Haces música solo en tu cueva y te hartas de escucharte a ti mismo, pones un anuncio en Internet y dos músicos te llaman, os tomáis unas cañas y después de ver que encajáis bastante, os citáis en una sala de ensayo para ver qué tal. Te sorprende una melodía sencilla y un ritmo penetrante, te hacen cantar y no es una composición tuya, es de ellos y le pones letra, la interpretas con los tonos, con los ritmos, con la intención que ellos quieren darle y con tus ganas, con tu sonido, con tu locura. Y así surge una canción del grupo. Ya tenéis una canción y luego vendrán otras, algunas ideas tuyas otras de un compañero de aventuras musicales, todas influidas por los cuatro, porque en un momento dado ya sois cuatro y os quedaréis siendo cuatro locos soñando con canciones que hagan volar a la gente. No tenéis más que cuatro o cinco canciones, buscáis referencias comunes y no es nada fácil porque cada uno tiene sus gustos, buscáis algún cover para tocar y pasa lo mismo. Os encerráis cada semana en una cueva de veinte metros cuadrados en la que hay dos baterías y varios instrumentos. No tenéis claro el sonido que queréis, no tenéis claro el estilo ni tampoco queréis limitarlo. Te preocupa que esto de compartir espacio, de abrirte a otras cosas que no controlas pueda llevarte a zonas en las que no estás a gusto.

Y te lleva.

En un momento dado te das cuenta de que no controlas lo que haces, que no sabes lo suficiente, que tienes que seguir creciendo y aunque solo tocabas la guitarra y algo el bajo, te compras un teclado y empiezas a aprender más de lo que imaginabas. Buscas las notas de tu voz en el teclado, aprendes a tocar canciones fáciles y las siguientes composiciones que haces a partir de ese momento pasan de la guitarra al teclado, del teclado a la guitarra y te fijas en los acordes dominantes, en las variaciones y en qué encaja y qué no. No pierdes la naturalidad que has tenido al componer todos estos años solo, aprendes que hay más cosas que influyen, aprendes el precio y el valor de los silencios.

Son ellos, son Varosha. Es el grupo el que te lleva a crecer, a evolucionar, a cambiar un poco la forma de componer, los que te dan ideas para las letras, son ellos los que tiran de la creatividad.

Durante el parón del verano vas al pueblo y te encuentras solo de nuevo. Pero no eres el mismo de antes. Ahora hay una necesidad, hay un algo que no sabes definir y está ahí. Llena un hueco que había y no sabes cuánto más puede llenar. Surgen canciones entre paredes de adobe, surgen melodías que son parecidas a las que antes componías, pero que tienen un color diferente. Sales para andar por los campos que rodean ese perdido pueblo de Castilla y las letras son rurales, abiertas. A veces luminosas, otras oscuras.

Vuelves a Pamplona y te encuentras con ellos. Cada uno tiene una historia y todas se funden en la misma lengua, la lengua más universal. La música aparece con líneas de bajo que hacen vibrar las partículas más elementales de vuestros cuerpos, el sintetizador os transporta a mundos tan parecidos a este que asusta, vuestros pies han perdido contacto con la tierra y eso es porque el bombo y los platillos, la batería al completo os hace flotar en un colchón de distorsión suave, un fuzz que es cómodo, mullido. «Te miro a los ojos y no estás» dice tu voz. Es tu voz y no es tu voz, es vuestra voz, sois los cuatro cantando a través de tu voz y así os dais cuenta de que ha llegado el momento de salir, ver la luz…

Entonces empieza un nuevo plan. Grabar un EP, tocar en directo.

Os ponéis de acuerdo y el proyecto fluye de los cuatro al unísono. Os lanzáis a elegir estudio, a contactar bares. Te sorprende que sea posible hacer algo así en tan poco tiempo y al mismo te sorprende que llevéis tanto tiempo, tantas horas juntos recluidos en vuestra música: año y medio los cuatro, año y medio en veinte metros cuadrados.

Y desde el mismo momento de la confirmación del mítico bar de Pamplona, el Garazi, os ponéis a ensayar tan en serio como si se os fuera la vida en ello. Sufres. Al principio sufres girado mirando la puerta roja de la sala de ensayos. Hasta entonces todo era circular, os veíais las caras. Tienes que acostumbrarte a tener al resto de la banda detrás y a tu lado, no delante. Miras en cada ensayo esa puerta roja, una y otra vez la maldita puerta roja. Cada semana, cada día la puerta roja, la puerta roja, la puerta roja hasta un día ves personas. Docenas de personas llenan el Bar Garazi. Ves público desde un metro más allá del micrófono hasta la entrada, en la otra punta del bar. Ves caras conocidas y otras que pasan a ser conocidas a partir de ahora. Ves camisetas que ponen Varosha. Ves cómo se mueven sus cabezas siguiendo el ritmo, cómo cantan «Creep». Ves cómo Marisa, la dueña del Garazi, os dedica una mirada penetrante cuando cantáis esa canción. Está contenta, gustáis.

Las luces os bañan, el flow del bajo, el bombo, la caja y los platillos envuelven al público. La voz fluye por encima de ese piano de «Korea», la guitarra cubre los espacios de «Keep the Row», la melodía domina todo en «Travel». Una harmónica suaviza las fieras, el saxo de «Infinity» da el toque de clase. Recorréis el repertorio entero y llegan las risas al final. Piden los bises y tenéis lo que piden. El final apoteósico cierra vuestro primer concierto y los aplausos no se hacen esperar. Os miráis felices, ha salido bien, muy bien.

Estáis con los pies en la tierra, es solo el primer bolo.

Estáis volando, es vuestro primer concierto.