¿Y qué tal una inmersión en el mar? Hurgar en sus profundidades. Descubrir sus especies vegetales y piscícolas, (o, ¿cómo se les dice a estas con un solo concepto pues hay tanto peces como animales en sus aguas?). En una palabra: ver la vida marina, la que queda antes del nuevo descuento que le haga la invencible contaminación.

De pronto asomarse, volver a la superficie y ver tierra. Comparar, paladear la visión de los dos mundos.

En fin… dado que quién sabe cuándo hagamos realidad esos planes, contentémonos con leer al respecto…

Veinte mil leguas de viaje submarino

Primera parte, capítulo XVII: un bosque submarino (fragmentos)

Marchábamos a diez metros de profundidad, en medio de un enjambre de pececillos de todas las especies, más numerosos que los pájaros en el aire, más ágiles también, pero aún no se había ofrecido a nuestros ojos una presa acuática digna de un tiro de fusil […]

Durante una hora, se desarrolló ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascendía a menos de dos metros de la superficie. Entonces veía nuestra imagen, nítidamente reflejada, dibujarse en sentido invertido y, por encima de nosotros, aparecía una comitiva idéntica que reproducía nuestros movimientos y nuestros gestos con toda fidelidad, con la diferencia de que marchaba cabeza abajo y los pies arriba.

Otro efecto notable era el causado por el paso de espesas nubes que se formaban y se desvanecían rápidamente. Pero al reflexionar en ello, comprendí que las supuestas nubes no eran debidas sino al espesor variable de las olas de fondo, cuyas crestas se deshacían en espuma agitando las aguas. No escapaba tan siquiera a mi percepción el rápido paso por la superficie del mar de la sombra de las aves en vuelo sobre nuestras cabezas. Una de ellas me dio ocasión de ser testigo de uno de los más espléndidos tiros que haya conmovido nunca la fibra de un cazador. Un pájaro enorme, perfectamente visible, se acercaba planeando. El compañero del capitán Nemo le apuntó cuidadosamente y disparó cuando se hallaba a unos metros tan sólo por encima de las aguas. El pájaro cayó fulminado, y su caída le llevó al alcance del diestro cazador, que se apoderó de él. Era un espléndido albatros, un espécimen admirable de las aves pelágicas.

El autor del fragmento anterior es el escritor francés Julio Verne (1828-1905). Gran creador, no solo de aventuras, sino de un entorno al detalle en el que sabe ambientarlas. Fundador de la ciencia ficción (literaria). Poseyó una rara virtud, la de formarse una visión amplia y cabal del mundo futuro, de un mundo ya tecnológico, asombrosa en toda la extensión del término.

Wikipedia apunta que, después de Agatha Christie, es el autor más traducido en el mundo.

«Goce puerto el navegante»2

Ruega que sea largo el camino.
Así, serán más las mañanas de verano
en que arribes —henchido de placer y alegría—
a puertos nunca antes vistos.

(Constantino Cavafis)

A medida que avanza en el mar, ¿qué piensa el marino?, ¿qué anhela?, ¿qué teme? Aquí se contesta en parte lo que pasan los hombres de la mar…

La historia (fragmento)

No tengo noticia de que el comandante profundizara tanto en sus propios sentimientos. Pero le hicieron padecer cierta desencantada tristeza. Es posible, incluso, que sospechara que se había vuelto loco. El hombre es un ser tornadizo. Pero no tuvo mucho tiempo para la introspección porque un muro de niebla había avanzado hacia su buque desde el sudoeste. Volaron sobre él sinuosas circunvoluciones de vapores que se arremolinaron en torno a la arboladura y la chimenea, que parecían estar a punto de fundirse. Después se desvanecieron.

Detuvieron el buque, cesaron todos los sonidos, y la misma niebla se quedó inmóvil, haciéndose sin embargo cada vez más densa, hasta el punto de parecer sólida en su asombrosa y muda paralización. Desde sus puestos, los hombres perdieron de vista a sus compañeros. Sonaban pasos cautelosos; raras voces, impersonales y remotas, se apagaban sin resonancia. Una ciega y blanca quietud tomó posesión del mundo.

Daba la sensación, además, de que fuera a durar varios días. No quiero con eso decir que la densidad de la niebla no experimentara alguna pequeña variación. De vez en cuando aclaraba misteriosamente para revelar a la tripulación una imagen más o menos fantasmal de su buque. En varias ocasiones la sombra de la misma costa flotó oscuramente ante sus ojos a través de la fluctuante brillantez opaca de la gran nube blanca pegada al agua.

Aprovechando esos momentos, el buque había sido cautelosamente acercado a tierra. Era inútil permanecer en alta mar con un tiempo tan brumoso. Sus oficiales conocían cada uno de los escondrijos y grietas de la costa que se encontraba a barlovento. Pensaron que estaría mucho más seguro en cierta cala. No era un espacio amplio; había sitio simplemente para que pudiera fondear un buque. Allí aguantaría mejor el tiempo que transcurriera hasta que se levantase la niebla.

Lentamente, con infinita precaución y paciencia, avanzaron reptando poco a poco, sin más indicación de la presencia de los acantilados que una sombra evanescente y oscura con una delgada franja de furiosa espuma al pie. En el momento de fondear el ancla, la niebla era tan espesa que a juzgar por lo que alcanzaban a ver hubieran podido encontrarse en alta mar, a mil millas de allí. Pero se notaba el cobijo que ofrecía la tierra. La quietud del aire tenía cierto carácter especial. Muy débil, muy elusivo, el chapaleteo de las ondas contra la tierra que les rodeaba llegó a sus oídos, con misteriosas y repentinas pausas.

Descendió el ancla, y luego lo hicieron las sondas. El comandante bajó a su camarote. Pero no llevaba mucho tiempo en él cuando una voz que sonaba al otro lado de la puerta reclamó su presencia en cubierta. El comandante pensó para sí: «¿Qué ocurrirá ahora?», algo impacientado por tener que enfrentarse de nuevo a la agotadora niebla.

El autor de las líneas precedentes es Joseph Conrad (1857-1924), británico de origen lituano-polaco, de una región que actualmente es ¡Ucrania! Otra curiosa coincidencia con el momento actual (octubre de 2022) es que huyó del reclutamiento ruso.

Buena parte de su vida transcurrió en el mar, lo que lo hizo un experto en él y en su navegación y le dio materia para que su vasta obra trate en mucho del medio: ese acervo, junto a un gran conocimiento de la conducta humana, forman la literatura de Conrad.

Cuando la muerte en el mar es un deseo

Y las olas cantan sobre el cementerio de las aguas.

(Philip Larkin)

Nos detuvimos en el artículo anterior al presente donde el mar mata. Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga, las aguas sí.

Hay, sin embargo, otra muerte en el mar, la que es deseada. Por supuesto que no hablamos ahora de confinar las cenizas humanas en el mar, sino de aquel que quiere llegar vivo —vamos— y que la muerte lo encuentre allá; una aspiración.

O… ¿se trata solo de un recurso poético?

Para entonces (fragmento)

Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca sueño la agonía,
y el alma, un ave que remonta el vuelo.

No escuchar los últimos instantes,
ya con el cielo y con el mar a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.

El poeta mexicano Enrique González Martínez (1871-1952) es el autor de las líneas transcritas. Uno de los tantos escritores que pasó por las aulas de un seminario. Médico, llegó al grado de cambiar el ejercicio profesional por las letras. Primera figura de cuanta agrupación cultural importante haya habido en sus tiempos. Iniciador de una dinastía de escritores.

Entre sus tantos atributos, su poesía es de notable elegancia, además de claridad.

Notas

1 He tomado como título un verso del escritor mexicano José Emilio Pacheco de su poema Mar eterno.
2 Mi papá conducía nuestro rezo de niños —y de adultos— con preciosas oraciones. Una de las más bellas contiene la frase citada, si algún lector la conoce me llenaría de felicidad que lo platicáramos, pues esa y otras más no las oí nunca en ninguna otra parte.