Nos creemos poblados, inundados por la luz... pero es un hecho que la luz que entra en nuestro cuerpo apenas si viaja por la pupila hasta la retina, no más: a partir de allí todas son reacciones electroquímicas del sistema nervioso que generan imágenes visuales, pero que no están hechas de luz. Nuestro cuerpo está sumido en la total oscuridad. De modo que lo que vivimos y llamamos «luz» es un fenómeno que ocurre en ausencia de esa misma luz que tanto nos ha servido para sobrevivir ante las inclemencias del mundo.

Nunca vemos luz, sólo vemos las consecuencias electroquímicas de nuestro sistema nervioso ante el impacto de ondas electromagnéticas de ciertas longitudes de onda: el espectro visible. Nuestro sistema nervioso funciona como una cámara estenopeica (la «cámara oscura» de los pintores renacentistas) donde la luz atraviesa nuestra pupila como la luz atraviesa el estenopo de la cámara generando sobre la retina una imagen invertida. A partir de allí se producen una serie de intercambios iónicos entre el tejido nervioso y su entorno inmediato, cuya sucesión conocemos como impulso nervioso... sucesión que se inicia en las células de la retina, las cuales llevan esta serie orgánica de cambios hasta el nervio óptico. Una vez que esta sucesión de diferencias llega al cerebro comienza a darse otra sucesión de codificaciones en las concentraciones de iones (partículas cargadas eléctricamente) a lo largo de las fibras nerviosas que se traducen (codifican), primero reinvirtiendo la imagen derivada del ojo y luego en conductas: reconocemos rostros, objetos... todo se ve claro y luminoso, pero no hubo luz en ningún momento del proceso. Hubo, eso sí, información que se generaba en la sucesión de cambios electroquímicos, ya que llamamos información a toda diferencia (por ejemplo, de concentraciones relativas de iones) que genera una diferencia en un hecho posterior.

Ahora bien, además de hacernos creer que vivimos en un mundo iluminado, este proceso que hemos resumido, tiende también a hacernos creer que estamos en pleno contacto con «lo que nos rodea» lo que por esa causa llamamos «entorno». El cuadro psicológico del «yo» se acopla a este fenómeno neurológico y realmente sentimos que todo sucede a alrededor de nosotros y que, de alguna forma más o menos relativa, somos el centro de un entorno hueco donde se ubican las cosas. Hasta sentimos que hay un yo que piensa, cuando quizás haya que entenderse mejor con Hume: no un «yo pienso» sino un «se piensa». Sin embargo, este acople entre nuestro organismo y el entorno -un acople estructural- no pasa por nuestro plano consciente: conocemos lo conocido pero no el conocimiento.

El real entorno de nuestro sistema nervioso es el resto de sistemas que conforman nuestro organismo: nuestro sistema nervioso nunca «ve» lo que rodea nuestro cuerpo. Y esto impone otra pregunta: ¿dónde está, entonces, el límite del cuerpo? Si respiro una molécula de oxígeno que está flotando en la atmósfera, ¿cuándo deja la molécula de ser «mi entorno»? ¿Al entrar a la fosa nasal? ¿Y en qué se diferencia la molécula que estaba del lado de afuera de la nariz de la que está en su interior? Es la misma molécula, y si era antes «entorno» tiene que seguir siéndolo después de inspirada. Supongamos que tratamos de identificar el punto donde deja de ser «entorno» para pasar a ser «mi cuerpo». Esto ocurriría en su primera transformación química al ser capturada por la hemoglobina en la sangre viendo cómo cambian sus orbitales moleculares. No obstante, aquí entra a tallar nuestra definición de lo que es un elemento químico: el oxígeno que entró es el mismo elemento que estaba afuera... en otro estado, modificado aquí y allá, pero sigue siendo la misma unidad del elemento oxígeno que vagaba por el aire y que fuera conducida al interior del cuerpo por la nariz.

Se trata de una discusión bizantina: no existe un límite definido entre uno y su «entorno» porque formamos una unidad; nos detenemos al aproximarse un vehículo y esperamos a que pase, pero no porque lo veamos llegar, sino porque existe un acoplamiento entre el organismo como sistema y el entorno como sistema: siendo exitoso, coherente, el acoplamiento entre el sistema del organismo y el sistema-entorno, hará que nuestra conducta evite el automóvil.

Vivimos rodeados de ondas electromagnéticas en un amplísimo espectro de longitudes. Pero vivimos en ese mundo. Inmersos en él. Formamos parte del «entorno» que, en rigor a la verdad, no gira en torno de nadie ni de nada, sino que, como el mar, está en todas las playas del mundo al mismo tiempo. Es en todas direcciones y posibilidades y no solamente las que rondan esa isla de dudosa existencia que es mi ego. En mi interior sólo hay una luz (que al querer verla se oscurece, al decir del maestro zen Ummon) y por fuera de nosotros podemos preguntarnos, en paralelo al obispo de Berkeley: si no hay nadie que vea la luz ¿esta brilla? Y, por otra parte -y esta vez con Nietzsche- si fuera de nosotros están presentes todas las longitudes de onda, si no hay sombra, la luz misma no tiene sentido.

Luces y sombras

Lo central está entre la luz y la sombra y sus simbolismos. La luz como símbolo no es la luz que decimos ver fuera de nosotros con nuestros ojos. Multitud de expresiones simbólicas aluden a una luz verdadera frente a la luz que se ve con los ojos y a los ojos que son capaces de ver esa luz, los cuales son únicos: «el ojo que todo lo ve». Fuera y dentro de nosotros reina una especial oscuridad: una luminosa oscuridad cuya luz -cuyo reino- no es de este mundo. Las formas, los contenidos y sus interrelaciones no son las que vemos sino las que no vemos y que generan, como remanente, la ilusión de la visión y la luz. No hablamos de ceguera: el ciego no ve la oscuridad, pero los videntes, en la oscuridad, vemos oscuridad... estímulos al azar en la corteza que recuerda a lo que dice el hinduismo de la vida: «un despliegue de sombras chinescas sin tan siquiera un argumento».

Para Jorge Luis Borges, la oscuridad es «la sangre de las cosas»: las «cosas» se ven porque la luz visible retiene a la oscuridad en el interior de ellas, hasta que la luz se desvanece. No obstante, preferimos ver en la oscuridad un valor visual diferente. De hecho, hemos aceptado que la luz es algo porque la vemos y vivimos en una cultura dominada por metáforas sinestésicas de ideas, pensamientos o disertaciones «brillantes» e «iluminadoras». Lo lumínico es siempre positivo y a lo que la ensombrezca lo llamamos «oscurantismo». Pero no entendemos acabadamente que la oscuridad es la forma más plena de la luz en un mundo amañado por un breve fragmento del espectro electromagnético. Nuestra comprensión de las cosas está condicionada por lo que vemos como luz y toda forma de oscuridad está reprimida por una cognición replegada sobre sí misma bajo la represión cultural violenta de lo supuestamente luminoso. Si la realidad se nos limita a lo que vemos, lo oscuro se nos convierte en siniestro y ominoso: es la negación de lo real, y, sin realidad, caemos en un infausto abismo que nos aterra.

El espacio iluminado es el que define lo que seremos y se nos inhibe de inmiscuirnos en lo oscuro. Para Deleuze la oscuridad está más allá de lo posible... lo cual no quiere decir que lo que no sea vea en su «imposibilidad», no cumpla un rol en nuestra idea de lo real. Yo nunca vi un unicornio, pero eso no me impide incluirlo en la categoría de «cosa». No hay luz que lo ilumine, pero eso no impide que los unicornios inexistentes bajo la luz del sol de las cosas, puedan existir bajo otra luz. El místico español Fray Luis de Granada vio unicornios (muy seguramente, su primera noticia lumínica de un rinoceronte), pero estuvo atento no sólo a la luz sino también al hecho de que «...el sol después de Dios es la primera causa de las corrupciones y alteraciones del mundo», de modo que reconoce que tanto el sol como Dios eran proveedores de las sombras necesarias para que las cosas puedan estar «oscuras y tristes y sumidas en el abismo de las tinieblas»: la luz como tragedia divinal.

La mayoría de las referencias a lo real se hacen espontáneamente desde lo visual. Así, estamos rodeados de «imágenes»: cosas atrapadas por la luz. Aunque haya imágenes olfativas, táctiles, auditivas, etc., la idea de cierre sobre sí mismo de lo real se da por lo visual. Todo lo argumentable lo es como resultado de la «observación» visual, donde el prefijo «obs» - «de frente a»- hace referencia a palabras como «obstetra» -el que está frente a la parturienta y ayuda a «dar a luz»- u obstáculo: lo que nos oculta algo. Y así con toda observación, especialmente si queremos hacerla obstinadamente sobre la obscuridad.

Más allá de estos juegos de palabras, donde la luz parece serlo todo para el Hombre, es la luz ausente lo que convierte a la oscuridad en un camino que se busca, aunque se sienta lo contrario. Para Freud, la mística era «la oscura autopercepción del reino situado fuera del yo». «Reinos» fuera de la luz del yo tienen reminiscencias místicas y religiosas que abrevan, precisamente, en lo que no se ve.

Fuera del mundo de luminosos fantasmas encontramos la verdadera luz que es oscuridad para el ojo no preparado en la visión poética. Porque el poeta es quien excede los límites de la explicación positiva e inaugura la explicación oscura. Ofrenda a las sombras la argumentación inefable de la luz velada... y su palabra, ahora esotérica, aspira a develarse como devorante negrura a todo aquel que ofrezca su credulidad en sacrificio. Cuando lo prosaico cede ante el poder imbatible de lo poético, la realidad del misterio se vuelve un secreto entre un fantasma que murmura y el corazón que despierta a la luz de una verdad tenebrosa.

Borges recordaba el sueño de una amiga: un recinto abovedado del que cuelgan telas negras, todas ellas pendiendo desde la oscuridad de la cúpula y, aun sabiendo que nunca podría terminar el trabajo, intenta cortarlas con unas tijeras. La verdad de lo real está en la oscuridad: la verdad es siempre invisible porque la verdad no yace en la oscuridad, sino que la verdad es la oscuridad.

El discípulo pregunta «¿Qué es Buda, maestro?». El maestro zen responde: «El rosal es el jardín». Con esta simple técnica se hunde al discípulo en la oscuridad de lo ilógico, fuera de la luz de la razón, y se espera que así encuentre el satori: la iluminación. Aprisionada por la luz, las cosas quedan contenidas, atrapadas en su claror, fijadas en sus límites, perdiendo la realidad el poder mágico y creador de la tiniebla: con la luz, la iluminación no es posible. Desconociendo el poder creativo de la oscuridad, debemos conformarnos con la belleza fugaz de las abigarradas ficciones que miente la luz. No es imposible la realidad oscura: es potencia absoluta y está por encima de lo real: es surrealista. Es el Universo donde el inconsciente se mueve libre y ciego porque no necesita de luz ni consciencia... es donde los espejos no trabajan y la mente no tiene asidero. Decía Picasso: «¡Ojalá pudiéramos ver sólo con los ojos!»... pues en la oscuridad, los ojos le dicen a la mente que no ve: «¡Ahora habla!», y es allí donde la mente puede decir su verdad.

Ejemplos

Se castigó a Prometeo por querer perforar la oscuridad del Hombre trayendo el fuego de los dioses. Su nombre proviene del sánscrito paramantha: «taladro de fuego». Por su lado, se satanizó a Lucifer, (Luciforo: el portador de la luz), por querer traer la luz de Dios a la oscuridad del Hombre, negándonos el arquetipo esencial de esa misma oscuridad como origen y destino de lo humano que el dios quería para su criatura. Y tenemos el más trágico simbolismo de traición a la oscuridad que es el de Psyche: sólo podía amar a Eros en la oscuridad, hasta que quiso verlo y le acercó a su amante dormido una lámpara: una gota de aceite ardiente (Stilla olei ardentis, como epítome medieval de la traición) le lastima el rostro, y Afrodita -madre de Eros- la castiga con horribles trabajos por su traición a la oscuridad. Psyche (el soplo, el atman sánscrito, el alma) buscará refugiarse en la oscuridad, en lo inferior, lo ínfero, lo infernal del Hades para recuperar el amor perdido.

El Génesis no se orienta a explicar la oscuridad sino a explicarnos cómo es que la luz es posible. La lechuza de la brillante Palas Atenea es su atributo irracional para ver las severas («...veras»: «verdaderas») verdades de la oscuridad contra la violenta ceguera polisémica de la encandilante luz del Mediterráneo. El amor, el arte, la meditación buscan la oscuridad porque en ella hay más para ver y decir que a la luz de la luz... Se sigue la secuencia alquímica: Ablutio: extraer significados. Congelatio: reestructurarlos en formas y Fixatio: fijarlos en una realidad perfecta. Pero para llegar hasta aquí, hubimos de partir de la oscuridad, del Nigredo, de lo negro, de lo oscuro, de lo que no es caos sino libertad infinita, incomprensible. En la Nigredo alquímica está el Todo inabarcable, reteniendo en su sombra todo el tiempo y el espacio ciegos al devenir, propios de la Piedra Filosofal. El ciego arquetípico, como último ejemplo, simboliza el saber del Hombre como cueva de nocturnidad perpetua: el ciego vidente Tiresias veía la unión perfecta de todos los significados -el símbolo-, por haber sido luz y oscuridad, sol y caverna, hombre y mujer.

Las luminarias del cielo y del Hombre necesitan de la oscuridad para existir, pero la oscuridad no necesita de la luz para ser. La luz viaja muy rápido, pero la oscuridad es más veloz aún: está siempre antes, esperando a que llegue la luz... Y así como nos rodean todas las longitudes de onda, y el ser ciego a la mayoría de ellas resulta en la visión, la totalidad de significados está en la bóveda de la mente desde donde se desprenden tinieblas y símbolos que queremos forjar con tijeras racionales. La oscuridad retiene nuestros miedos y angustias pero asimismo libera nuestras caricias de sexo y amor: si habremos de entenderla en su vastedad llena de sí misma, una cosa es segura: no podremos nunca hacerlo yendo a su encuentro con antorchas o aceite ardiendo... ya lo supieron, para su mal, Prometeo, Lucifer y Psyche.

En nuestras cúpulas mentales, por fin, se desprenderán los significados que elegiremos cortar o conservar en nuestra deriva por el infinito lecho de los hermanos amantes Érebo -Oscuridad- y Nicte -la Noche-, mientras ellos mensuran la real magnitud de nuestra sombra: luctuosa y vulgar... o gigante, brillante y portentosa.