Túnez/Antigua de Guatemala, 1996.

Nabila había experimentado muchas veces el temblor en los pilares de lo cotidiano, pero en esta ocasión los sonidos eran nuevos. Imposible comparar las cabañas de antaño con la catedral actual, con la mansión de suelos de mármol que ahora se precipitaba contra el vacío. Ese rumor que emanaba de la tierra en los meses anteriores había funcionado como una alarma, sin pilotos para las averías. Las grandes piedras que cobijaron su intimidad, las enormes losas de granito que había pisado segura hasta ese momento caían y se agrietaban a un ritmo trepidante. No, sinceramente, no lo esperaba. No cuando todo parecía moverse y ella creía estar apoyada en paredes firmes. El accidente y muerte de Jean-Paul resquebrajó todo de sopetón. Ante la incertidumbre, ese hombro era lo único real, lo único que le daba un sentido a tanto trabajo sin recompensa, a tanta ilusión volcada en saco roto. La ausencia hablaba desde una madrugada fría y sus oídos filtraban a su mente algo que no quería escuchar, que no podía asimilar: montañas devoradas por fuerzas telúricas. Hasta entonces había creído albergar un espacio sólido, pero en ese instante se daba cuenta que solo estaba de visita en un palacio de cristal que ya estaba estallando para volver a dejarla a la intemperie. Una intemperie conocida que la había hecho más fuerte frente a las abatidas.

A su pesar, había empezado a recorrer la ciudad en coche. Aquellas calles se convertían cada día en un lugar menos seguro. Asistía a pocas reuniones sociales y la mayoría de las veces se revolvía en duelos de tiempos que ya no volverían. El té desnudo de su pasado, que acompañó las conversaciones hasta la madrugada, los debates encendidos sobre las heridas del mundo y los pequeños conflictos morales de sus amigos eran insuficientes para saciar los nuevos reclamos de la modernidad. El vino importado llegó a las reuniones bajo el brazo de personas que resumían su humanidad en una cifra. Quizás alguna vez le habían resultado interesantes. Las pláticas, de repente, se centraban en temas como el crecimiento inmobiliario y la conveniencia de invertir en casas para después alquilarlas al cuerpo diplomático. El país avanzaba hacia una calidad de vida exenta de realidad, donde todo lo esencial y necesario parecía esfumarse en ardides de aspiraciones que siempre quedaban lejos. En algunos barrios, las empresas de seguridad y sus artefactos se habían convertido en un peligro para el vecindario. Salirse de los márgenes, de la comodidad de su Riad, era cada vez más difícil. La vida, ese puñado de horas que sujetaba entre sus manos, se escurría. No quería malgastarla en charlas inútiles, quería hacer algo para cambiar la realidad injusta que le circundaba. El ahora se construía sobre la ruina de lo que ya estaba yéndose. Entrar en debates cuantificados, cuando la savia de su existencia estaba compuesta de cosas tan simples, era perder el segundo irreversible.

Había dormido por mucho tiempo sobre aquellos brazos que dilapidaban su fuerza, aniquilaban sus principios, asfixiándolos entre nubes de algodón. Escuchar y no tener más que decir. Las palabras surtieron su efecto sanador en un momento de debilidad. Durante los años que vivió con Jean-Paul había respirado de nuevo. Su masa muscular, una que estaba más en sus entrañas que en sus articulaciones, le instó a abrir los sentidos al dolor y al placer fugaz: como una flor en un ecosistema poco propicio. El mundo era eso desde el inicio de los tiempos: un lugar incierto. Sobrevivir era extraño y no siempre dependía de una misma. Lucha tras lucha, ya no valía la pena quejarse, sabía de sus posibilidades y de sus derrotas. Igual todos perdían, por qué asustarse de la condición humana si no era otra, pese a los artificios y los avances tecnológicos, pese a que su capacidad de destrucción se multiplicaba en algoritmos atómicos, en veneno que iba a parar a la tierra, en explosiones de montañas que siempre estuvieron ahí y se convertían en miles de fragmentos contaminados con pólvora. Nabila podía darse el lujo de dinamitar su vida conocida de algodón y acordarse de quién era, de cuánto costaba cada paso cuando era inevitable reinventarse. El accidente de Jean-Paul mientras realizaba un reportaje para la National Geographic en aquel país centroamericano que hasta hacía poco le costaba situar en el mapa era solo una causa. El principal motivo venía de muy atrás, cuando asumió que siempre estaría del otro lado: el opuesto a la vida cómoda. Había sido la única hija entre cinco varones y lo aprendió de niña. Sus hermanos iban a la calle y Nabila se quedaba en casa: un universo donde construir historias para calmar las ansias de salir, para entender por qué ella, mujer, tenía que hacer cosas distintas a las que hacían los hombres. Sola y sin pomadas para las grietas de la piel, que se iban extendido por la falta de paseos al aire libre, por el ansia de sol. Túnez la había visto crecer y amar a Jean-Paul, pero aquellos días solo era el decorado de su partida.

Alejarse de los suyos siempre le producía ese sabor de boca que antecedía a la traición. Nabila quería remover de una vez por todas la culpabilidad, dejar para siempre en un baúl de acero las excusas que avivaban el miedo a vivir. Llevaba muchos meses con aquel sueño recurrente, que le despertaba y la ligaba a su infancia. Su abuelo, en la vida real, tenía un puesto ambulante: vendía cigarrillos en barrios populares. Visualizaba unas escenas en blanco y negro mientras se arreglaba porque estaba a punto de ser recibida con alfombras rojas en un hotel de lujo. Una señora de pelo negro, que decía ser su tía segunda, la visitaba: «Yo soy la mujer que estás trovando. Y tú solo puedes ser la nieta de Shahir, porque tienes su misma cara» —señalaba. Después salían a buscar bollos por los barrios humildes y otros familiares la agasajan con ricas comidas. Miró a su alrededor, las imágenes todavía prendidas a la yema de sus dedos: un aeropuerto ajeno, voces que recorrían un ahora en el que Nabila estaba ausente. Brillaban las claves de su decisión en busca de un parto de luz. Alguien llamaba para proceder con el embarque y ella levaba las anclas para adentrarse en lo desconocido.

Tras muchas horas de vuelo el avión contempló el cielo pálido y el humo verde de los volcanes. Vio su piel arrugada, llena de erupciones del pasado y de otras que todavía estaban por llegar. Se detuvo en los pliegues y repliegues que el tiempo y sus llamadas desde la tierra fueron dejando. Vio sus pozas, sus lagos, extendidos en un mapa de arroz y frijol sinuoso; la voluptuosidad del camino escarpado, las pequeñas huellas que dejaron los sueños acumulados de civilizaciones. La ausencia de la línea recta era total: meandros y sombras de lagartijas retorcidas, buscando su propia cola. Su mente fue reescribiendo caligrafías árabes sobre aquel paisaje. Eran las mismas que había practicado en Ayasofya Müzesi, en Estambul, cuando tuvo la suerte de ser seleccionada para recibir un curso de escritura artística. Entonces estudiaba lenguas y comunicación en Toulouse, donde había conocido a Jean-Paul. Las geografías habían cambiado drásticamente desde entonces. Guatemala no estaba entre sus preferencias para el aprendizaje del español, pero el programa de becas al que optaba primaba el intercambio entre los países del Sur y no tuvo otra elección. Contaba con la ventaja de chapurrear ladino, el idioma de sus antepasados que tantas veces había escuchado a su madre y sus tías. Agradeció a su familia haberlo mantenido en el paladar, aunque de chica aquella excentricidad le valió alguna burla en el colegio. Su conocimiento le ayudaría a comunicarse y a entender. Todavía tendría que esperar a que su ladino básico mutara en las melodías y vocabularios centroamericanos. Después, quien sabe, quizás se atreviese con algunas palabras de las veintitrés lenguas indígenas que se hablaban en Guatemala, como el k’iche, q’eqchi o kakchiquel.

Había otra motivación pare ese viaje adherida a la casualidad de que hubiese sido muy cerca de allí, en Honduras, donde el helicóptero en el que viajaba Jean-Paul se estrellara dos años atrás. Tenía 36 años. Desde entonces, y sin saber el motivo, Nabila soñaba con aquel paraje de bosque frondoso rodeado de montañas chatas y con largas paredes lisas donde crecían orquídeas y bromelias. Allí buscaba reposo, se dejaba llevar por el arrullo de la naturaleza, que nunca descansaba, solo cambiaba los matices dependiendo de la hora del día. Las oropéndolas volaban cerca de ella, exhibiendo sus plumas amarillas y el correr del agua le hacía sospechar de la existencia de ríos y cascadas. Abría sus sentidos a lo que cada minuto estaba dispuesto a ofrecerle, ausente de pasado y de futuro. El aleteo de las mariposas que la rodeaban todavía podía revivirlo en cada despertar.

Las primeras semanas que pasó en Guatemala transcurrieron despacio. Los trámites para iniciar las clases de español se retrasaron y paseó por Antigua. Le gustaba observar las imágenes que la ciudad proyectaba desde las líneas perfectas de una arquitectura sin más pretensiones de futuro. Poco a poco fue encontrando lugares donde quedarse para presenciar la luz del atardecer cayendo sobre la plaza un segundo antes de que el cielo oscureciera: las columnas columpiando su mirada nueva que, por momentos, provocaba el renacimiento de las cosas que habían permanecido allí desde siempre y convertían el humo de los volcanes en formaciones fantásticas, incluso fantasmagóricas. Desde la Calle de la Sin Ventura contemplaba el volcán de agua encuadrado en paredes coloniales. Algunos días las nubes lo cubrían ocultando su cráter y esperaba a que el cielo decidiera echarse a andar para despejar esa vía de escape que, según los mayas, comunicaban el inframundo con el «sobremundo». Nabila supo por la información del Museo de la Colonia que con ese extraño nombre de «La Sin Ventura», Beatriz de la Cueva había firmado su designación como gobernadora de Guatemala en 1541 tras la muerte de su esposo, Pedro de Alvarado. La única mujer gobernadora en las colonias americanas solo pudo ejercer el cargo durante unos meses y su mala suerte quedó corroborada cuando las inundaciones provocadas por la erupción del Volcán de Agua la arrastraron a la muerte junto con su hija. Nabila la imaginó a partir del retrato del museo, diferente, en un mundo lejano al que siempre había conocido; sola, ejerciendo un poder que quizás no entendiera mientras se identificaba con las imágenes de los cuadros que utilizaban los españoles de entonces para evangelizar a los indígenas: figuras alargadas, blanquecinas, que no podían pertenecer a ese mundo moreno y de corta estatura, que no lo representaban.

Nabila paseaba y escuchaba el sonido de la calle. En ocasiones, su ánimo viraba hacia el este como las nubes que avanzaban cerrando la salida al volcán y palidecía como los sueños que dudaba recuperar, en un empeño que no todas las veces se mantenía despierto. Las calles de Antigua se sucedían con piedras irregulares donde ella trataba de apoyar sus pies en vano: por mucho que lo intentara siempre quedaban inestables, apenas reposada una parte de los dedos o el talón. Esos adoquines eran la imagen de los pliegues de la geografía guatemalteca, llena de accidentes, repleta de insinuaciones. La puerta de una iglesia había sobrevivido aislada, sin el resto de los muros, a los avatares del devenir y decoraba la calle con la naturalidad precisa. Un detalle del ayer atravesado por el viento, donde quería ver el significado de los dogmas deshechos, de los dogmas que fueron cayendo junto a los ladrillos de un catecismo que cumplió el objetivo de someter, pero del que solo pudo permanecer intacta su fachada. Mutó, herido de tanta luz. Las rejas de las casonas parecían también más cercanas, mientras el día, estrangulado entre caminos azules, le instaba a volver atrás. El sol no tardaría en desaparecer y los contornos del volcán se fundirían, apenas imperceptibles: fugaces halos azules oscuros. Se cerraban las cancelas, al igual que las flores sus pétalos al anochecer y sentía el impulso de alejarse del circuito «museo» que hacía de esa ciudad un destino turístico codiciado. Los autos de vidrios negros aparecían entonces amenazantes en el trazado cuadriculado de la ciudad. Había escuchado historias terribles sobre las balaceras y las desapariciones. Ese era el color indefinido que no podían tapar los tejidos multicolores ni las pinturas que cubrían las maderas y ladrillos. Un color que ahora mostraba el volcán, o al menos lo insinuaba: grises azulados sobre demonios rojos; muros blancos e inexpugnables de cementerio sobre plazas abiertas y llenas de contrastes. Así eran las grietas de todas las ciudades del país, incluso las más bellas.

Desde algunos puntos de Antigua, Nabila podía ver casi a diario cómo el volcán de fuego soltaba su fumarola verde y se comunicaba con los moradores de esas tierras, quizás recordándoles que el inframundo seguía ahí. La ceniza se quedaba adherida a su pelo: su textura suave y negra parecía inundada por la lava petrificada de otro tiempo. Nabila fue necesitando cada vez más de esas revelaciones geotérmicas y buscó en los alrededores de la ciudad otros volcanes para conquistar. En el Pacaya, un pequeño trozo de lava le recordó que todo lo que un día arde al otro se enfría. El calor emanaba de una erupción reciente y los braseros abiertos entre la lava solidificada pudieron caldear sus manos, mostrar que pese a todo la tierra encerraba actividad bajo sus mantos. El guía que la acompañaba, de San Francisco de Sales, le contó cómo vivían cada explosión. Las erupciones atraían turistas y destrozaban sus casas. Pero había lavas invisibles que eran más dañinas: la pobreza y la falta de educación; la ausencia de un servicio sanitario de calidad cercano, de oportunidades para los más jóvenes, el olvido del Estado al que sobrevivían pese a todo. Él mismo careció del privilegio de una escuela en su infancia y, con treinta años y varios hijos, intentaba acabar la secundaria y mejorar su formación para vivir mostrando las huellas que el volcán dejaba en esa tierra arrugada.

Cuando dieron inicios las clases, Nabila ya había incorporado la inquietud por ese mundo a un lenguaje que no podía resultarle ajeno. Había escuchado las historias de las artesanas de la Plaza Mayor, que salían de sus pueblos de madrugada para vender sus productos en la ciudad. Eran jóvenes y muchas ya tenían nietos, como tantas mujeres de su país. En el silencio se escuchaban los abusos, historias de desapariciones, heridas de una guerra que había dejado el miedo prendido a las miradas, el terror de los asesinatos en masa. La violencia, todavía gratuita, reaparecía por las grietas de sueños sin realizar. Como la lava del volcán que arrastraba lo que encontraba a su paso.

Nabila se extrañaba de cómo, a pesar de la llegada del anochecer, todo parecía de color.