Mucho de lo que soy lo debo a la educación que mis padres lograron que mi necia personalidad asimilara. Más allá de la educación formal, en el espacio de la educación informal, viven los otoños que se volvieron primaveras: frases, detalles y pequeñas cosas que nunca llegan a las hojas de un examen, ni determinan los resultados numéricos de una boleta de calificaciones que nunca me preocupó mucho. Y de entre toda esa fiesta de contenidos mundanos y vivos, donde Astérix me dio mis primeras lecciones de historia romana, la música no fue la más prodigiosa.
Allí donde mi padre era un viejo brujo que hacía alquimia con el fútbol, la viril honestidad y la comida, abriendo sin darse cuenta fascinantes mundos, la música fue apenas un detalle, una nota al pie. Nunca me faltó una explicación científica a una duda infantil, un regaño cuando el comportamiento no era el deseado o el cariño que da el silencio de promesas implícitas, pero yo fui quien debió descubrir, solo, a los Beatles, Queen y Chuck Berry.
No es queja, y que nadie sospeche que mi infancia fue silenciosa. Mi madre nos enseñó de Manuel Mijares y Emanuel, y de las bocinas de mi padre escuché a Guadalupe Pineda y a Kenny Rogers (quien, en Coward of the county, resumen la paternidad). Pero sospecho que la música no era aquello que conmovía hasta los huesos a mis padres, no al nivel de un sentido gol del Diablo Rojo del Toluca o la llamada telefónica de la Tita.
Con todo, sí hubo una lección musical fundamental. Pues junto al CD de Carmina Burana, estaban un par de discos de Joan Manuel Serrat: colecciones de éxitos de quien caminó los versos de Antonio Machado. Y de entre todas las canciones y lágrimas del poeta que cubrió el polvo de un país vecino hubo una, casi escondida, que me atrapó. La historia de un personaje como ningún otro: el Tío Alberto.
Hace poco me enteré que Serrat le canta a un hombre real y concreto: el empresario y mecenas catalán Alberto Puig Palua era el Tío Alberto real. Poco importa, no por falta de respeto a Joan Manuel, sino porque quien escucha una canción, como quien lee un libro, tiene el mismo derecho a su interpretación como el autor o artista. Y Tío Alberto, en la poca convencional mente de un niño que se volvió quien soy, habla de un tipo de personas, un arquetipo, de todos los tíos Albertos: hombres que parecen extranjeros al mundo completo, marineros nacidos en un desierto, cantores, embusteros, apenas en contacto con la realidad. Se mueven a otro ritmo, desentonando con la domesticada melodía del resto de la sociedad.
Raros o excéntricos a los ojos del resto, gitanos o payos que caminan sobre el bien y el mal con la cadencia de su vals, mitad juicio y mitad mueca burlona. Únicos como si fueran la encarnación de la Noche de San Juan, con quienes uno puede mandar a dormir sus miserias y olvidar que somos cada cual.
No tengo pruebas ni dudas de que todos tenemos un tío Alberto, y pobres quienes no. Yo tuve al mio, un ave de paso que respondía al nombre de Juan José. Hermano menor del Ingeniero Villela, mi padre, lo vi tres veces, y cinco de cada siete veces que oía a los adultos hablar de él, se había metido en un problema. No de faldas o algún crimen, sino los de un buen tipo de alma rocambolesca, de quien con diabetes se burla de la vida al pasar sus días con niveles de glucosa superiores a 300 mg/dL, pues entendía que no estamos hechos para vivir 100 años, sino para la libertad.
Cínico como Antístenes y Diógenes. Tres veces lo vi, tres consejos me dio. Si alguien me viene a decir que fue taxista en Las Vegas después de dedicar varios años a cambiar bombillas en un teatro sevillano, pero antes de enamorarse de una gloria que sonreía en un escaparate, yo le creo todo. Lo mismo lo imagino tomando clases con Noam Chomsky que trabajando de cerillo en un supermercado. Alérgico a Excel y las agendas, el tiempo lo movía distinto. Como el protagonista de su propia tragedia, dominaba el escenario a un tempo propio. ¿Su amor más grande? su hija y esposa, sus hermanos.
Juan José fue el antídoto al mundo frenético y sin sentido, de exceso de lo mismo y sin riesgo en que vivimos. Alguien abandonado de sí mismo, excesivamente entregado al otro.
De todos sus hermanos, al ser el menor, fue quien menos tiempo tuvo a su madre con vida. La abuela partió a la Casa del Señor cuando él apenas era un niño. Quizás por eso fue el primero en morir, un 26 de Junio del 2017, para recuperar en la otra vida el tiempo que en esta le robaron.
No dejó lápida o magna obra, sino el dulce recuerdo de quienes lo conocieron y las pueriles palabras de un sobrino que desearía haberlo conocido más.