La hondureña Jissel Lemus —una mujer joven a quien se puede conocer mejor si se la ve bailar— lo expresaba así: «El breaking me enseñó a ir expulsando poco a poco las heridas que me atravesaban el cuerpo». Esas heridas, resultado de la pobreza, la falta de acceso efectivo a la educación, la salud, el trabajo o la participación política, así como las vulnerabilidades ante fenómenos como la violencia de género, la migración y el cambio climático, son también padecidas por millones de mujeres jóvenes en América Latina y el Caribe.

Jissel creció en Honduras, pero su familia había venido de El Salvador, había migrado del campo a la ciudad. Ella narró su historia para que formara parte del informe Danzar en las brumas. Género y juventudes en entornos desiguales en América Latina y el Caribe, resultado del esfuerzo conjunto entre UNESCO, El Colegio de México y CLACSO, donde se aporta evidencia sobre las desventajas acumuladas y entrelazan que enfrentan las jóvenes. Desde un enfoque centrado en la Agenda 2030/ODS, Danzar en las brumas es además en una plataforma de acción para hacer frente a estas injustas realidades, agravadas por la pandemia de la COVID-19 y seguramente también por las consecuencias que dejará la guerra.

¿Por qué las jóvenes danzan en las brumas?

Para Jissel, el baile alivió malestar, extrajo lo que se queda agarrado a los huecos del alma, permitió que fluyera de nuevo la energía en un cuerpo que —como el de millones de jóvenes de la región— sufrió abusos y diversas exclusiones. Las desigualdades de género, raciales, de acceso a bienes y servicios públicos, de pertenencia a población indígena o la relacionada con la orientación sexual se han convertido en barreras para el ejercicio pleno de los derechos humanos y afectan al cuerpo, a la salud física y mental.

Los olvidos de los Estados y la sociedad siguen sin garantizar el acceso de todas y todos los jóvenes de la región a una educación de calidad, a un trabajo digno, a un medio ambiente sano, a la no discriminación, a la salud mental, a la sexualidad placentera y a la reproducción elegida. Tampoco facilitan el acceso a medios digitales que posibiliten una participación plena en las sociedades, una distribución más equitativa de los trabajos de cuidados ni estancias regulares en los países de llegada para las personas migrantes.

Estos olvidos, representados metafóricamente en el informe como «brumas», son empujados por las jóvenes mientras bailan. La danza es más que una expresión de descontento: les permite escapar de una situación de crisis y depresión, enfrentar las inercias, combatir la desigualdad. Ejercitan un cuerpo que tiene que mantenerse fuerte para poder resistir los embates y demandar mayor participación ciudadana de las y los jóvenes en el diseño e implementación de las políticas. Están hartas de la perspectiva de tutelaje de derechos y reivindican, especialmente, que se dé cabida a mujeres jóvenes indígenas, campesinas o afrodescendientes en la toma de decisiones de los distintos niveles locales, regionales y nacionales de gobierno.

Para contribuir a crear nuevos modelos sociales y de desarrollo que pongan fin a las desigualdades en un momento de crisis climática, migratoria y de convivencia, es necesario bailar junto a otras personas, insertas en la comunidad, sabedoras de sus problemas. Bailar es resistir y también recuperar memoria: la de una sociedad donde la pobreza tiene un ADN reproducido durante generaciones.

Desigualdades raciales, límites corporales

Michele Lima, «uma mulher, jovem, mãe, preta e periférica» que hoy es lideresa comunitaria en la favela Vila Margarida de São Paulo, también quiso compartir su experiencia de vida en el informe Danzar en las brumas. Ella conoce bien cómo la mayoría de los indicadores analizados en este estudio se agigantan si los desagregamos por su pertenencia a las etnias indígenas o a la afrodescendencia.

Por ejemplo, entre las evidencias con las que las investigaciones nos interpelan, se señala que, en México, las mujeres indígenas tienen casi dos veces más posibilidades de enfrentar los riesgos del cambio climático en la agricultura que las no indígenas.

Michelle sabe que en su cuerpo y en su piel —como en la de tantas jóvenes latinoamericanas y caribeñas— están escritas las relaciones de poder, de desigualdad. Fue al nordeste de Brasil a buscar a su abuela partera y escuchar los relatos de barcos que llegaban a América cargados de personas con quienes otros habían decidido comerciar. Hoy, Michelle trabaja con niñas en riesgo de explotación sexual y les enseña que su cuerpo es un territorio que no puede ser ocupado por nadie. De fondo suenan ritmos africanos: un itinerario cultural que les ayuda a reconocerse como pretas, a verse lindas con los rizos.

A Michelle le impactó mucho ver cómo era asesinada una niña frente a su casa durante el Carnaval. Sabía que no era un caso aislado, y se puso a estudiar: quería entender cuáles eran las desigualdades que afectaban a las mujeres. Una de ellas era la sobrecarga de cuidados, mayor todavía para las mujeres de menor nivel socioeconómico. En una de las investigaciones del informe Danzar en las brumas se señala que, en los hogares pobres, extendidos y con presencia de niños/as, se produce un ensanchamiento de la brecha entre los jóvenes varones y las jóvenes mujeres, donde ellas cuidan aún más. Lo mismo ocurre en espacios rurales o con menos accesibilidad.

En las distintas investigaciones queda de manifiesto que el futuro igualitario pasa por la redistribución del trabajo no remunerado, ya que las políticas públicas de la región todavía cuentan con serios sesgos patriarcales y siguen sin abordar de manera definitiva el reparto de cuidados y, en general, del trabajo que implica cargas familiares o domésticas. Por ejemplo, las mujeres tienen una sobrecarga en las tareas del cuidado de 30 horas y 27 minutos (Colombia), 15 horas y 08 minutos (Cuba) y 16 horas (Uruguay) semanales en relación con sus pares varones.

Fandango para sortear la violencia de un lado y otro de la frontera

El informe también aborda las desigualdades que padecen las personas migrantes, especialmente las mujeres jóvenes. Es otro de los relatos que el informe presenta: uno que tiene que ver con las consecuencias de la desigualdad que lleva a la migración a millones de personas, pero también con su agravamiento, porque en el propio proceso migratorio se padece un agravamiento en la desprotección de los derechos debido al racismo, los continuos abusos sexuales y policiales, los efectos del tráfico de personas, las condiciones de las detenciones, encierros y deportaciones.

En la frontera entre San Diego y Tijuana, con la alambrada de la frontera de por medio, una vez al año se baila el son jarocho, típico del Estado mexicano de Veracruz. En cada edición, la música derrumba los muros por unas horas, une lo que otros separaron. Las tarimas para el baile se sitúan a uno y otro lado de la frontera y suenan las décimas y el verso, la música de la guacamaya. Este baile se convierte en ese espacio seguro y transgresor donde todas se apropian, aunque sean salvadoreñas o colombianas, de una manifestación veracruzana, que además abreva de unas raíces que no están fijas, que son mezcla de influencias indígenas, afrocaribeñas y árabe-andaluzas.

Pero por muchos dolores que combata el baile, son principalmente los Estados los que pueden y deben hacer frente a todas estas brumas, para que no vuelvan, para que el baile de las y los jóvenes de América Latina y Caribe pueda transcurrir en espacios de cielos despejados, donde la aspiración de cada día sea el logro de la igualdad de oportunidades, el reparto igualitario de las tareas del cuidado entre hombres y mujeres, la reducción de las brechas que afectan a las personas de bajos ingresos, indígenas, afrodescendientes o que residen en territorios aislados, y se acabe por fin con las violencias que legitiman todo tipo de dominación y niegan derechos. Queremos que las jóvenes sigan bailando, pero solo escuchándolas, trabajando con ellas, podemos despejar los cielos para que su tránsito sea libre y seguro.