha vuelto la mano del artesano que hizo posible todo esto y, con él, el poso literario necesario en toda obra audiovisual.