La cancha se había muerto, yacía sin vida y había abandonado este mundo. Pasaba a formar parte de una lista que no tiene registro —pero existe— de cosas, personas y seres que no participan de este mundo. Ya ni siquiera padecía historia cuando antes la había vivido, incluso la había creado, celebrada sobre su pasto artificial que tanto gozo había dado.

Es cierto que no estaba bajo tierra ni agusanada como cualquier cadáver, se mantenía sobre el mismo lugar, expuesta para que todos vieran la ignominia, rodeada de puestos callejeros y aún colgaba un cartel metálico que le daba identidad con el nombre de un viejo boxeador del barrio de glorias perpetradas antes de su existencia.

No se dijo una perorata exaltando sus virtudes ni se preparó una ceremonia para homenajearla, pero sí se había quemado la vez de las bengalas. Se intentó revivirla, mas se empeñó en dejar de existir y, como todo se transforma, pasó a convertirse en un estacionamiento que, quien sabía de ella, lo sentía como un dolor profundo.

El último partido que nos permitió se jugó un viernes en el torneo de «Primera especial», a las nueve, en una noche fresca y de lluvia. Se celebró una gran fiesta como cada final del torneo que resguardaba cada año. Cayeron millones de papelitos brillantes, convocó a familiares y amigos de cada equipo y a los que disfrutaban del buen fútbol, porque eso estaba garantizado.

Una tribuna con salida por un solo lado, repleta; trago y humo corría por ella. El pasto se resguardaba seco por el toldo y la número cinco —que en esa cancha siempre era del cuatro— nunca se perdía.

Los altavoces, las presentaciones, un hermoso trofeo que no fue entregado y nadie nunca supo dónde quedó ni quién lo tomó. Era uno de los barrios más populares, de esos que son muy grandes y ha dado boxeadores, futbolistas, escritores y delincuentes de todo tipo. De todo eso se encontraba aquel día entre las escuadras y entre los espectadores. Nunca fue televisado, pero se jugó mejor y con más categoría que varios que he visto en primera.

Todos recibían su cuota al final de cada partido y, como es costumbre, los delanteros cobraban más. Quizá ahí debimos advertirlo todo. Ahí comenzó a pudrirse.

De que existió no hay reparo; si se pactaba en un encuentro normal, en un partido por el campeonato, sin dudarlo. Solo los dueños sabían cuánto. Por ahí alguien dijo que en principio habían sido diez miles, pero el ánimo era enervante y se cree que, en una demostración de poderío, fanfarronería y seguridad se llegó a los cincuenta; más el honor de todo el barrio en disputa, claro.

No relataré el juego, pero hubo de todo y quizá había dejado de ser tal cosa; quizá nunca lo fue, ni lo será más nunca. Expulsados, shootouts, velocidad, gambeta, mucha gambeta, gritos, vehemencia y goles como te puedas imaginar. Dicen que hubo varios desmayados en la grada, no se sabe si por la emoción o la pasta. También se «cantaron dos tiros derechos», como se dice en aquel lugar, pactados al primer cuarto, pero celebrados luego del segundo, durante la pausa más larga.

Perder no es algo fácil porque se desea que nunca pase. Se dice que se debe aprender y hay muchos que ni a clases fueron. Eso no significa que no aprendan, la vida siempre enseña; habría que averiguar qué.

El marcador se supo, pero no valió, esa noche no tuvimos campeón. El último gol fue un lujo luego de un montón de toques, gambeta, desborde, que entró de último minuto, casi como si no estuviera invitado y se reventó lo que era, hasta entonces, una celebración para casi todos los presentes.

Como es normal en estos casos, en principio nos llegaron muchas teorías, todas muy distintas. Pero como también sucede siempre, alguien se «ponchó» y se supo todo.

Un grupo, que custodiaba el estacionamiento, esa única salida, de manera constante informaba al patrón todos los pormenores. No se había presentado aquel día tan importante por seguridad. Puteaba al que fallaba y ordenaba sacarlo, gritaba desde el otro lado y exigía que se hiciera tal o cual cosa.

Sobra decir que en ese lugar no hay policía. Faltaría colocar esos carteles que en otro estado versan. «Está usted en territorio en rebeldía. Se prohíbe estrictamente... Aquí el cártel manda y el gobierno obedece». Para declarar lo que sabemos todos.

Esto me lo contó el fisio que se encargaba de reparar a todos los de esa cancha un día que acompañé a Miguel a que se revisara el cruzado. Luego de saber dónde habían parado los más famosos y aclarar que deseábamos correr por entre ese bosque, que es como lo llamaban, pero el dependiente nos daba vueltas y aseguraba que el nuevo torneo no había comenzado, pero seguro muy pronto, decía.

Al enterarse del último gol dio la orden y apagó el aparato.

Hubo pánico y metralla. Todos cayeron y el verde se pintó de sangre. Entonces, en ese instante decidió morir, no por el plomo ni por los agujeros. Murió de tristeza en esa paradójica soledad repleta de cuerpos.

Se le mutiló una pared y ahora se miran los arcos sin pintura, la reja oxidada, le escurre aceite y grasa y nunca más rueda la más hermosa.