Durante gran parte del siglo XX, la relación entre espectador y las pantallas se organizaba en torno a la paciencia y la continuidad. El cine exigía permanecer en la sala hasta el final; la televisión imponía horarios y grillas, y el espectador se adaptaba a cada formato de difusión; incluso con el VHS y el DVD, la experiencia seguía siendo lineal, con un inicio y un cierre preestablecidos.
La noción de “esperar” era parte constitutiva del contrato cultural: esperar el estreno de un filme, esperar el próximo capítulo, esperar el horario de un programa.
Ese modelo entró en crisis con la digitalización, y el acceso ilimitado a contenidos. El espectador del siglo XXI dejó de ser paciente para convertirse en impaciente, y de impaciente pasó a ser caprichoso. Ya no se compromete con un contenido si no responde de inmediato a sus intereses. Si algo no lo atrapa en los primeros minutos, lo abandona. Si una historia no se conecta con lo que circula en redes o con su propia agenda emocional, la reemplaza por otra. El nuevo contrato ya no se sostiene en la fidelidad, sino en la satisfacción instantánea.
Cine: de la sala ritual a la lógica del abandono
El cine fue, históricamente, un espacio de ritual colectivo. En los años ochenta y noventa, ir a la sala implicaba una experiencia que se completaba solo al llegar a los créditos. Hoy, esa concentración se desdibuja: la asistencia queda reservada a lo que aparece como fenómeno global, ya sea un blockbuster o una película de autor con prestigio en festivales.
En paralelo, las producciones intermedias —comedias románticas, thrillers, dramas pequeños— pierden visibilidad. Y aunque el cine circula como nunca en redes sociales, lo hace en forma de fragmentos virales: escenas descontextualizadas que pueden ser famosas, aunque la película completa pase inadvertida.
Televisión: del espectador cautivo al espectador condicionado
La televisión abierta de los ochenta y noventa representaba aún, en su última etapa de reinado casi absoluto, el paradigma del espectador cautivo: la familia se reunía en torno a un programa, el horario marcaba la rutina y los canales definían la agenda.
Ese modelo ya no existe. Hoy la televisión debe dialogar con un público que no tolera la imposición de la grilla, y que compara su propuesta con la oferta infinita de plataformas y redes. Sin embargo, conserva un valor irremplazable: el vivo, la transmisión en simultáneo, que todavía genera un sentido de comunidad.
Los envíos televisivos que aún resisten, entienden que el soporte no puede funcionar como un universo aislado: necesita ser parte de la conversación digital. Cada emisión se diseña para fragmentarse y circular en redes, generar debate inmediato y ofrecer referencias reconocibles para quienes ya viven atravesados por Twitter/X, TikTok e Instagram.
El atractivo de los programas no está solo en su aire televisivo, sino en su capacidad de existir simultáneamente en múltiples pantallas, ocupando el espacio híbrido en el que hoy se decide la atención.
Redes: de amplificadoras a dictadoras de relevancia
En los años noventa, la televisión marcaba los temas que luego aparecían en la calle. Hoy las redes cumplen esa función, pero con un ritmo mucho más acelerado. Se trata, entonces, de un proceso que nada más modificó su marco de contención. No sólo amplifican contenidos: dictan qué es relevante y qué no. El espectador ya no acepta contenidos que ignoren lo que se discute en ese espacio digital. Cine, plataformas y televisión compiten entre sí, pero sobre todo compiten contra la inmediatez de las redes, que fijan la agenda y obligan a integrar esos temas en los relatos.
El nuevo espectador y el consumo caprichoso de contenidos
El espectador contemporáneo no se relaciona con las pantallas como lo hacía hace apenas dos décadas. La noción de continuidad —seguir una serie semana a semana, asistir regularmente al cine o esperar un horario fijo en televisión— fue reemplazada por la lógica de la elección instantánea.
El formato de acceso ilimitado a películas, series, transmisiones y clips cortos dio forma a un perfil de consumo fragmentado y arbitrario, donde la fidelidad hacia un formato o un medio se diluye frente a la inmediatez de la satisfacción. No se trata únicamente de preferencia tecnológica, sino de una transformación cultural: mirar ya no es esperar, sino decidir en el momento qué contenido merece atención.
Ese cambio afecta directamente al cine. La sala, pensada como espacio ritual de inmersión, queda reducida en la actualidad a un evento esporádico: grandes estrenos, experiencias inmersivas o fenómenos sociales que justifican salir de casa.
Entre tanto, el cine mediano —dramas intimistas, comedias de presupuesto moderado, thrillers sin franquicia— encuentra menos espacio en cartelera porque el espectador tiende a reservar la salida para lo que promete intensidad visual o conversación masiva.
El consumo caprichoso no elimina al cine, pero lo encierra en una paradoja: es más visible que nunca gracias a las redes, pero más difícil de sostener en taquilla si no responde a la lógica del acontecimiento.
Plataformas: abundancia, fatiga y homogeneización
Las plataformas de streaming parecían responder a la demanda del nuevo espectador: todo disponible, todo el tiempo. Pero esa abundancia genera hoy fatiga y dispersión. Elegir se vuelve un esfuerzo que contradice la promesa de comodidad. El algoritmo, que debería facilitar la búsqueda, termina encajonando los gustos en categorías previsibles, reforzando la repetición más que la sorpresa. El resultado es un consumo errático, con múltiples inicios y pocos finales, donde el espectador se siente dueño de su tiempo, pero atrapado en un bucle de recomendaciones similares.
Es así que las plataformas, en principio beneficiarias de este nuevo hábito, también enfrentan tensiones. Su catálogo infinito parece diseñado para el espectador caprichoso, pero el exceso produce fatiga: elegir se convierte en una tarea frustrante. La estadística segmentada intenta ordenar el caos con recomendaciones personalizadas, aunque muchas veces refuerza la homogeneidad y limita el descubrimiento real.
Al mismo tiempo, los servicios de contenido on demand deben alimentar un ciclo permanente de estrenos para mantener la atención, lo que genera la percepción de abundancia sin jerarquía. Así, el espectador se vuelve volátil: prueba, abandona, salta de una historia a otra, y deja un reguero de narrativas incompletas.
En la televisión tradicional, el impacto es distinto. El espectador ya no acepta la imposición de horarios y formatos, pero todavía encuentra en el vivo —el partido de fútbol, la noticia urgente, el reality que se comenta en paralelo— un valor irreemplazable.
La televisión sostiene su relevancia en el tiempo real, mientras que las plataformas dominan el tiempo diferido. Entre ambas, el cine intenta conservar su espacio como experiencia singular, aunque condicionado por un público que se mueve entre pantallas sin jerarquías claras.
Las redes sociales, por su parte, actúan como interfaz de validación. El espectador ya no solo decide en soledad qué mirar: mide la relevancia de una película o serie por su circulación en TikTok, por los clips en Twitter/X o por las reseñas virales en YouTube.
Una parte importante del consumo se produce en esos fragmentos que no sustituyen la obra completa, pero condicionan su alcance y percepción. El cine, en particular, debe adaptarse a ser comentado en pedazos: escenas aisladas, memes, imágenes llamativas que sobreviven más que el relato completo.
En este paisaje, el espectador se convierte en editor de su propio flujo, pero también en rehén de su ansiedad. La fragmentación multiplica la oferta, aunque reduce la concentración. El cine, las plataformas y la televisión conviven en un ecosistema donde cada medio conserva un valor diferencial, pero ninguno puede reclamar la centralidad perdida.
Lo que se redefine es el contrato: mirar dejó de ser un compromiso de tiempo y se volvió un acto de elección momentánea, con el riesgo de que, en la búsqueda de gratificación inmediata, se pierda la posibilidad de una experiencia sostenida, esa que permite que una historia deje huella más allá de la pantalla.















