La novela de Mary Shelley, publicada en 1818 bajo el subtítulo elocuente de "el moderno Prometeo", no es simplemente un hito fundacional de la ciencia ficción. Es, sobre todo, una obra filosófica, existencial y profundamente iluminista, cargada de intuiciones morales sobre la condición humana. Escrita por una autora de apenas 18 años, la novela condensa tensiones de su tiempo: el avance de la razón científica frente a los límites éticos, la fe en el progreso y su revés monstruoso, la soledad del ser humano escindido de la comunidad. La criatura de Frankenstein, lejos de ser un monstruo arquetípico de cine B, es en el texto original un sujeto trágico, elocuente, sensible y condenado a una existencia sin refugio afectivo.
La reciente película de Guillermo del Toro, estrenada en 2025, toma este relato y lo reimagina bajo una clave visual poderosa y una sensibilidad que oscila entre lo gótico y lo melodramático. Del Toro hereda con claridad el marco racionalista y la dimensión estética de la historia; lo que pierde, en cambio, es la densidad trágica del original. Porque mientras la novela de Shelley es una pregunta sin respuesta sobre los límites de lo humano, la película se conforma con explicaciones narrativas que mitigan el espanto moral del texto.
Desde el comienzo, Shelley construye a su criatura como un ser que aprende por observación, que se educa a sí mismo leyendo a Milton, a Plutarco, a Goethe. No nace malo: lo vuelven malo. Es la sociedad, el rechazo, la negación de afecto lo que lo lleva a transformarse en un agente de destrucción. La película, aunque intenta sostener esta idea, se ve tentada por el sentimentalismo visual. La criatura de Del Toro llora, tiembla, se conmueve, pero rara vez actúa con la violencia deliberada que en la novela tiene un sentido moral: vengar el abandono del padre, exigir el derecho a un vínculo. Así, se pierde la ambigüedad que hace del texto de Shelley una obra perdurable.
En el libro, la violencia de la criatura no es gratuita ni impulsiva. Es una respuesta al horror de saberse excluido. El asesinato del niño William, la muerte de Elizabeth en la noche de bodas, son actos fríamente calculados para devolverle a Victor una parte del dolor que él mismo sembró. Shelley no busca redimir a su criatura, sino mostrar el proceso por el cual un ser potencialmente bondadoso deviene monstruoso por falta de reconocimiento. La película, en cambio, opta por una versión indulgente. La criatura se convierte en una figura casi redentora, alguien que, pese al dolor, mantiene una pureza esencial. Del Toro insiste en que el monstruo es más humano que los humanos, lo cual elimina la dimensión más oscura y compleja del relato: la de que también el dolor puede engendrar crueldad.
El Victor Frankenstein del libro es ambiguo. No es un villano ni un genio malvado, sino un joven seducido por la ciencia, por la idea de desafiar a la muerte. No es un criminal, pero sí un irresponsable. Su pecado no es crear vida, sino abandonarla. Shelley no lo juzga por jugar a ser Dios, sino por no hacerse cargo de su acto creador. En la película, Victor aparece como un hombre fracturado, marcado por traumas familiares y una relación tóxica con su padre. La psicologización del personaje, si bien contemporánea, lo reduce a una función dramática: la del creador que no supo amar. Pierde la complejidad que le otorgaba Shelley, que lo hacía a la vez víctima y victimario.
En Shelley, la tragedia es total. Nadie se salva. Victor muere sin redención; la criatura desaparece en el ártico sin haber encontrado consuelo. Es una historia de pérdida y silencio. Del Toro, en cambio, ofrece una versión que busca el consuelo. El encuentro final entre Victor y su criatura tiene un carácter casi de expiación. Hay perdón, hay reconocimiento. Es hermoso, sí, pero es otro género. Shelley no concede consuelo porque sabe que hay heridas que no cicatrizan. Del Toro quiere que al menos algo se salve. Su versión conmueve, pero no desgarra. Y el Frankenstein original, en cambio, sigue siendo una lectura que incomoda, que obliga a preguntarse por la responsabilidad del creador, por el valor del rostro, por lo que hace de alguien un monstruo.
La película también incorpora elementos ajenos al libro que alteran la atmósfera original. Un personaje como Harlander, empresario terminal que financia a Victor con la esperanza de transferir su conciencia a un nuevo cuerpo, introduce una crítica contemporánea al capitalismo y al transhumanismo. Pero esta capa adicional distrae del núcleo ético de la historia: la relación entre el creador y su criatura. Asimismo, la reconfiguración de Elizabeth como una figura activa, con agencia, más cercana a una heroína gótica que a la víctima pasiva de la novela, suma potencia narrativa pero desplaza el foco desde el conflicto principal hacia otros dilemas. En vez de concentrar la tensión en el eje creador-creado, Del Toro disemina el drama entre múltiples personajes y subtramas.
Visualmente, la película es impecable. La escenografía, el vestuario, la atmósfera cargada de penumbra están cuidadosamente diseñados. Pero esa belleza formal funciona a veces como velo estético que suaviza el contenido. Shelley escribió un texto roto, crudo, despojado de consuelo. Del Toro entrega una obra pulida, que busca conmover sin incomodar demasiado. En su afán por humanizar al monstruo, termina casi beatificándolo. En su deseo de hacer justicia al rechazo, anula el poder corrosivo del resentimiento. En su necesidad de dotar de causas a cada acto, transforma el abismo moral en una cadena causal entendible. Y sin abismo, no hay tragedia.
Frankenstein, en su versión original, no ofrece soluciones. Su fuerza reside en el desgarramiento, en la imposibilidad de cerrar las heridas. La película de Del Toro, en cambio, ofrece una salida: el perdón, el reconocimiento, la posibilidad de reconciliación. Es un mensaje necesario, incluso noble, pero en este contexto le resta densidad al mito. Porque lo que hacía a la criatura de Shelley inolvidable no era solo su dolor, sino también su lucidez. Sabía que era capaz de amar, pero también sabía que ese amor le sería negado. Sabía que su creador podía redimirse, pero no lo haría. Esa consciencia desesperada, esa inteligencia impotente, es lo que convertía al monstruo en algo más que un villano o una víctima: lo convertía en tragedia pura.
En definitiva, la película de 2025 es una lectura posible, artísticamente válida, y por momentos intensa, pero toma solo una parte del espíritu de Shelley. La razón, la belleza formal, la empatía hacia el diferente están presentes. Pero la tragedia, la ambigüedad moral, la pregunta sin respuesta sobre la naturaleza del mal, quedan diluidas en favor de una narrativa más cerrada, más emocionalmente satisfactoria. Y eso, que puede ser virtud en otros relatos, en este resulta una pérdida. Porque Frankenstein no era una historia para sentir alivio. Era una historia para no dormir en paz.















