¿Cómo lo digo? ¿Cómo explico, aquí, qué tiene el mito de Orfeo y Eurídice de especial que hace que perdure hoy en día? Tal vez es porque las tragedias perduran en nuestra memoria mucho más que las comedias, pero me cuesta creer que ese es el único motivo. Tal vez es porque, como sociedad, hemos decidido que un final trágico es mucho más literario que un final feliz; ¿cuántas veces confundimos tristeza con profundidad o, peor aún, con calidad literaria? Nos hemos vuelto lo suficientemente cínicos como para rechazar los finales felices, alegando que no son realistas y, por lo tanto, menguan el talento del escritor. Como si fuera realmente difícil matar a un personaje, dañarlo o condenarlo para siempre al sufrimiento.

Supongo que, en realidad, es porque una vez que Eurídice se desvanece en el Inframundo, nosotros soltamos un suspiro, el aliento que hasta entonces habíamos estado conteniendo. Se ha realizado la catarsis: nos hemos dejado llevar por las pasiones a pesar de conocer el final de la historia de antemano, y al terminar, sentimos que se nos ha quitado un peso de encima, hemos sido purificados. A los lectores y espectadores de a pie no nos interesa tanto la perfección literaria como las emociones que nos despierta la obra. Si me preguntan por qué me obsesiona el mito de Orfeo y Eurídice, me veré obligada a reconocer que me ata a él un componente sentimental; hay algo en la historia, en los personajes, en sus acciones desmedidas que me atrae como una polilla a la luz.

La historia es la siguiente: el día de las nupcias, Eurídice es mordida por una serpiente y muere. Es Orfeo quien encuentra su cadáver e, inconsolable, empieza a tocar la lira, conmoviendo a todos los árboles, animales y ninfas a su alrededor. Guiado por el desespero, baja al Hades a buscar a su esposa y, en un último intento desesperado de rescatarla, toca una melodía acongojante para Hades y Perséfone. Perséfone, conmovida, intercede a su favor y le devuelve a Eurídice, pero con una condición: Orfeo debe guiarla hasta el mundo de los vivos, andando siempre por delante de ella, y no puede girarse a verla hasta que ambos estén sanos y salvos nuevamente sobre la superficie. Orfeo acepta, empieza su ascenso, Eurídice lo sigue. Aquí las versiones difieren: Eurídice se tropieza; Eurídice no sabe nada sobre la condición impuesta por Hades y lo llama desesperada creyendo que ya no la ama; Orfeo cree que lo han engañado; Orfeo llega a la superficie y, sin saber si Eurídice ha llegado también, se da la vuelta. Sea como fuere, el desenlace es el mismo: Orfeo se da la vuelta y Eurídice se desvanece para siempre. La historia, como todas las historias, sigue, pero lo que viene después ya no suele interesarnos tanto. Es el mito de Orfeo y Eurídice, no el mito de Orfeo después de Eurídice. La pérdida es literaria, el duelo es mundano.

Podemos reescribir el mito, ¿pero con qué pretexto salvamos a Eurídice? Su muerte es condición sine qua non para que Orfeo demuestre la potencia de su amor, su desvanecimiento termina de estremecernos. Si Orfeo consiguiera salvarla nos alegraríamos, obvio, nos enorgulleceríamos de la condición humana, diríamos: «la quiso tanto que luchó contra su naturaleza para traerla de vuelta a la vida». Pero no nos habría marcado de la misma forma. El mito nos desgarra el corazón precisamente porque Orfeo es humano, porque mira atrás. No por egoísmo, ni por maldad, ni por debilidad. No por cobardía, como sostiene Platón, que en su cruzada contra los poetas arremete también contra Orfeo por no suicidarse tras la muerte de Eurídice. Orfeo fracasa precisamente porque ama a Eurídice: porque esta tropieza y él, en un acto reflejo, se da la vuelta para ayudarla a levantarse; Eurídice lo llama y lo llama desesperada y él, incapaz de seguir escuchando sus lamentos, se da la vuelta para calmar sus miedos; Orfeo no oye sus pasos y teme que los dioses lo hayan engañado, por lo que se da la vuelta alarmado; Orfeo llega primero a la superficie y, emocionado, se da la vuelta, olvidando que la segunda parte de la condición es que ambos deben llegar a la meta.

El mito de Orfeo y Eurídice nos revela algo de la condición humana, del material del que se construyen las relaciones humanas. Si el amor de Orfeo por Eurídice es desmedido, ¿por qué podemos medirlo por las pequeñas acciones? El amante que se da la vuelta para ayudar a Eurídice a levantarse del suelo es el mismo que baja al Hades a recuperar su cadáver. Lo mundano construye el mito. Los detalles que nos son familiares ayudan a que este eche raíces en el imaginario colectivo; todos podemos imaginar a nuestros padres y a nuestros abuelos ayudándose mutuamente al tropezar. ¿Qué hay más tangible que eso? Debo confesar que esa es mi versión favorita del mito: la cotidianidad que se filtra entre los resquicios del mito, que hace acto de presencia en el momento más inoportuno, el acto irreflexivo, la fisicalidad del momento en un espacio reservado a las almas. Orfeo, más humano que nunca, dándose la vuelta, tal vez la mano extendida hacia Eurídice. Como humanos, empatizamos completamente, nos vemos reflejados en sus actos.

Por suerte o por desgracia, el acto de Orfeo convierte esta historia de amor en eterna, trasciende el tiempo no solo porque el mito pervive gracias a la literatura, sino precisamente porque al darse la vuelta, Orfeo condena a Eurídice a la muerte permanente. Solo tras la muerte el amor puede ser eterno. El amor real, terrenal, mundano se convierte en cenizas, se deteriora con el paso del tiempo, se transforma. Al bajar al Inframundo, Orfeo prueba que su amor es sublime, pero su triunfo supondría la vuelta a un amor imperfecto y físico, mientras que la muerte permanente de Eurídice asegura un amor eterno, idealizado. Algo me dice, sin embargo, que no era amor eterno lo que buscaba Orfeo, o se habría inmolado. El amor eterno es para la muerte, pero a los humanos lo que nos interesa es la vida y Orfeo baja precisamente a buscarla para devolverla a la tierra, a la luz del sol y a las plantas que florecen en primavera, a todo lo que es rico y exuberante y abundante.

Tal vez sigo sin haber esclarecido la relevancia del mito; de hecho, es probable que haya revelado más de mí misma que de su valor literario. No puedo tener todas las respuestas, ni fingir que sé más de lo que realmente sé. A veces, simplemente, una historia nos conmueve más que otra y hacemos de todo para justificar ese sentimiento. Así es la literatura.