Se preparaba para despedirse de su familia. Deseaba aparentar fortaleza, pero sabía que era inevitable el correr de algunas lágrimas. Debía contenerse. Tenía que dar el ejemplo a su esposa e hijos que lo abrazaban. Apuró la despedida, sin olvidar de hacerlo con el servicio doméstico que, también lloroso, lo esperaba a la salida de la puerta. Al aceptar la nueva misión que le había ofrecido el gobierno inglés para encargarse de la dirección de un leprocomio en Demerara, Guayana, sabía que no había vuelta atrás. Tenía que abandonar por un tiempo su querida Cumaná y lo que más le importaba, sus adorados seres queridos. Pero la oportunidad que esperaba había llegado. Podía poner a prueba, en mejores condiciones, el tratamiento que había inventado para tratar el terrible mal de Hansen. Ya lo había aplicado a una veintena de pacientes venezolanos, pero algunos habían abandonado la prueba y quedaban muy pocos para sacar conclusiones científicas adecuadas. Después de tanto esfuerzo, sacrificio y dedicación, no podía darse por vencido, a pesar de los años que ya comenzaban a pesarle. Tenía que culminar con éxito su verdadera pasión que era la investigación científica. El ejercicio de la medicina lo había llevado a cabo con amor y con desinterés por la retribución económica, pero constituía apenas el escenario para poder realizar la búsqueda de la causa de las enfermedades. Rechazaba la idea del énfasis dado en la enseñanza de la medicina en el diagnóstico cuando lo más adecuado sería conocer mejor el origen de los padecimientos, para así estar en óptimas condiciones para instaurar un tratamiento adecuado, pero esas ideas suyas no eran respaldadas por sus colegas. Aun así, seguía insistiendo y jamás abandonaría su lucha por desentrañar las causas verdaderas de las enfermedades, especialmente las del trópico venezolano, la tierra en que el destino quiso que su noble humanidad viniera a ejercer la medicina, muchos años atrás.

Cuando llegó el momento de la separación con su familia, el alto y fuerte galeno se quitó el sombrero para agitarlo en el último adiós, dejando ver su frente ancha y noble, así como unas generosas entradas en su cuero cabelludo que anunciaban una calvicie en franca evolución. De inmediato miró hacia el frente y ya no quiso mirar más la escena familiar, sin imaginar que esa sería la última vez que estaría con su mujer y sus hijos. Tampoco que no vería otra vez, el paisaje de la costa y las montañas que rodean la ciudad de Cumaná, que desde el primer momento en que sus ojos posaron sobre él, lo cautivaron, tanto como para decidir quedarse a vivir por siempre en Venezuela.

El Dr. Luis Daniel Beauperthuy, en el ocaso de su vida, emprendía un nuevo viaje en procura de alcanzar un logro científico que le diera al fin un reconocimiento merecido y anhelado. Había luchado con muy pocos recursos en un medio totalmente adverso para ser un investigador y ahora se le presentaba la oportunidad de lograr esa meta que lo había impulsado toda su vida. No podía desaprovecharla. Aunque la angustia y el miedo, le decían que no debía abandonar el seguro nido que había construido en la costa oriental de Venezuela, el impulso creador y la necesidad de hacer el bien se impusieron para emprender un nuevo viaje que, esta vez, sería sin regreso.

Sus primeros años

Nació el 26 de agosto del año 1807 en la ciudad de Basse Terre, capital de la isla de Guadalupe, situada al sureste de esta, que es territorio francés en el Caribe. Su padre fue Pierre Daniel Beauperthuy, de profesión químico y farmacéutico, y la madre Marie Sauveur Desbonne. El matrimonio tuvo siete hijos más. Por su parte paterna, su familia procedía de la región de Perigord, Francia, que se había asentado en Guadalupe desde el siglo XVII. Eran gente que gozaba de buenas condiciones económicas, por lo que sus padres enviaron a Daniel a cursar estudios de secundaria, graduándose de bachiller en letras en 1829. A continuación, ingresa a la universidad de París para estudiar medicina, obteniendo ocho años después el título de doctor. Le toca realizar estudios en una época de grandes cambios paradigmáticos en el campo de la medicina y la investigación. No es raro entonces que, desde ese momento, se despierte en él un gran interés por el quehacer científico, demostrándolo cuando apenas con un año de graduado presenta ante nada menos que en la Academia de Ciencias de París un trabajo escrito en colaboración con su compañero de estudios, M. Adel de Rosseville, en el cual elaboran teorías sobre el origen parasitario de todas las enfermedades, así como del involucramiento de insectos en su transmisión. Además, cuestiona la validez de la teoría miasmática, dominante en ese momento, sobre la causalidad de las enfermedades, oponiéndose de esa manera a la teoría de la generación espontánea (Kabbabe, S.).

En ese momento es cuando el Dr. Beauperthuy debe tomar una decisión trascendental. París y Francia le ofrecen seguir estudios e investigaciones en el mejor sitio posible, en plena Europa, donde está surgiendo la medicina moderna que asombrará al siglo XIX. Además, puede gozar del disfrute de todas las comodidades que ofrece uno de los países más desarrollados del mundo, o bien regresar a su América en donde nació. Se inclina por esta última opción, apoyado por la invitación que le hace el Museo de Historia Natural de París, de convertirse en «viajero naturista», para lo cual lo provee de bastante instrumental científico (Rodríguez Lemoine, V.), para poder efectuar su tarea.

De esta forma, emprende el regreso a la isla en donde nació. Es muy probable que también añore el sol, el calor, la brisa del mar, la naturaleza salvaje, los colores deslumbrantes del trópico, su gente alegre y despreocupada. El trabajo de naturalista al que se había comprometido lo complementa al poco tiempo con un viaje a tierra firme y es así como visita varios estados del oriente venezolano, quedando gratamente impresionado por el paisaje exuberante que encuentra, las costumbre y lo amistoso de su población. Cumple con su promesa y envía bastante material a Francia de la flora, fauna y minerales encontrados.

De nuevo en Guadalupe, regresa con la firme convicción de volver a Venezuela e intentar quedarse allí. Lo hace así, de tal manera que en el año 1841 desembarca en las playas de Cumaná. Es acogido cordialmente por la población y de inmediato comienza a ejercer su profesión de médico. Un año después, específicamente el 10 de noviembre de 1842 contrae matrimonio con doña Ignacia Sánchez Mays, de familia cumanesa adinerada, con la que llega a tener tres hijos. Muchos de sus descendientes, han figurado en la historia de las actividades académicas y profesionales del país. Su título de médico lo revalida en la universidad de Venezuela el 20 de mayo de 1844. Vivirá en Venezuela 29 años consecutivos, casi la mitad de su existencia.

Su obra como médico e investigador

Aparte del ejercicio privado de la profesión, recibe diversos nombramientos oficiales como miembro de las juntas locales de sanidad, médico cirujano mayor del ejército, médico del hospital de pobres y el de lázaros. Inclusive desempeñó el puesto de agente consular de Francia por varios años. En 1853 fue nombrado médico de la ciudad cuando Cumaná fue destruida por un terremoto y, un año después, al ser dicha ciudad víctima de terribles epidemias de fiebre amarilla, viruela y cólera. Por esa época, andaba siempre con su microscopio examinando la orina, heces y otras excresencias de sus pacientes. Quizás lo hizo antes, pero con la misma pasión con que Robert Koch en Alemania, lo hacía después de que su esposa, como regalo de cumpleaños, puso en sus manos un microscopio, señalando así el camino a la gloria que conseguiría el científico alemán, cuando descubrió el bacilo de la tuberculosis.

La epidemia de fiebre amarilla que cubrió como médico en Cumaná le permitió ampliar sus conocimientos adquiridos durante más de 15 años sobre la etiología, formas de trasmisión de la enfermedad y tratamiento. Una vez concluida la epidemia, decide trasladar su experiencia e hipótesis a una memoria que, en 1854, publica en la Gaceta Oficial de Cumaná. Allí, sin dudar, escribe que la fiebre amarilla es trasmitida por mosquitos a los que denomina «tipularios». Y no se refiere a cualquier mosquito, sino que especifica que se trata de uno de patas con rayas blancas, de hábitos domésticos (mosquito bobo), que ahora reconocemos como el Aedes aegypti. Advierte que estos mosquitos abundan en las aguas estancadas, razón por la cual casi desaparecen en la estación seca. Igualmente se refiere al periodo de incubación cuando declara que «debe transcurrir un tiempo entre la acción de una causa específica y el inicio de una lesión visible». Realiza experimentos aislando a los expuestos con mosquiteros, demostrando que, «sin la picadura del mosquito, la enfermedad no se propaga». Conocedor de la poca difusión que tendrá su trabajo publicado en Cumaná, en 1856 decide enviar una menoría a la prestigiosa Academia de Ciencias de París, informando sobre sus observaciones y teorías sobre la fiebre amarilla y el cólera, para, entre otras cosas, asegurarse «a toda eventualidad la prioridad de mis descubrimientos sobre las causas de las fiebres en general». Aunque su trabajo fue publicado, no despertó el más mínimo comentario de la comunidad científica y habrían de trascurrir más de cincuenta años, para que su memoria fuera rescatada del olvido. Sin embargo, se debe recordar que fue el ilustre cubano, Dr. Arístides Agramonte, que formó parte importante de la comisión Walter Reed, la cual comprobó experimentalmente la validez del descubrimiento del también cubano, Dr. Carlos Finlay, quién afirmó:

Reclamo para Beauperthuy, el título de abuelo de la teoría del mosquito en la fiebre amarilla, ya que todos reconocemos al Dr. Finlay la paternidad de la doctrina moderna». El mismo Dr. Agramonte agregó que «el primero en señalar positivamente al mosquito como propagador de la fiebre amarilla fue el Dr. Luis Daniel Beauperthuy, un médico francés radicado en Venezuela, quien demostró que la ausencia de los mosquitos excluía la existencia de la enfermedad y quien prescribió los medios fáciles para suprimirla, mediante la fumigación y la prevención de la picadura de los insectos (Archila, R.).

Su magna obra ha valido para que se denomine al franco-venezolano Luis Daniel Beauperthuy como el «padre y fundador de la entomología médica mundial», también como pionero de los estudios de la fiebre amarilla e incluso entre los iniciadores de la investigación en medicina tropical. Debemos recordar que, desde muy joven, apenas recién graduado, lanzó con su compañero de estudios (ya citado), la teoría del origen parasitario de la mayoría de las enfermedades infecciosas. Incursionó sólidamente en el campo de la medicina social, la inmunología y fue un verdadero practicante de la deontología médica.

La segunda parte de su vida la dedicó con afanosa pasión al estudio de las causas y el tratamiento de la lepra. Al final, vivía prácticamente por entero tratando de lograr una curación para los enfermos del mal de Hansen y se puede decir que tan generoso afán lo condujo a la muerte. En 1867 comienza a publicar en la Gaceta Médica de Cumaná y redacta una vasta monografía que fue recogida en el libro Travaux Scientifique sobre su experiencia con la manera en podía curarse tan terrible enfermedad. Sus trabajos llamaron la atención en varios países y los gobiernos inglés y francés lo contrataron para dirigir un hospital en la Guayana inglesa para poner a prueba su tratamiento. Es cuando, como dijimos al principio, abandona la feliz vida hogareña y el amor de su familia, para iniciar un viaje a Demerara, específicamente a la isla Kaow, en la confluencia de los ríos Mazaruni y Esequibo del que no regresará. Llega en los primeros días de febrero de 1871 y fallece súbitamente a consecuencia de un accidente cerebrovascular el 3 de septiembre de ese mismo año. Es enterrado con todos los honores en el panteón militar de la localidad. Así desaparece un abnegado, heroico, bondadoso y sabio médico, que tendría un justo reconocimiento solamente muchas décadas después de su fallecimiento.

Toda su obra se hubiese pedido a no ser porque su hermano Felipe logró rescatar parte de ella en 1872 y, sobre todo, gracias a su hijo, el general Pedro Daniel Beauperthuy, quien amorosamente la editó en francés en 1891, con el título de Travaux Scientifiques. Quizás en parte el desconocimiento de la obra de este genial investigador se debe a la poca o nula difusión que tuvo la misma en los círculos científicos de la época, sin desconocer también la envidia, la mezquindad, el dogmatismo y la pobreza intelectual y moral de muchos de quienes la conocieron y lo conocieron.

Notas

Archila, R. (1953). Luis Daniel Beauperthuy. Revisión de una vida. Revista de la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina.
Kabbabe, S. (2022). Luis Daniel Beauperthuy. Un sabio ignorado por el dogmatismo. Prodavinci.
Rodríguez Lemoine, V. (2007). Beauperthuy. Revista de la Sociedad Venezolana de Microbiología.