He recordado en otra madrugada insomne a un gran escritor y he recordado a un amigo, que era, además, una buena persona.

José Costero, novelista y poeta, ha sido un miembro esencial para el funcionamiento del colectivo de escritores El Laberinto de Ariadna del que fue cofundador.

También, fue el creador del detective Ruano, que hemos disfrutado en sus novelas: Es peligroso asomarse, (2001); No pisar el césped, (2002); La pantufla del ahorcado, (2003) y Vivir en orsay (2006). Este peculiar personaje es el antihéroe que siempre nos muestra lo evidente: el poder y la codicia ejercida por los poderosos, que avasallan impunemente la condición humana.

Para quienes hemos conocido a José Costero, no hay ninguna duda de que Ruano es su «alter ego», un veterano luchador por las libertades, en otros tiempos menos contemporizadores, pero mucho más estimulantes que los actuales.

Sin embargo y pese a lo anterior, nuestro autor tiene publicados seis poemarios, dos ensayos: 13 suicidas 13, Otro Eros y su última obra en vida, Cuaderno de madrugadas, en la que, al final del libro nos recuerda a amigos y tertulianos, con la bonhomía que le caracterizaba. Dedica esta publicación a un íntimo compañero de letras, prematuramente fallecido: Paco Seguí.

El libro está integrado por una veintena de textos breves escritos en sus largas madrugadas en vela, en las que se plantea el dilema de «vivir o escribir», pero para entender mejor esta cuestión tenemos sus palabras: «¿Puede acaso la escritura usurpar o sustituir la propia existencia?» Una posible respuesta se nos adelanta en la contraportada: «Probablemente eso de escribir sea una forma de sobrevivir, el simple y la vez patente testimonio de aceptar que todo humano está condenado a una ineludible infelicidad y escribir sea una falsilla en la que uno puede acogerse a liberadoras utopías».

Esta clarificadora reflexión que nos da algunas claves de Cuaderno de madrugadas, donde José nos hace cómplices de sus famosas «madrugadas insomnes» y nos conecta con algunos personajes entrañables que comparten sus desvelos: Mozart y su música «fieramente humana»; Edgar Allan Poe, con quien se encuentra en «El fondo de la botella»; Baudelaire, que vivió «Suicidándose poco a poco» o Stevenson, que «se dormía creyendo escuchar el frenético galopar de un jinete solitario cruzando la noche, cuando en realidad era una rama de árbol que el viento golpeaba contra la ventana».

También, se encuentra «En el diván, de palique con herr doctor», cuando trasnocha con Freud; con Chéjov que mira «Por el ojo de la cerradura» o con Marcel Proust: «Una gardenia para monsieur». Sigue con James Joyce, de quien dice que «escribió la Biblia literaria con su Ulises» y con el César Vallejo de «No pronunciarás su nombre en vano». En cuanto a Salvat Papasseit, nos recuerda sus principios: «Jo no vull allistar-me sota de cap bandera». Búster Keaton y «La imperturbable dignidad», Atonin Artaud del que piensa como otros, que su obra es «el trabajo demente de un demiurgo». Fitzgerald y su «Bourbon, con hielo» para el fracaso. Así como Faulkner, Beckett, Bartra o Camus: «Cancerbero de la conciencia», a quien relaciona con los acordes de Serge Gainsbourg. Además de Thomas Dylan, a quien le producía «dolor físico escribir un poema» y a Blas de Otero, que le bastaba con ser hombre o a Silvia Plath, que dijo: «Mi tragedia es haber nacido mujer».

¡Tantos autores que nos quedan por leer, tantos! Vigilias agotadoras, resacas de espectros, literatura, armonías y recuerdos.

Un páramo donde José Costero acoge en plenitud las palabras del maestro Borges «Que otros se jacten de lo que han escrito, yo me enorgullezco de los que he leído».

Sus amigos hemos editado un libro, que ya no pudo publicar porque se marchó para siempre. Sin embargo, unos días antes tuvo la entereza de despedirse de cada uno de nosotros, porque sabía que la muerte le estaba llamando.

En esta obra póstuma, Mémora de voces, José Florencio Martínez dice en el prólogo:

Es una recopilación de treinta y seis semblanzas sobre literatos, músicos, cantantes, pintores, poetas y personajes de cine a los que disecciona con sus datos biográficos más relevantes entre los que teje apuntes psicológicos y críticos de su vida y obra. Refiriéndose a Kafka, escribe Costero unas palabras que tal vez podrían aplicársele a él mismo como un guante a una mano: quizás lo que él pretendía era decirnos que, aunque la propia vida puede desdecirse, siempre hay algo noble extraído del dolor del vacío, una reflexión existencial dispuesta a indagar en la trastienda de esta vida nuestra.

«El dolor del vacío» ha escrito el autor de estas semblanzas, sí, porque el vacío duele; la negra soledad duele; el desamparo absoluto ante lo absurdo, ante las injusticias, ante la famosa y reitera locución: «todos nuestros agentes están ocupados en estos momentos». Duele estar hechos para el amor y vernos abocados sistemáticamente a la ausencia, a la incomunicación, a la desesperanza, a la impotencia, a la indefensión. Duele, a veces de manera punzante y continua. Por eso, es comprensible la empatía por estas personas de nuestro ambiguo y estimado Arlequín.

Pepe Costero era un fino lector en sus madrugadas de contumaz insomnio. Una característica de sus lecturas y de sus escritos era su insobornable inclinación por los débiles, por los oprimidos, por los perdedores, por los desposeídos, por los suicidas, por la gente que, desde la noche del alcohol o desde la noche de los barbitúricos, como en los versos de Lorca «Buscaba el amanecer, / y el amanecer no era». «De enternecida furia por la humana condición», como dice nuestro autor de Valle-Inclán y lo reitera cuando escribe sobre Luis Hernández: «Mi reconocida ingenua solidaridad con los perdedores de esta vida». Asimismo, en la referencia sobre Dostoyevski que puede aplicársele a nuestro amigo poeta y que explica su afecto por los personajes de sus preferencias: «Intenta comprender al ser humano a través de su sufrimiento y alcanza una cálida y activa piedad».

Costero desprende pesimismo en su escritura y una tendencia a aproximarse al lado oscuro de la vida, pero también honestidad y ternura con el débil, con el desamparado, con el que no tiene luz en su perspectiva vital. Ese sentir le justifica y le honra con creces, aunque en 1970, apuntó en un poema que no renunciaba a la esperanza:

Sin horario fijo para un dolor,
me diagnostico una incurable esperanza.

En una poesía de su último poemario se retrató a sí mismo como:

Sordo a las beatas admoniciones,
republicano sin república,
cofrade de la camada de perdedores,
metamorfosis de jacobino irredento
a sutil fariseo.

El autor dijo que «la vida era una incauta escaramuza con el destino», se nos fue y como él mismo señaló en un verso: «ya su sombra anida entre sus libros»; y, añado yo: también en el grato recuerdo de sus fieles amigos.

Empieza a amanecer por las estribaciones de La Falconera.