La simplicidad tiene su alto grado de belleza, de estética, de arte. Lo sencillo es tan artísticamente complejo que pocas veces se alcanza, casi nunca se intenta y hasta se aprecia poco. Pero cómo explicarlo. Más donde todo viene de lo burdamente «desprofundo» y se le confunde como si fuera lo mismo. Pero no.

Quizá se le venía a la mente desde la primera lluvia y desde la primera muerte aquella construcción de su mundo fuera de complejidades, delimitado por un terreno de noventa por ciento veinte o por una mera referencia de arco y la llevaba como moneda de cambio por una gaseosa y unas palmas, que luego serían una cerveza y alguna mirada. Aunque también le venía de un fondo histórico del que ni usted sospechaba y se le antojaba fuera distinto, lleno de gambeta y firulete inútil, pero sorprendente. Pero para qué pelear con la natura de esa construcción metafísica de entre la mente, ese barrio que no otro, la madre que le apuraba para ir al colegio y el viejo, a la cancha. Tan único como todos los demás.

A la salida del enrejado de siempre, un desconocido —otro— le había querido hacer plática y mencionado ese cambio al lugar preciso, de treinta metros y casi sin ver, o el gol o la filtrada entre tanto roble y entre tanta caña. Para sentenciar como todos que por qué no, que por qué se volvió, que si usted hubiera tenido plata o un amigo... Aquel día había sido: «de todos los que pisan esta cancha eres el único que tiene la calidad y debería jugar en primera».

Un tímido gracias y la sonrisa apenas de un lado, más triste que propia de uno apenas comparado con esos elegidos que de verdad juegan al fútbol. Y correr a la casa y esconderse en el tejadito de un quinto piso mientras recuerda los días de gloria sobre el asfalto improvisado, pateando un zaguán o en cualquier descampado donde sobran las presentaciones que si de pronto se consideran suficientes ya estaban jugando hasta exprimir la noche; con lluvia o con frío, o más grandes o simplemente más, pero eso usted apenas lo recuerda.

Cómo explicarles a esos que por las bajas decían: «y pensar que imaginamos que a los dieciocho ya no vendría al pueblo y estaría podrido en plata», que por más que le encargó a la mente no encontró el recuerdo de la ambición del dinero, ni siquiera ahora que lleva meses con la renta atrasada y hay que ver qué cena. Acaso la gloria sobre ese verde perfecto que nunca pisó.

Cómo podría usted explicar que acá no hay montones de visores que viajan por los pueblos donde se juega con los zapatos rotos y la luz apenas llega y que entonces hay que guardarse el jornal o más bien lo que se pueda, meter en el bolso los taquetes y las únicas calcetas y bancarse un tiempo el hambre y el frío, despedirse de la madre que no sabe si la volverá a ver como en su caso y pedir que por favor lo dejen cambiarse y lo miren sin prejuicios por unos minutos.

Pero aún más difícil que todo eso, cómo explicar que la visión del medio centro es más compleja y escasa que el gol y el firulete. No es patear de frente ni girar sobre sí en un sinsentido. Hay que tener ojos en la espalda y haber visto lo que harán todos antes de que se den por enterados y entonces largarse de su perseguidor luego del control orientado, porque usted debe controlar todas y jugar rápido, que si no para qué está. Tocar y moverse y devolver y otra vez lo mismo. Pero con esa imaginación suya porque siempre va lo mismo todo el partido y todos los partidos, pero de formas distintas porque si no, no sale del medio.

Y hay que dominar la cara externa, la cara interna, el empeine y hasta el puntazo y saber bajarla hasta con la rótula; con la parte menos impensable, con todo el cuerpo porque no todos la regresan redonda. Pero usted está obligado a dominar la corta, la larga, al espacio o crearlo si no existe y expedito. Que el delantero falle mil, pero si a usted le toca, para qué la pide y nos niega gritar el gol. Que su regate sea para sacudirse uno o dos o los que estorban el pase, porque si no tiene ese fin se está sobrando y hasta se burla.

Cómo explicarle a todos el orden jerárquico si también, sin advertirlo, lo secundan. Primero va el hijo o el sobrino, luego el amigo, después el rico, le siguen el tribunero y el que raspa y corre. Ya luego de eso, puede que le toque a usted.

Quizá usted nació muy tarde. Pero que no logren apreciarlo porque entonces se vuelve el más grande, irrepetible.