Estimo y sostengo que ningún escritor de oficio puede ni debe prescindir de la asidua lectura de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Se trata de un mundo literario que no se agota en sí mismo, pues ofrece inacabables interpretaciones y puntos de vista que cada lector puede aportar a su mejor entendimiento. Es también la historia, metabiográfica y cifrada, de Miguel de Cervantes y Saavedra, autor, personaje enigmático y asombroso, presente en sus doce novelas ejemplares, en La Tía Fingida y en las obras dramáticas del cautiverio de Argel; asimismo, en su obra postrera, de difícil acceso para cualquier lector, Los Trabajos de Persiles y Sigismunda.

Emprendo esta grata tarea como lector asiduo de El Quijote, desde los días de la infancia. Era para nosotros, en la casa materna, un libro de sobremesa, cuya lectura compartía con nosotros mi padre, entregándole a mi madre la vieja edición, llena de notas y marcas, en esa hora que sucede al condumio del fin de semana, para que nos leyera parte de un capítulo, instándonos luego a comentarlo, como bisoños caballeros andantes de la literatura, bajo su certera guía de conspicuo lector, él, y refinada lectora, ella. No soy un erudito cervantino -ya lo hubiese querido ser- pero la pasión amorosa por las letras suele producir buenos lectores y acrecentar, asimismo, los conocimientos en este oficio autodidacta cuyo aprendizaje solo termina cuando ya no somos capaces de abrir la inquieta ventana del libro.

Miguel de Cervantes quería ser un poeta reconocido en su época; era su máxima aspiración estética. En El Quijote intercala versos, poemas en forma de soneto. No logra emular a Calderón ni a Lope ni a Góngora. A propósito, en carta de agosto de 1604, firmada por Lope de Vega, éste afirma que: «no había poeta tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe el Quijote».

Pero Cervantes entiende y sabe que la poesía es la mayor síntesis del lenguaje. Por eso, emplea el verso como sentencia, conclusión y apotegma en toda su obra. Quizá le faltó tiempo de vida para colegir que El Ingenioso Hidalgo es un inmenso poema que sus lectores reescribimos en cada lectura, haciendo de su discurso inmortal nuestra propia poética.

Quiso también Miguel ser soldado. Junto a su hermano Rodrigo, combatió en Lepanto, ocasión en que Miguel perdió la movilidad de su mano izquierda. (octubre de 1571). Fue apresado por corsarios al servicio del Turco y permaneció cinco años en las cárceles de Argel (1575-1580), donde escribió sus primeras obras de teatro. Entonces, no era incompatible la dualidad Armas y Letras; la gloria se insinuaba en ambas y el escriba cronista narraba las hazañas imperiales y las proezas del imperio español.

Mutilado, Cervantes intentó pasar a Indias (Nuevo Mundo) como Tenedor de Libros para la Capitanía de Colombia. Fue rechazado. Suponemos que también perjudicó a su propósito el hecho de ser tartamudo. No obstante, obtuvo el cargo de alcabalero (recaudador de impuestos). Debido a los malos consejos de un conocido, entregó dineros de la alcabala para un emprendimiento financiero que le reportaría ingentes beneficios. Fue encarcelado por un desfalco de fondos reales.

Don Quijote y Sancho son los dos seres que integran el alma y la conciencia de Cervantes. Su novela fundamental es autobiográfica, en el sentido de la introspección profunda y de la catarsis de fracasos y padecimientos. Sigmund Freud aprendió mucho de Cervantes; asimismo, de Shakespeare. Y es que la buena literatura es harto más que un entretenimiento evasivo. Es el espejo y el oráculo de la condición humana, volcado en el misterioso universo de las palabras.

Miguel amó con predilección a su hermana Andrea, la primogénita, tres años mayor que él. En su tratamiento literario de las mujeres, está latente ese sentimiento de amor fraternal y de admiración vital y estética. Andrea era hermosa, desenvuelta, de aguda inteligencia. Mujer culta para su tiempo, cuando a las féminas «cristiano-viejas» no se les enseñaba a leer y escribir. De ahí una prueba más de la ascendencia judía de Cervantes, pues todas las mujeres de su familia eran instruidas. Cada vez que Cervantes se refiere con cariño y admiración a una mujer, parece resplandecer en su memoria la bella imagen de su hermana Andrea.

A fines de 1569, Miguel de Cervantes camina con su hermana mayor, Andrea, por una calle de Madrid. Se cruzan con un hidalgo llamado Antonio Segura. Éste se vuelve, al pasar, y dice: - «Ahí va la puta». Miguel desenvaina su espadín y le propina una cuchillada, dejando gravemente herido al injuriador. Fue condenado a la amputación de su mano derecha. Huye de la justicia española y se refugia en Roma, donde servirá dos años como ayuda de cámara del cardenal Acquaviva, sacerdote conocido en su época por sus prácticas homosexuales.

Salva su mano derecha, la de la escritura inmortal. Dos años más tarde (octubre de 1571), pierde el uso de la mano izquierda en la batalla naval de Lepanto. El inescrutable destino eligió bien: el frustrado guzmán devino en el más grande escritor en lengua castellana.

La primera mujer en la vida de Miguel -qué duda cabe-, es su madre, Leonor de Cortinas, hidalga oriunda de Arganda del Rey, en las cercanías de Madrid. Luego de conocer a Rodrigo de Cervantes, humilde cirujano cordobés, casó con él, a disgusto de su familia, que se negó a entregar la dote ante la mala elección del cónyuge. Cirujano, sangrador y barbero, poca cosa para la hija de hacendados de buen pasar. Así comienzan, para la vida del ingenioso Miguel, las contradicciones entre el ser y el deber ser, entre los rigores cotidianos y los sueños de inasible grandeza.

Se dice que Leonor sabía leer y escribir y que era lectora pertinaz. Al mismo tiempo, se afirma que su familia provenía de cristiano-viejos sin mácula, lo que resulta dudoso si consideramos que los únicos que educaban a sus mujeres en las letras eran los judíos, conversos o no. Y esta tradición se mantendrá en la familia Cervantes, favoreciendo a sus tres hermanas y a su hija Isabel, como queda dicho en aquella curiosa obra del Manco, La Tía Fingida, donde se exaltan, además, otros atributos de aquellas mujeres, sin duda avanzadas para su tiempo, arriesgándose de manera continua en acciones y hechos de inusual liberalidad.

Los documentos de la época, varios y fidedignos, demuestran que esta madre, ejemplar en la defensa de sus hijos, engañó a funcionarios reales y a sus propios vecinos, empeñada en su tarea de rescate. Parece que hacía suya la vieja sentencia de Maquiavelo: «El fin justifica los medios». Y tuvo premio su pertinacia, pues el 19 de septiembre de 1580 queda en libertad Miguel, el Manco de Lepanto. Trece años más tarde, Leonor de Cortinas tendría su pasamento o tránsito a la otra ribera, sin haber conocido la obra capital de su hijo ni los primeros fulgores de su fama.

Durante los cinco años de su cautiverio en las mazmorras de Argel, Miguel de Cervantes se involucró en cuatro intentos de fuga. Este atrevimiento estaba penado con la inmediata decapitación.

¿Por qué no fue ejecutado el Manco de Lepanto? Hay tres interpretaciones para ello y ninguna prueba concreta: la primera, que el precio de su rescate era muy alto para perderlo con su muerte; la segunda, que Miguel estaba protegido por Zorayda, la amante preferida del Bey argelino; la tercera y de menor crédito, quizá, era su posible relación carnal con el sultán. Los guerreros turcos practicaban la bisexualidad; esto lo experimentaría Lawrence de Arabia, tres siglos y medio más tarde, con el comandante turco de Medina.

Cervantes escribió en prisión su obra dramática Los baños de Argel, nombre que se daba a las cárceles, por cuya base corría siempre el agua. Una tortura permanente más que una prebenda de lugar ameno. La historia de su trama revela aquella distante relación amorosa entre Zorayda y el cautivo español, que se comunicaban mediante mensajes entre una alta ventana y el patio de los prisioneros. Si Zorayda no escribía el castellano, sí lo hacía Cervantes en lengua árabe. Esta versión me complace. Todo poeta que se precie ha encantado a alguna hermosa dueña con versos trazados en una hoja volandera.

Uno de los temas que agitan los demonios de Cervantes es el de los celos. En la novela El Celoso Extremeño, una de sus mejores «novelas ejemplares», narra la historia de un rico hidalgo maduro, que casa con una joven doncella, ayudado por los méritos de su fortuna, encerrándola en las paredes de su casa e impidiéndole contacto alguno con otro varón. Si a través de la celopatía se puede construir una fortaleza en torno al objeto paranoico del amor, ninguna ciudad amurallada basta para proteger lo que entonces -fines del siglo XVI- se llamaba la honra de la mujer casada. El genial alcalaíno lleva al lector a través de una sencilla trama y le expone ante las vicisitudes y sobresaltos del celoso y de la dueña enfrentada a subrepticias y atractivas tentaciones.

Miguel de Cervantes nació, vivió y murió acuciado por la precariedad económica, puesto que su familia estaba conformada por hidalgos pobres, muy abundantes en España, en todos los tiempos. La escasa fortuna aportada por Leonor de Cortinas, su madre, al parecer, fue consumida por los malos manejos financieros y las constantes deudas contraídas por su padre, Rodrigo Cervantes, quien pasó la mayor parte de su existencia procurando obtener certificados de «pureza de sangre», ya que su bisabuelo materno era un judío sefardita procedente de la Judería de Rivadavia, en Galicia. Obtener tales documentos resultaba difícil y oneroso, pero aún más dificultoso era medrar no siendo «cristiano-viejo», según imponía el criterio discriminador de la Iglesia Católica de la Contrarreforma.

Al respecto, cabe considerar que un importante sector de cervantistas conservadores niega esta supuesta «mancha» de la genealogía cervantina. Pero a la luz de los documentos aparecidos en las últimas tres décadas, las pruebas de tal condición son irrefutables. Como antecedente de reafirmación, ya señalado, podemos afirmar que, tanto la madre como las tres hermanas de Miguel de Cervantes sabían leer y escribir correctamente, atributo solo explicable, en ese contexto histórico, entre judíos o sus descendientes, ya que estos se preocupaban de educar a sus mujeres y cultivarlas –como se decía- más allá de la simple y atroz sujeción a las tareas domésticas que imperaba en las familias católicas, de manera transversal.

Cervantes es también el primer novelista que establece una suerte de interlocución lúdica con el lector, a través de diversos mecanismos narrativos, inéditos hasta entonces. Comienza a contar la historia del hidalgo con detalles de su prosapia y de la composición de su núcleo familiar, aderezada con minucias domésticas; no obstante, elude la localización exacta, manifestando que es «un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme». Esto ha dado pábulo a diversas interpretaciones, al extremo de asociar «la mancha» con la condición sefardita del Manco de Lepanto, como una alusión a su imposibilidad de ser «cristiano-viejo», condición que en su época iba más allá de ser noble, hidalgo o villano, pues se trataba de la cualidad moral imprescindible de todo cristiano bien nacido, asunto que aseguraba la honra terrenal y proveía del pasaporte al Paraíso. Por algo su padre, Rodrigo de Cervantes, cirujano, barbero y sangrador, gastó parte considerable de su vida y hacienda en procurar los documentos que acreditasen su «limpieza de sangre», ardua encomienda frustrada, como muchas otras en su familia.

Miguel de Cervantes es un creador de varios disfraces y heterónimos. Tal vez porque no se siente seguro de su propia identidad; porque, como Don Quijote, quiere y pugna por ser otro de quien es en ese plano habitual que llamamos «realidad». Toda su existencia se ha desarrollado en la búsqueda de diversos destinos que le fueron esquivos. Al final de sus días tendrá la certeza de haber sido un escritor de importancia, pero sin percatarse de la dimensión de su genio, sin entender que El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha es su obra maestra. Cuatro siglos han pasado de la primera y segunda publicaciones, y aún lo leemos con la fruición de un hallazgo; aún no desciframos todos sus enigmas ni aprehendemos el significado final de la incomparable novela.