Ambos vivíamos en el mismo distrito de Barcelona —el Ensanche de Cerdá—; vivíamos en los extremos opuestos del mismo distrito, apenas separados por 5 km de calles anchas y arboladas. Nos habíamos conocido en una página de contactos: Ella 40 y algo años nacida en Porto Alegre, yo 45 años nacido en Barcelona. Al poco rato ya estábamos intercambiando mensajes por WhatsApp, mensajes cada vez más calientes; aquella noche nos dijimos «cosas» por teléfono.

La primera cita fue a las 6 de un día 6 en el Convento de San Justo y Pastor,1 sitio en la Barcelona vieja. Es un edificio gótico de 1345 construido sobre las ruinas de un antiguo templo romano del siglo I d. C. que ha sobrevivido a las guerras y revueltas anticlericales que al grito de «Muerte a los curas, quemad las iglesias» destruyeron conventos en esta ciudad también llamada Rosa de Fuego.2 La cita fue a las 6 de un día 6. Para reconocernos dentro de la iglesia, nos dimos una señal secreta: el primero que llegase recibiría al otro junto al altar mayor y con los brazos abiertos.

Llegué un poco antes de la hora prevista. Cuando sonaron las campanas 6 veces, yo estaba de pie frente al altar mayor admirando el Retablo de la Pasión (1530). Me giré hacia la puerta de entrada y justo en ese instante, apareció ella en la penumbra: estatura mediana, melena oscura con flequillo teñido de verde pistacho, abundantes curvas en las caderas y montes saltones más arriba. Observó a izquierda y derecha, escrutó a los 4 feligreses —todos turistas— allí presentes y, mirando al altar mayor, descubrió mi silueta con los brazos abiertos iluminada a contraluz. Avanzó hacia mí por el pasillo central, despacio, pero sin pausa, se detuvo a 2 metros.

—Yo soy Paula —susurró.

—Yo soy José —respondí.

Ella saltó sobre mi cuello, nos abrazamos. Nos besamos largamente en la boca con las mascarillas puestas —eran tiempos de Covid-19—, la suya de color negro, la mía quirúrgica de color blanco; nos mordimos los labios intercambiando fluidos a través del filtro tapabocas. Dos monjas y un fraile vestidos de gris, iluminados con escasas velas, nos observaban con cara angelical desde la escalera subterránea que baja hasta el Pozo de los Mártires.3 Olía a incienso.

Oímos un abrir de cerraduras con grandes llaves antiguas y el chirriar de rejas centenarias rozando hierro contra hierro. Se oyeron pasos retumbando entre los muros, se acercaban pausados.

—¡Bienaventurados los limpios de corazón! —se oyó desde atrás.

Yo me di la vuelta para verlo, Paula abrió los ojos sorprendida. Un cura negro vestido de blanco nos esperaba con los brazos abiertos y mirada angelical.

—Ésta es la casa del Señor. ¡Bienvenidos a la casa del señor! ésta es vuestra casa. Nos sentimos felices por ver el amor que irradian vuestros ojos y deseamos acogeros en nuestro seno. Pasad y comed de nuestros alimentos, la cena está preparada —prosiguió.

El cura —bajo y delgado— se metió entre nosotros, cogió a Paula por la mano derecha y a mí con la izquierda, nos trasladó flotando por largos pasillos abiertos con grandes ventanales góticos hasta el refectorio: tras las mesas alineadas a ambos lados de la nave, 22 curas multirraciales todos vestidos de gris, nos esperaban en pie. El abad —alto y atlético— nos acogió en su mesa presidencial y nos invitó a sentarnos: él en el centro, nosotros a ambos lados.

Durante la cena, un monje leyó textos bíblicos sobre el «amor con rostro», la Sagrada Familia, el matrimonio. Comimos sopa de pescado y merluza al horno acompañados de buen vino blanco afrutado; con nísperos de postre. Recuerdo que eran nísperos muy dulces, recién cogidos de la huerta en el claustro del convento, eran dulces y sabrosos, pero llenos de huesos; mientras que mi chica —que también era dulce y sabrosona— prometía abundantes carnes bajo sus vestidos. Al terminar ya era de noche. Un fraile nos acompañó, cruzando por largos pasillos oscuros. Se fue la luz eléctrica y nos quedamos parados. El cura volvió pronto con dos candelabros encendidos con siete velas cada uno; nos acompañó hasta los aposentos de las visitas, lejos del dormitorio comunitario; él iba deprisa, conocía bien el camino, nosotros caminabamos despacio medio asustados.

La puerta era de madera maciza, dio un golpe seco al cerrarla y el eco resonó por todo el edificio. Nos dejó un candelabro encendido sobre una mesa esquinera y se fue, las sombras proyectaban fantasmas sobre las paredes. De repente, volvió la luz eléctrica. Una cama grande ocupaba el centro de nuestra habitación, pero no estábamos solos: un gran crucifijo presidía la sala con los brazos abiertos sobre la cabecera, el retablo del Sagrado Corazón colgaba a un lado y la imagen de la Magdalena al otro. La Virgen de Montserrat —morena— y el Niño nos hacían compañía desde la mesita de noche. Una edición del Nuevo Testamento descansaba en el cajón. Parecía que todos nos observaban. Tuvimos que apagar la luz del dormitorio para alejar tantas miradas; un rayo de luna iluminó nuestra almohada acompañando nuestras evoluciones. Los aromas de azahar penetraban por la gran ventana, venían del claustro gótico poblado con naranjos y nísperos.

Paula paseó su larga cabellera durante un buen rato por toda mi piel. Hablábamos en silencio: más con los ojos que con la boca, más con la lengua que con los labios, más con los dedos que con palabras. Primero fueron las posturas habituales; luego empezaron las acrobáticas —salidas del Kama Sutra—; después llegaron las imposibles, hasta acabar en cruz.

Las campanas nos despertaron al amanecer, los monjes se levantan temprano. Un fraile —gordete y simpático— llamó a nuestra puerta: «El desayuno está servido». Tuvimos que saltar de la cama, nos lavamos muy rápido y nos vestimos deprisa —yo llevaba los pantalones del revés y tuve que regresar para cambiármelos. Seguimos al fraile por pasillos y laberintos hasta el refectorio: todos seguían allí de gris, esperando de pie, alineados y sonrientes.

Fue un desayuno ligero: café con leche, dulces, algo de fruta. Una despedida cálida nos devolvió a la ciudad habitada: Barcelona.

Notas

1 Tostado, F. J. 2000 años de Historia bajo el suelo de la iglesia de los santos San Justo y Pastor.
2 F. Engels escribió: «Barcelona, la ciudad industrial más grande de España, ciudad cuya historia registra más luchas de barricadas que ninguna otra villa del mundo», palabras que resuenan en alguna página de La montaña mágica, de Thomas Mann. Fuente.
3 Barcelona Secreta. En este pozo de Barcelona se sacrificaban cristianos.