I

El frescor que siente al abrir la puerta del refrigerador de la cocina la hace reflexionar. ¿Dónde van los limones, afuera o adentro del refrigerador? Sus cavilaciones son como una telaraña de cables que se tejen sobre las azoteas de los edificios a su alrededor. De chica estaba segura de que detrás del enorme aparato blanco de su mamá vivía un fantasma. Recuerda el espanto que sentía al pensar que las sombras que se proyectaban sobre los azulejos aprovecharían cualquier distracción para jalarla y dejarla atrapada entre las juntas de la pared y el piso.

Se ponía lista para que el fantasma siguiera acurrucado en el rincón y no se despertara de repente. No le gustaría acabar en ese lugar siniestro que queda rozando entre los muros y el techo, en ese punto al que todos los perros que vivieron en casa le ladraban y en el que a todos los gatos se les ponían los pelos de punta. Le hubiera gustado que sus hermanos no se burlaran de ella o que su madre le hubiera pasado la mano por la espalda para hacerle entender que le creía, que la protegía. No hay nada como esa ternura que se despliega de la empatía. Esa que esperó de sus familiares y no llegó. Hay personas que se pasan la vida entera esperando algo que no llegará e invierten tiempo en justificar las razones por las que jamás desplegaron amabilidad, ya no digamos cariño.

II

Llegaban con la compra. Distribuían las cosas para ponerlas en su lugar. Los hermanos siempre le pasaban las cosas que debían ir en el frigorífico porque sabían lo que eso le provocaba. ¿Mami, dónde van los limones? Se reían de ella y sus risas eran como un grillo ronco que se le metía al oído y le perforaba el corazón. El motor del refrigerador se distendía como el croar de una rana: continuo, uniforme; era la mistificación del ruido. Tensaba la mandíbula, apretaba los labios y se quedaba parada frente a la puerta sin atreverse a mover los pies.

Solo sus mascotas sabían. La miraban y ella presentía el entendimiento. Los ladridos la estremecían, los maullidos la enervaban y ella contemplaba aquella esquina con tanta atención, como si no quisiera distraerse y permitir que el fantasma la mordiera y la desgarrara.

III

No molesten a su hermana, déjenla en paz. Alita mira la puerta del refrigerador y se petrifica. Aprieta el cucurucho de papel de estraza en el que la señora de la frutería le entrego medio kilo de limones agrios. Abre la puerta. Sostiene el maneral como si estuviera soportando el mundo entero. Mete la cabeza como si creyera que es un pedazo de pizza o un paquete de verduras congeladas. Cierra eso, se va a salir el frío y se va a echar a perder la comida.

Alita mira a la madre, tiene una mueca que le hace pensar que le dio una chupada a una mitad de uno de los limones que trae en el cucurucho. Las cejas se mueven rápido, se alarga y se encojen, se agazapan y se extienden. La niña tiene la mirada extraviada como si las pupilas estuvieran debatiéndose entre desfallecer o brillar. Se muerde los labios. Tiembla.

IV

Alita es tonta, Alita es tonta, Alita es tonta. Mamá nos dice que no molestemos a mi hermana. Viene directo a nosotros y nos pone un pellizco a cada uno. Sentimos que la piel del brazo nos queda caliente y roja. Déjenle en paz, la van a hacer llorar. Alita no llora. Solo abre la boca y se le salen las babas que se le corren por las comisuras de los labios y le escurren por la barbilla. No es como las otras niñas que saben llorar a lágrima viva, lloran a chorros. Ella se queda parada como estatua frente a la puerta del refrigerador.

Se queda quieta ahí sin importar que se le enfríe el alma. Se le ponen los labios morados y tiembla. Es tonta. Si tiene frío, debiera cerrar esa puerta. Pero se le opacan los ojos, como si quisiera volverse transparente, como si se estuviera escondiendo entre las rejillas del refrigerador o quisiera meterse en los huecos que sirven para poner los huevos que traemos del mercado.

V

Si respiro quedito, puedo resistir. Si no me muevo, no se va a dar cuenta de que estoy aquí. Si no cierro la puerta, no me verá. Que se quede ahí atrás, que no venga ni se salga de su lugar. Si me acerco más, vendrá. Si me alejo, se va a dar cuenta. ¿Dónde van los limones, afuera o adentro del refrigerador? Siento que el corazón va corriendo tan rápido como el caballo de un vaquero, tan rápido que ya lo traigo en la garganta y tengo miedo de que se me asome por la boca. Si lo ve el fantasma, me lo va a arrancar y yo también me voy a convertir en un espectro.

Puede saltar en cualquier minuto y salir de su hueco oscuro. Ahí atrás está vigilante, en pie de guerra. Me tiemblan las piernas. Veo todo tan borroso. Entro en una niebla. La luz se desintegra. El piso se bambolea. Me voy a caer.

VI

La nana Loi la toma del brazo. Niña Alita, ¿qué haces? Los limones no van en el refrigerador, se ponen en el frutero que está junto a la alacena. Anda, vámonos de aquí. Le da una palmada en la espalda. Sabe. La carga en brazos. Entiende. La abraza. Tal vez, puede ver lo que hay detrás del refrigerador. Tal vez sea que puede adivinar lo que se oculta atrás del corazón de la pequeña.

Alita cierra la boca. Les enseña la lengua a sus hermanos y sale de la cocina apartando la mirada del refrigerador.

VII

El frescor que siente al abrir la puerta del refrigerador de la cocina la hace reflexionar. ¿Dónde van los limones, afuera o adentro del refrigerador? Sí, han pasado tantos años y se sigue preguntando las mismas cosas. Piensa en el destino y en lo que le habrá deparado al fantasma que al fin logró ahuyentar, si ya no vive detrás del refrigerador, ¿vivirá ahora debajo de la cama?