Aburrido de la cartelera de nuestra TV, tuve la suerte de encontrarme en el cable con un programa que hablaba de un chelista cubano y su mujer pianista, quienes explicaban su proyecto artístico desarrollado en un local en el centro de Berlín. Ese espacio es su lugar de trabajo diario. Decorado de manera muy minimalista, bastante sobrio, en el cual sobresale un piano de cola, y muy cerca, un mueble adosado a la pared donde destaca una moderna cafetera. El resto del ambiente, lo conforman un par de sillones, una mesita de centro, la pared adornada por unos cuadros y un par de afiches relacionados con música. En un pedestal descansa, como partitura, una suerte de minuta culinaria, cuyo menú diario es una larga lista de grandes maestros de música clásica o docta. Un auténtico manjar para deleite de los comensales. Desde el exterior, a través del enorme ventanal, se puede leer un cartel que invita al transeúnte a entrar y consumir un concierto personalizado, por un módico precio.

Esto significa que cualquier peatón puede entrar y solicitar un concierto gourmet, a la carta. Con esta iniciativa, este par de artistas comentaban que logran generar ingresos. Pero lo fundamental para ellos es romper la soledad que normalmente vive un músico o un artista después de cada presentación. Una vez que los aplausos silencian y se apagan las luces, la soledad los consume. Pero en su local de Berlín, luego del petit concert, surge la posibilidad de compartir una amena conversación con el público, disfrutando un rico café. Este ejemplo es muy elocuente para explicar la necesidad -que no solo los artistas tienen- de buscar diversas fórmulas que nos permitan reencontrarnos con el público, con los amigos, en forma presencial. Hoy más que nunca, ya no únicamente por el sistema económico reinante, que nos transforma en seres individualistas, egocéntricos, en seres consumidores de lo que haya, sino que a esta realidad se sumó la pandemia, que terminó por acrecentar nuestro aislamiento social. El mundo de hoy exige que salgamos de nuestra zona de confort y experimentemos, sin miedo, lo nuevo, lo diferente, los cambios, las nuevas realidades.

Esta situación me trae el recuerdo del cine móvil que conocí en Mozambique. Vivíamos una guerra civil atroz. La única manera de informar, de tener contacto con la gente en zonas rurales, aisladas por la guerra, era enviando un vehículo con un proyector de 16mm y el noticiero semanal Kuxa-Kanema. Esa experiencia la llamo «hacer cine con el proyector». Esto significa estar junto al público y dialogar con ellos, ser parte de sus realidades, y hacerlas nuestra mediante la imagen viva.

Pero el mundo de hoy es otro a partir de la avasalladora importancia que la internet y sus redes sociales adquirió en nuestras vidas. Hemos perdido la capacidad de leer una hora seguida sin consultar varias veces nuestro teléfono móvil. Estamos obsesionado por la prisa, por lo inmediato, hemos perdido la paciencia, lo cual nos hace vulnerables a la ignorancia, abusar de la generalidad y caer en la demagogia. Nuestra capacidad de reflexión disminuye. Qué pena que nuestra TV este plagada de opinólogos sabelotodo, que nos hablan de arte, política, fútbol, de Wall Street, de la guerra de Ucrania, de doña Juanita y del tiempo, como si fueran el oráculo irrefutable de la realidad.

Otro momento que tengo muy fresco en la mente fue cuando Manuel Pellegrini aún no era internacional y entrenaba a la Universidad Católica. Debía enfrentar a Colo Colo, como local, pero no podía hacerlo en San Carlos, debido al peligro que representaba la «barra brava» del cacique en las pacificas alturas de Apoquindo. El partido debió jugarse en la plaza Chacabuco, en el viejo estadio Santa Laura. La prensa hablaba del enojo de Pellegrini, quien manifestaba sentirse perjudicado. ¿Por qué jugar en la misma ciudad podía ser una desventaja? La razón era que los habían sacado de la zona de confort, es decir, en su localía, lo que traía como consecuencia, incertidumbre en el resultado.

Cuando hice el film, Mozambique, imágenes de un retrato, sabía que transitaba por la cornisa, debido al lenguaje visual y sonoro que utilicé, las crudas imágenes de miles de personas víctimas de la guerra civil que huían sin destino por la selva, se contrastaba con la banda sonora del film, que era sacada de radios internacionales que transmitían por onda corta, las que reflejaban un mundo exterior, insensible, con la realidad que describían las imágenes. Mientras veíamos mujeres, niños, escuchábamos diversos temas musicales como los Beatles, Charles Aznavour, Edith Piaf, Amalia Rodríguez, y Lionel Richie, entre muchos otros cantantes occidentales.

Siendo yo extranjero, descendiente de portugués, viviendo en una ex colonia de mis antepasados, en un periodo complejo de guerra civil, donde existía un Ministerio de Información (control ideológico), que revisaba el contenido y definía qué film podía representar al país, mi propuesta artística no fue un impedimento y terminó ganando el premio al mejor documental en el Festival de Moscú en1987. Mi film representaba una mirada diferente de un mismo tema y ellos supieron comprenderlo.

Salir de lo habitual para experimentar, para conocer otras variantes, alternativas, perder el miedo a lo nuevo, a lo desconocido, es una señal de crecimiento, de evolución. Enfrentar a un rival, sea en el ámbito que fuere, aplicando tu estrategia, tus ideas, pensamientos, sentido común, criterios, apoyado en tus vivencias, y conocimientos, sin tener que ser necesariamente el ganador, no buscas derrotar a tu colega, sino que compartir y reflexionar con él, según los cánones hoy olvidados del «espíritu olímpico», base del concepto esencial del deporte, permite que aflore lo mejor de ti durante el desafío. Esto significa que entiendes lo que es la vida: es la convivencia en paz, armonía, en el respeto, en el quehacer colectivo, en la creación, en el superar fronteras mentales con ecuanimidad. Si queremos construir un país más justo, más democrático, debemos todos salir de la zona de confort y aprender a convivir en paz con nuestras diferencias. Es aquí cuando me hacen sentido los tres nuevos derechos humanos de Humberto Maturana: derecho a equivocarse, derecho a cambiar de idea y el derecho a irse sin que nadie se ofenda. Solo de esta manera podremos enfrentar un mundo diverso donde no sea necesario ser el primero, sino donde todos pueden ser uno al cruzar la meta bajo la antorcha de la eterna olimpíada humana.