En los últimos dos o tres años ha habido momentos en los que parece como si con un nuevo día llegara también una nueva realidad con la cual enfrentarse. Una realidad por lo demás muy parecida a la anterior, pero en la que una variante, un problema o tan solo una mala noticia, se ha entrometido. De pronto, las cosas se vuelven más complicadas de lo que ya eran, y la tendencia al catastrofismo en muchos de nosotros no hace más que intuir que, a partir de este punto en adelante, nuestro día a día empeorará incluso más.

Malos tiempos, así ocurre, generan malos pensamientos. Y aunque es verdad que estos últimos años no han sido necesariamente espantosos —si los comparamos con auténticos periodos de oscuridad en nuestra historia—, también es cierto que han introducido variantes tecnológicas y biológicas cuyo futuro en nuestra persona y nuestras sociedades apenas podemos intuir. Con cada día que pasa, el mundo se asemeja más a una novela de ciencia ficción. No una de esas que pintan un futuro optimista para nuestra especie, sino una de esas otras, las de la posguerra, oscuras y pesimistas, que intentaban funcionar como una advertencia y no como un manual de instrucciones.

Es difícil mantener una perspectiva rosa sobre los asuntos que están por venir. En especial cuando la vida privada sigue siendo igual de complicada y apenas encontramos un respiro para involucrarnos de verdad en lo que ocurre más allá del dominio de nuestra mente. Tan solo en los últimos dos años, los índices de depresión y suicidio se dispararon, si nos fiamos en los datos de la Organización Mundial de la Salud. De igual manera, el aumento en el alcoholismo sigue solo un poco por detrás. La vieja promesa de encontrar la felicidad por medios tecnológicos se ha quedado en eso; en promesa. La digital apenas logra unos cuantos miligramos de dopamina antes de que volvamos a las tragedias y problemillas que nos azotan a diario. Por su parte, la farmacológica no es más que un remiendo a un problema con causas más profundas que la mera neuroquímica del cerebro; ahí en las profundidades del alma. Y, desde luego, ambas tecnologías a su manera esclavizan.

Una pregunta que muchos se hacen con frecuencia es si este es el mejor de los mundos posibles. Pasamos por una etapa en la que la pobreza, la hambruna y la enfermedad se encuentran en los niveles más bajos de la historia. Una en la que el conocimiento se encuentra a la disposición de cualquiera y en la que la clase media, donde existe, tiene acceso a riquezas y experiencias que habrían sido extravagantes para los viejos reyes de Europa. También es una etapa que reporta altos niveles de crueldad, cinismo y bajeza, de matanza descontrolada y corrupción fuera de escala, de nihilismo, devastación ecológica y muerte del espíritu. Una en la que las herramientas de la gloria humana son las mismas que hacen un lodazal de la Tierra. Una en la que un par de malas decisiones pueden reducir al planeta a un montón de escombros radioactivos, en aras del crecimiento económico, las ambiciones territoriales, el orgullo patrio o demás simplezas del corazón. Tal vez es cierto, pues, que el sueño de la razón crea monstruos. Así entonces, en un mundo que puede ser destruido con semejante facilidad, o que puede ser esclavizado sin que nadie levante un poco la voz —siempre y cuando se trate de nuestro sabor preferido de fascismo—, «vanidad de vanidades», como escribe el autor del Eclesiastés, «¿qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?».

Consuelo tal vez se puede encontrar en imaginar que, en algún sitio, en otro universo ajeno al nuestro, la situación propia y mundial ha tomado suertes distintas. Giordano Bruno aseguró ante los doctores de su era que existen miles de millones de otros orbes, y ya mucho tiempo antes, Epicuro comentó que existen una infinitud de mundos parecidos y distintos al nuestro. Todavía incluso con más anterioridad, Leucipo y Demócrito, y puede ser que el resto de su escuela, creían que la teoría atomista requería de millones de mundos previos y posteriores al presente. Aristóteles, que intentaba ser pragmático, prometió que este era el único de los mundos, y la voluntad de su voz tuvo vigencia hasta finales del siglo XIII, cuando Étienne Tempiere, por allá entonces el obispo de París, y por mandato del papa Juan XXI, puso fin a esa idea (entre otras) de los escolásticos. Cualquiera que fuera escuchado profesándola, amenazó el buen obispo, sería excomunicado, pues negaba el poder de Dios para crear cuantos mundos quisiera, incluso si este fue el único que creó.

La vieja idea de la «multiplicidad de los mundos» se refería a la existencia de otros planetas en los que la vida pudiera encontrarse, pero siempre en referencia a este universo. Gracias al tremendo crecimiento que la astronomía y la física han tenido en los últimos 120 años, el marco se ha ampliado a abarcar otros posibles universos; algunos como el nuestro, otros del todo diferentes. Una de las interpretaciones de la física cuántica, a cargo de Hugh Everett, necesita de un orden casi infinito de universos para que sea válida. La teoría inflacionaria, que pretende explicar la rápida expansión del espacio-tiempo a niveles extremos, intuye la existencia de burbujas cósmicas que coexisten junto a la nuestra, y en las que las leyes de la física pueden ser idénticas o diferentes. Roger Penrose, ganador en 2020 del premio Nobel en física por sus investigaciones sobre agujeros negros, ha propuesto que ciertas anomalías en la radiación de fondo cósmico apuntan a la existencia de un universo previo y del que el nuestro nació. De igual manera, ese otro universo debió haber nacido tras la muerte de otro anterior, y así, hasta la eternidad. Un modelo que recuerda un poco a una intuición parecida que puede encontrarse en la cosmología hindú.

En esta época más moderna en la que vivimos, la «multiplicidad de los universos» continúa siendo un asunto de interés, revestido ahora con la respetabilidad de la ciencia. Incluso si, en el fondo, no se trata más que de un simple anhelo por un lugar y un tiempo en el que nuestra suerte podría ser —o hubiera sido— mejor. Otro mundo en el que nacimos en una familia adinerada. Otro mundo en el que triunfamos en ese negocio que aquí fracasó. Otro mundo en el que aquel accidente de tráfico pudo evitarse, y otro mundo en el que muchas de las actuales crueldades jamás ocurrieron. Pero también habría entonces otro mundo en el que vivimos en la pobreza. Otro mundo en el que morimos por un cáncer de pulmón. Otro mundo en el que asesinamos a nuestra pareja, y otro mundo en el que nadie quiere vernos a los ojos.

Otros mundos, siempre otros mundos. ¿Es este el mejor de ellos? Si existe algo de verdad en todo esto, lo más probable es que no, pues estaríamos hablando de infinitos otros mundos. También es probable que no se trate del peor. Incluso, es posible que este sea uno de los mejores, según la vida de cada persona que lea esto. También uno de los peores, según sea el caso del lector. Lo cierto es que jamás lo sabremos. O al menos no por el momento. Al menos no de manera experimental, aunque eso no significa que no podamos intuirlos.

Hace algunos años, el antropólogo Eric Wargo publicó el maravilloso, aunque por lo demás seco, Time Loops; un compendio de sus hipótesis sobre los sueños precognitivos. Aunque se trata de la mofa de muchos de quienes se sienten racionalistas, la precognición es un asunto que ha interesado a más de una mente privilegiada, algunas de las cuales de vez en cuando se atreven a salir del closet de las herejías científicas, como fue el caso del ya fallecido Freeman Dyson. El libro sigue la tradición iniciada por J. W. Dunne con su propio Un experimento con el tiempo, y observa como los sueños precognitivos son acertados en muchos pequeños detalles, pero se equivocan en muchos otros. Para explicar el fenómeno, Dunne mezcló elementos de la memoria humana, que no es perfecta, con un sistema complejo de múltiples tiempos; un asunto que recuerda un poco al complicado sistema de epiciclos con el que los astrónomos anteriores a Copérnico y Kepler justificaban los movimientos de los planetas. Por su parte, Wargo preserva el aspecto psicológico, pero utiliza el concepto del universo bloque para explicar discrepancias entre el futuro soñado y el ocurrido: todo lo que fue y será ya existe en el tiempo, y la mente, en el estado alterado de consciencia que es el sueño, algunas veces pude viajar hacia atrás o hacia adelante, trayendo con ella recuerdos imperfectos de lo que vio.

Una hipótesis como cualquier otra y, por lo tanto, abierta a ser cuestionada. Si suponemos por un momento la veracidad de los sueños precognitivos (y todos hemos tenido al menos uno), ¿no podrían ser estos, en lugar de recuerdos del futuro, recuerdos de «otro» pasado distante? ¿Un pasado similar a nuestro porvenir, pero sujeto a una ligera variación de tema? Si Roger Penrose tiene razón, y nuestro universo nació de un universo previo, y este de otro anterior, y así más y más atrás, ¿quién dice entonces que no hemos existido incontables veces antes y nos recordamos al respecto en nuestros sueños? ¿Quién dice que nuestro mundo no ha tenido iteraciones previas en las que toda la historia ha seguido un guion similar, pero cada vez introduciendo algunas cuantas variables que lo vuelven tan solo un poco diferente al anterior?

No la multiplicidad de los mundos, sino la «multiplicidad del mundo». De ser este el caso, entonces tal vez el nuestro, con todos sus problemas, podría ser el mejor de ellos. Por el momento. O tal vez el peor; una variación introducida a un sistema caótico, como lo es la historia, no necesariamente permite una mejora en el sistema.

El eterno retorno del que hablaba Nietzsche, pero que ya se intuía desde los viejos días de los egipcios, no es una idea que tenga demasiada popularidad. Parece contrario a la excepcionalidad de la voluntad humana en forjar su destino único, e introduce una dimensión trágica en nuestro devenir. Pero tal vez esta dimensión de la realidad es más acertada de lo que nos parece, por mucho que nos desagrade. A nadie le gusta morir, pero no por eso los cadáveres dejan de amontonarse bajo la tierra.

Estas líneas ya las he escrito antes, si tal vez un poco diferente. Y estás líneas también ustedes las han leído antes, aunque puede ser que en otras condiciones. Todo aquello de lo que nos lamentamos, puede ser, ya nos hemos lamentado antes, y todo eso que deseamos, es posible, lo lograremos en algún momento de los próximos eones. Pues, «¿qué es lo que ha sido hecho?», como pregunta el autor de Eclesiastés. «Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará, y no hay nada nuevo bajo el sol».