Aun después de tanto tiempo
el Sol nunca le ha reclamado a la Tierra
—me debes—
¡Miren lo que hace un amor así!
¡Alumbra todo el firmamento!

(Hafez Shirazí)

La espontaneidad del amor no está sujeta a coerción, ni método, ni disciplina. Nada puede amarrar a esta gracia caprichosa, que hace que todo se convierta en un gozo. Los besos azarosos del amor son embriagantes y uno nunca sabe cuándo se posarán en nuestros labios. Ojalá y esa gracia descienda sobre nosotros, uno de estos días y nos acordemos de nunca olvidar ese sentimiento inefable de una dicha inexplicable. De vez en cuando en la vida, nace una rosa en medio de la aridez, como agua bendita en la sequía.

Este vivir, buscando el sentido de la vida, en medio de una marejada de impulsos y recuerdos, algunos conscientes y otros no. Tratando de entender, a merced de las contradicciones internas que nos arrastran y nos llevan, muchas veces a donde no queremos ir, (pero donde tal vez a donde tenemos que ir). A lugares y circunstancias que pueden o no ser agradables.

Meditaba sobre trayectorias y excepciones, sobre el destino y la gracia. Me preguntaba, si el diseño del universo es inexorable, entonces ¿cómo se acomoda en sí mismo la espontaneidad, el salto cuántico, la creatividad, es decir la gracia?

Mi mente, regresó a aquellos días cuando conversaba con mi amigo Eruch, en aquel paraje de la meseta del Decan en Maharastra, India. Disfrutaba tanto de la compañía de mi amigo, a quien había conocido por casualidad, en mi vida de rondar por el mundo. Él era por lo menos unos 20 años mayor que yo, que en aquel entonces tenía unos treinta años.

Yo sentía en él, una sabiduría simple, producto de una vida de búsqueda espiritual intensa. Recuerdo aquel día como hoy. La brisa del campo se sentía como una cariñosa caricia sobre la piel. No sé qué exactamente, nos llevó a platicar sobre el tema del concepto de la gracia.

La gracia, la espontaneidad del ser, el don, la bendición que aparece de la nada, y sin ninguna razón aparente para merecerse. Me recuerdo que mi amigo hablaba sobre lo difícil que era llevar a cabo un acto de generosidad desinteresada. Y me acordé entonces de aquel pasaje bíblico que me enseñaron en el catecismo en mi niñez, cuando Jesús le advertía a los que tomaban crédito por su caridad, «si dan limosna, no dejen que su mano izquierda sepa lo que hace su mano derecha». La verdadera generosidad nace cuando el que la ofrece no se da cuenta.

Recuerdo ahora claramente el contexto de la conversación al igual que recuerdo la campiña de Maharastra donde se dio. Eruch me dijo, «este tema me recuerda una antigua historia que escuche en mi juventud». Y prosiguió entonces a narrármela.

Érase una vez, que hubo una terrible sequía, en un pueblo remoto de la India que hasta entonces había sido tierra de una gran productividad agrícola, el distrito más fértil de la región. La gente se moría de hambre; la pobreza extrema era visible por todas partes, y los verdes campos eran ahora terrenos erosionados. Los ancianos de la aldea, en una de sus reuniones, escucharon decir a alguien, que, en una aldea relativamente cercana, vivía un gran santo y que tal vez la ciudad debería enviar una comisión, para pedirle que éste intercediera ante Dios para que lloviese en el área.

Una comisión emprendió el viaje, y después de un par de días, llegó a la aldea, donde vivía el santo, y le rogaron que intercediera ante Dios, para que lloviera. El escuchó sus súplicas con amor y compasión. Después que terminaron, cerró sus ojos y estuvo en silencio durante algún tiempo. Luego les dijo: «Mis queridos, lo siento, no hay nada que pueda hacer con respecto a sus súplicas, es la voluntad de Dios que esta sequía caiga sobre ustedes ahora, no puedo deshacer o pedirle que deshaga lo que Él ha querido, que deshaga lo que ha puesto en marcha por algún propósito para el bien ulterior de todo».

Todos estaban muy afligidos, algunos lloraban por la desgracia acaecida sobre su amado pueblo. Cuando cruzaban el umbral, saliendo de la casa del santo, el los llamó y les dijo: «Esperen, todavía hay una cosa que pueden hacer». Se detuvieron y escucharon con atención, y el santo les dijo; «podrían preguntarle a esta mujer», y cuando mencionó su nombre, todos miraron hacia abajo con vergüenza y consternación. «¿Podrían pedirle a esta mujer», continuó, «que encabece una procesión de personas de su aldea, y que venga y ore, en nombre de la aldea para poner fin a la sequía?»

Le dijeron que sí, por compromiso, con mucha reticencia, porque no podían creer, que esa mujer estaba siendo elegida por el santo, para encabezar la procesión, o incluso si ella estaría de acuerdo, ya que ella no tenía ni la amistad, ni el respeto de ninguno de ellos. Además de ser una mujer de carácter escandaloso, era la dueña del burdel más grande del pueblo. No podían creer lo que escucharon, de que fuera ella la elegida por el santo para encabezar una rogativa.

Abrumados con esto, regresaron a su pueblo, pero finalmente fueron a ver a la mujer, ya que era su último recurso, así que optaron por ello. La mujer, al escuchar su petición, los despreció y se rio de ellos: «Deben estar locos, yo, encabezando una procesión, en nombre de los ancianos del pueblo, no creo ni en ellos, ni en Dios, fuera, salgan de mi vista».

Entristecidos abandonaron el burdel, ya no había ni esperanza para salvar su pueblo. Mientras tanto, la mujer se quedó pensando, el negocio estaba decayendo, porque los hombres ya no venían porque no tenían dinero para pagar. Tal vez si las lluvias volvieran, —pensó— las cosas volverían a florecer. No tengo nada que perder, así que decidió liderar la procesión.

Envió su mensaje de aceptación a los ancianos y se organizó la procesión. La procesión del pueblo llegó encabezada por ella a la casa del santo, y ella se arrodilló y suplicó en nombre de la aldea por las lluvias. El santo cerró sus ojos y en breves momentos les dijo: Su deseo ha sido concedido por Dios, vendrán lluvias. Y llovió y llovió, y todo volvió a ponerse verde, y el pueblo recuperó su belleza y sus campos florecieron.

La mujer estaba tan sorprendida de que sus oraciones fueran concedidas, mientras que las de los ancianos y la gente honorable de la ciudad no lo habían sido. ¿Por qué?, ¿por qué ella de todas las personas? Si ella era una pecadora, si ella nunca pensaba en nadie más que en sí misma, ¿por qué? Entonces, decidió viajar en secreto a la aldea del santo, para preguntarle, ya que tenía que saber, por qué ella. Llegó a su casa y le preguntó: maestro: «¿por qué fui yo quien encabezó la procesión, por qué se respondieron mis oraciones?»

El santo la abrazó amorosamente y le dijo. Cuando vinieron de la aldea, para pedir mi intercesión ante Dios, miré adentro para ver si alguien en la aldea era merecedor de gracia, es decir, si alguien en la aldea había hecho un acto totalmente desinteresado que había resultado en ayudar a otro. Al principio, descubrí que nadie había hecho un acto desinteresado, pero cuando se marchaban, vi en mi interior que en la aldea estabas tú, la única persona que había hecho un acto desinteresado de generosidad.

Cuando eras niña, estabas teniendo una pelea con tu madre en el mercado y, como parte de tu rabieta, pateaste un fardo de forraje que estaba en tu camino, y esté rodó hacia abajo, y quedó frente a un pequeño burro que estaba atado y que tenía mucha hambre y ahora podía comer. Sin embargo, tú nunca te diste cuenta. Tu acto desinteresado de ayudar te valió la gracia de pedir.

La historia terminó. Sentí en mi corazón de alguna manera, la conectividad perfecta de la vida, la separación y fragmentación que se introduce por las acciones centradas en el ego, y la gracia como un flujo y reflujo del amor, como la sustancia que nutre toda la vida todo el tiempo. Y sentí por un momento que entendí esa frase de Jesús: «Cuando des limosna, no dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace tu mano derecha».

Sí pensé, la gracia es la continuidad del ser, y esta se desborda todo el tiempo, pero únicamente cuando el ser se hace consciente de sí mismo, se hace presente. Es decir, cuando cesa la fragmentación de percibirse como gota y todo se vuelve mar. Un acto de caridad genuino ocurre únicamente cuando uno se conecta con el otro como uno, y se une a él sin ningún tipo de orgullo propio, sin ninguna reflexión de pensamiento indicando «yo estoy ayudando al otro», porque en ese momento solo hay uno.

Y escuché la voz de mi amigo diciendo mientras se alejaba de nuestro encuentro: «El ser, es un mar abrazado a sí mismo, que se pierde en gotas en marullo y espuma para sentir su propio abrazo».