Lo que nos costaba ir al fútbol en realidad eran solo cinco pesos, pero no resultaba fácil. Buscábamos debajo de los estantes de las tiendas deseando que algún flojo o un artrítico que sufriera de la espalda prefiriera dejar rodar esa insignificante moneda y no levantarla, alguna otra otorgada por mamá, no sin resistencia porque decía que tardábamos mucho y jugábamos poco. Por eso, al fin de juntarlos, preferíamos convertirlos por una única moneda; ya antes, por separado, se nos había perdido una y descompletado ese cinco que nos regresaba pronto a casa. Ah, el cinco, qué número de tanto esfuerzo.

Si lo miro ahora me parece un ritual hermoso, bajo la luz mortecina de la rambla, con sus faroles, luces de colores y atracciones de todo tipo. No empezaba llegados a la cancha cuando mirábamos las paredes del estadio. No, no comenzaba en ese verde tan liso, ni al mirar los jugadores bien uniformados, acaso un par de camisetas algo oxidadas. Tampoco el rodar de la pelota daba inicio. Las otras gentes iban en la misma dirección y hacia el mismo lugar, pero a jugar a otra cosa, con su andar parsimonioso; sujetos que esquivábamos en un slalom interminable.

Luego sería encontrarme en la esquina con los pibes del barrio, ir a donde los trapos, tomar una birrita (o dos), repasar las posibilidades y la tabla, probar los tambores para partir en el micro haciendo todo ese ruido.

Aquellos días el ritual comenzaba desde antes, duraba toda la semana en la búsqueda de aquel tesoro, para una vez llegada la feria, correr para hacer mover la redonda.

En aquel momento no recuerdo dónde quedaban los guríes con quienes pateaba toda la tarde una de gajos que ya había perdido varios, creo que ellos poseían varios cincos y me era difícil seguirles el paso. Tal vez un ritual muy íntimo del que aún no me daba cuenta, que nos unía en las horas más aciagas. Escuchamos historias, pequeños trucos donde ataban un hilo muy delgado de la moneda al dedo y así, al fin del partido, gastadas las cinco bolas de color opaco, poder traerla de vuelta, dejar que caiga de nuevo y tener cinco vidas más. Pero nunca fui muy audaz, además debía darle un buen ejemplo a mi hermanita.

Éramos muy pequeños y nos costaba sujetar las gomas, manipular todas las barras; debíamos correr desde la delantera a la portería y rápidamente al centro, por lo que nuestras escuadras se miraban desproporcionadas, sin recorridos parejos entre líneas, como si no practicaran.

Aun así, los partidos eran duros, duraban largo tiempo, sobre todo porque cuando era gol cantado, ocurrían esas cosas que solo tiene el fútbol, que es impredecible y asombra; entonces una mano salía de algún lado, una mano nuestra, ya no del portero que nunca las despegaba de sus costados, evitaba el gol y el partido continuaba.

Algunas veces nos acompañaba Dagon, que esperaba paciente, echado con las patas hacia atrás, como los lagartos y la lengua de fuera. No sé si le gustaba mirar los encuentros, pero sí correr todo el camino con nosotros hacia la canchita, tanto que siempre llegaba primero, y si algún vago se acercaba fumando su cigarrillo con actitud de apurarnos, ladraba y ya entonces había que pensarlo dos veces o buscar otra mesa.

Por eso cuando mamá, recargada en el umbral, nos reprendía por la tardanza, porque ya no quedaba luz y porque mañana había escuela, yo siempre respondía que él siempre nos cuidaba.