El billar es un juego antiguo que, durante siglos, se jugó casi exclusivamente con bolas de marfil. A mediados del siglo XIX, sin embargo, aquella práctica era insostenible, porque un colmillo de elefante alcanzaba, apenas, para fabricar tres o cuatro bolas, en un proceso lento y costoso, que en cortísimo tiempo pondría al elefante en el innoble féretro de la extinción. Surgió, entonces, la necesidad de buscar un material sustituto. Madera, hueso de buey, arcilla. Se probó con todo. Pero no había manera de alcanzar el indescriptible efecto magnético de las carambolas con esferas de marfil.

J. W. Hyatt Jr., un inventor neoyorquino, logró producir en 1869 unas bolas de billar a partir de un material sintético llamado colodión, una mezcla de nitrato de celulosa con éter y alcohol. El problema de las bolas de Hyatt es que se inflamaban al contacto de un cigarro encendido, y aunque era remoto que ocurriera, existía el peligro de una explosión mediante un choque potente de las esferas. En 1870, Hyatt perfeccionó su invento agregando alcanfor al colodión. A esa mezcla, un plástico primitivo, el inventor la bautizó como celuloide.

No tardó tiempo en que muchas industrias adoptaran el celuloide para fabricar numerosos objetos, desde peines hasta muñecas. Se empleó también como material para la impresión fotográfica y, luego, como soporte de las primeras películas, en una cinta continua, perforada en sus bordes. Empero, la materia fundamental del celuloide, la nitrocelulosa, nunca dejó de ser un peligro y, entró subrepticiamente en el cine, como un caballo de Troya. Desde los inicios del cinematógrafo hasta finales de la década de 1940, durante casi medio siglo, la industria cinematográfica utilizó un soporte altamente peligroso, causante directo e indirecto de incontables incendios, grandes pérdidas materiales y, sobre todo, de muchas vidas humanas.

La primera gran catástrofe relacionada con el cinematógrafo ocurrió en los albores del cine, el 4 de mayo de 1897, en plena Belle Époque. El Bazar Benéfico de París era un evento que se realizaba todos los años desde 1885, para obras de caridad, y una ocasión sin igual para que los aristócratas mostraran que su noble corazón también latía. Ese año el evento se denominó Bazar de la Caridad, y se desarrolló en la calle Jean Goullon, a orillas del río Sena. Se construyó una estructura provisional de madera, con techo de cartón alquitranado, y en su interior un escenario de opereta, simulando la Edad Media parisina.

La atracción principal del Bazar, sin embargo, no era algún artefacto medieval, sino un maravilloso invento surgido un año y medio atrás: el cinematógrafo de los hermanos Lumière. Aquel día, en el Bazar de la Caridad, la exhibición del cine se ejecutaba sin pausas, para ver el nuevo milagro humano. Se estima que en el momento de la tragedia había unas 1,200 personas dentro del Bazar, donde se exhibieron dos cortas películas.1

Esos primeros cinematógrafos eran manuales y requerían de una lámpara de éter para iluminar el proyector. En un momento, se apagó la lámpara y el asistente del proyeccionista, encendió una cerilla; al hacerlo, surgió una llamarada que alcanzó la película de nitrocelulosa. En segundos, esta se convirtió en un auténtico lanzallamas que, en un abrir y cerrar de ojos, encendió las lonas de techo y paredes, que cayeron como avispas de fuego sobre los delicados trajes de las esposas de príncipes, duques y ministros del gobierno. No hubo tiempo para un plan de escape. El incendio fue rápido y mortífero. Un cuarto de hora después, ya solo había cenizas, horcones humeantes y cadáveres calcinados. El recuento de daños fue estremecedor: 126 muertos y 200 heridos, en su mayoría mujeres y niños.

La nitrocelulosa es inestable a partir de los 38 grados, y guarda otras características siniestras: puede hacer autocombustión, es decir, que en condiciones propicias puede arder espontáneamente; asimismo, no necesita oxígeno, porque genera su propio oxígeno, y al arder, expulsa dióxido de nitrógeno, un gas muy venenoso. Como si se tratara de un volcán submarino, es capaz de seguir ardiendo, con profusas llamas, aun debajo del agua.

Entre 1896 y 1907, en los Estados Unidos ocurrieron casi un millar de incendios provocados por cinematógrafos y películas de celuloide. Según datos de la revista American City (citada en el Podcast «De las Cenizas: la tragedia humana del cinematógrafo», 2018), en 1927 ardían al menos dos cines al día en Estados Unidos. Esta sangría no se detendrá hasta inicios de la década de 1950, cuando la compañía Eastman Kodak, paradójicamente una de las primeras proveedoras de películas, se propuso sacar un material que aunara las ventajas de este soporte con la seguridad. El resultado fue el acetato de celulosa, que no alcanzó la calidad del celuloide; pero tenía la gran ventaja de no ser explosivo.

A pesar de tantas tragedias, el celuloide forma parte de la historia del cine y muchos cineastas añoran sus características no explosivas, por ser el material más perfecto para la proyección de películas. Por desgracia, debido al poco esmero que ha habido en su preservación y, por su condición inflamable, estas obras han ido desapareciendo. Muy consternado, el director Martin Scorsese, asegura que más de la mitad de las películas filmadas antes de 1950 ya están extintas, y solo se conserva un 10% del cine mudo.2 Por su parte, el cine ha realizado homenajes a las salas cinematográficas, y en particular al uso de este soporte, a pesar de las tragedias causadas. Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore, constituye una emotiva crónica de los años de la posguerra italiana, en la que se realiza un sensible homenaje a las humildes salas de los pueblos, donde el protagonista (un proyeccionista de cine) vive una fatalidad, al incendiarse una de las películas en exhibición. Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds), 2009, de Quentin Tarantino, por el contrario, nos muestra una fastuosa sala de cine durante la segunda guerra mundial, donde la dueña judía del cine planea un incendio en su propio edificio, utilizando el poder explosivo de los rollos de nitrocelulosa, para quemar el cine lleno de oficiales nazis.

Ahora bien, ¿hubo en Costa Rica un «Bazar de la Caridad» o quizás un Cinema Paradiso? Dicho de otra forma: ¿hubo algún incendio, en Costa Rica, en algún teatro o cine, atribuido al celuloide como agente directo o indirecto? Al no encontrar nada en bibliotecas y archivos, hicimos la pregunta a Ingeniería de Bomberos, cuya respuesta fue: «Respecto a información de algún incendio que se relacione con la inflamabilidad de este material polimérico, no se cuenta con registro de ello».3

En cambio, sí hay registro de incendios en teatros y cines, en fecha posterior al período del celuloide, es decir después de la década de 1940: por ejemplo, el Teatro América (1951) y el Teatro Raventós (1967).

La sorpresa es que sí hubo en Costa Rica un incendio de grandes proporciones, en el período del celuloide (entre 1895 y 1950). Se trata del incendio iniciado en el Teatro Moderno, de Cartago, la madrugada del 22 de diciembre de 1913, donde prácticamente se quemó una cuadra completa del corazón de la ciudad, tan solo tres años después del fatídico terremoto de 1910.

¿Fue el celuloide, de las películas, la causa de este gigantesco incendio? En las crónicas periodísticas se señalaron varias causas; pero solo un medio apuntó a dicho material, como germen del incendio.

Aventurémonos a narrar los hechos para ver qué encontramos debajo de los escombros de esta ardiente historia y si, efectivamente, fue el celuloide culpable o no de la conflagración. Para ello utilizamos las crónicas publicadas en los periódicos La República, El Noticiero y La Información, del 23 de diciembre de 1913; también un reportaje ilustrado en la revista Pandemónium, el 10 de enero de 1914, y datos de la Monografía de Cartago (Mata Gamboa, J. 1930). Asimismo, resultó de vital importancia el «Expediente de la sumaria para averiguar quién cometió el delito de incendio del Teatro Moderno» (Cartago, Juzgado del Crimen, No. 1668. 26 noviembre de 1914, Archivo Nacional de Costa Rica).

En la reconstrucción de la ciudad, después del terremoto, las viejas construcciones de adobes y calicanto han dado paso a las de bahareque y de madera liviana, es decir, materiales plásticos, que resisten mejor los sismos; pero no necesariamente los incendios.

Los acontecimientos ocurren, principalmente, en la cuadra inmediata al norte del parque central (o diagonal al mercado), es decir, la del Salón París, el Palacio Municipal, etc. No toda está construida: por el lado sureste, diagonal a «Las Ruinas», luce un lote vacío, de un cuarto de manzana, donde estuvieron el Palacio Municipal y el edificio de cárceles, antes del terremoto. En la esquina noreste (donde estuvo el hotel Majestic) luce la gran casa del abogado Rogelio Chacón Román; al sur, pegada a ella, la Central del Telégrafos (actual Mucap). Al oeste de la casa de don Rogelio, está la casa de don Francisco Chacón; luego, a mitad de la cuadra (donde hoy está la Súper Despensa), el edificio del Teatro Moderno, el sitio preciso donde empezó el incendio.

Después del teatro, al oeste, sigue la ferretería La Copa Blanca, de los hermanos Rivera Brenes, cuya construcción fue terminada una semana antes, por lo que todo en ella huele a nuevo;4 en la esquina (donde hay un McDonald’s) está la famosa cantina el Salón París. Pegado al sur (donde actualmente hay varios comercios, que empiezan en la Cerrajería París), se hallaba uno de los edificios más amplios, cómodos y mejor construidos de Cartago. Su propietario era don Juan de Dios Troyo, el hermano mayor del poeta Rafael Ángel Troyo. En el primer local de este edificio está una de las panaderías de don Luis Felipe Odio;5 luego, la fábrica de zapatos de don José Giralt Vía, un catalán nacido en Villafranca, Barcelona; luego, la carnicería de don Filadelfo Coto (el padre adoptivo de don Rogelio Coto Monge) y la de don Vidal Céspedes, así como —en el interior del inmueble— las oficinas de varios abogados, incluyendo las de los licenciados Rogelio Chacón Román y Félix Mata Valle.7

Después de este edificio, al sur, seguía un galerón municipal, una especie de plantel, donde se guardaban postes de madera, herramientas, pinturas, etc. Y terminaba ese sector oeste en la casona destinada a los Juzgados y Alcaldías. La República indica que esta se «situaba a 100 varas del edificio de los señores Rivera». Si el dato es preciso, dicha casona estaría en la esquina suroeste de la manzana, el sitio de la famosa casa de las niñas Espinach (hoy esquina suroeste de la Municipalidad de Cartago). Su propietaria es doña Anita Jurado Acosta, esposa de don Juan de Dios Troyo, y en uno de sus aposentos vive, con sus pequeños hijos, doña Lidia Jurado, viuda del poeta Troyo,8 y hermana de doña Anita. En la manzana al norte del Teatro Moderno, cruzando la calle, está el Hotel Español regentado por el italiano Luis Amodeo. Al oeste de la manzana del incendio, calle de por medio, está el hotel francés Lafayette, un edificio de madera cubierto con chapa metálica, inaugurado un año antes, por el presidente de la República, don Ricardo Jiménez O. Ocupando casi dos tercios del sector este de esa manzana, desde la esquina sur, es uno de los hoteles más finos del país;9 el otro tercio lo ocupan dos locales: la Gobernación y, en la esquina (donde hoy está la Botica García) la tienda El Irazú de don Felipe Martín de Pedro, otro comerciante español.

El Teatro Moderno

El edificio del Teatro Moderno era un inmueble de madera de una sola planta, que podía albergar a más de doscientas personas. Menos de un año atrás, su dueño era don Nicolás Casasola Ortiz, un reconocido comerciante, que lo arrendó para teatro a los hermanos Agustín y Rogelio Gutiérrez Ross y a don Juan de Dios Freer. Dos meses antes del incendio, la sociedad de Rivera & Co. compró el inmueble a don Nicolás en 10,000 colones, decidiendo respetar el arriendo existente para el teatro. En 1913 era la única sala de espectáculos en Cartago, y en ella se presentaban obras de teatro, operetas y zarzuelas; aunque su especialidad, no hay duda, era el cinematógrafo. 1913 es una época tan pretérita en el cine, que ni siquiera habían aparecido, en la gran pantalla, luminarias como Charles Chaplin o Buster Keaton, y el nuevo arte era dominado por estrellas como Romaine Fielding y Alice Joyce. Entre otras obras, en el Teatro Moderno se presentó El Retorno, del costarricense José Fabio Garnier, a cargo de la compañía de Evangelina Adams, y Vindicta, representadas ambas con el afamado actor español Jambrina10 (Calderón, J. C. Teatro y Sociedad Cartaginesa. 1997. Y Mata Gamboa, J. Monografía de Cartago. 1930).

Contiguo al Teatro, hacia el este, un pequeño negocio de pulpería y cantina —también arrendado por los Gutiérrez— se comunicaba con el teatro por una puerta cancel, y allí los espectadores se deleitaban con refrescos y golosinas, mientras daban rienda suelta a la tertulia, en el entretiempo de las funciones.

El incendio

Tan fría y ventosa como puede ser cualquier madrugada en esta época del año, la del lunes 22 de diciembre de 1913, encierra además un evento desdichado. El alumbrado eléctrico ofrece una luz lóbrega, bien se diría más azul que amarillenta. Son las 3.20 a.m. en la vieja ciudad, no cruzada por caminante alguno, desde muchas horas atrás. De pronto, la noche dejó su mudez cuando Ramón Solano, un policía que estaba en la esquina noreste de la manzana, sonó su silbato pidiendo ayuda, al advertir las grandes llamaradas que, desde el lunetario del Teatro Moderno, ya trepaban hasta el techo.

En minutos, la noticia despertó al gobernador, doctor José María Peralta, quien a las 3.30 a.m., llamó al presidente don Ricardo Jiménez, para pedirle auxilio, pues en Cartago no había forma de combatir un fuego de tal magnitud. De inmediato, don Ricardo, ordenó que salieran los bomberos de San José, con la recién adquirida bomba Knox (primera bomba de incendios del país). Sin embargo, cuando la máquina llegó a la estación del tren, se informó que ya no era necesaria, pues el fuego estaba controlado.

Destruido el Teatro Moderno, grandes llamaradas, nunca vistas, alcanzaron los negocios de Rivera & Co: primero la ferretería La Copa Blanca y luego, el Salón París. El viento soplaba hacia el poniente, por lo que solo se salvaron la casa de don Rogelio Chacón, en la esquina noreste, y el edificio de la Central de Telégrafos, pegada a aquella por el sur.

Como un mar de luciérnagas se iluminó la ciudad, cortando el frío glacial de la madrugada, mientras el intenso calor reventaba los vidrios de los negocios frente al Teatro Moderno: el Hotel Español, la vinatería de Pedro Fernández, dos talabarterías, la botica de Julio Flores y otros.

Después del Salón París, el fuego siguió hacia el sur, destruyendo totalmente la casona de Juan de Dios Troyo. El edificio estaba hipotecado, pero le producía a su dueño un poco más de 300 colones mensuales de renta, y era casi todo lo que tenía para vivir. Al quedar en la ruina, se le dio hospedaje en el hotel Lafayette.

Cuando ardía la casona de Troyo, el viento sopló con más intensidad amenazando con alcanzar las construcciones de la manzana oeste. Después, arrasó con el galerón municipal y, finalmente, con la casa de los Juzgados y Alcaldías. El resto de la manzana, como vimos, estaba sin construir.

Desde la Puebla, Cantarrana, el Naborío y el Arrabal, y hasta de puntos tan lejanos como el cerro de Ochomogo, el cielo adquirió un precioso brillo de fragua. El negrísimo telón de la noche envolvía el corazón de la ciudad, que de lejos semejaba un cuadro bíblico, dominado por el claroscuro de un gran tizón enrojecido, envuelto en un humo movedizo, como aleteo de murciélagos.

Convencidos que se trataba de una revolución, grupos campesinos tomaron los caminos sinuosos a la ciudad con escopetas y machetes; pero al llegar al teatro de los acontecimientos, guardaron las armas y se transformaron en humildes bomberos.

Destacaron muchos héroes en aquella jornada, pero pocos como los frailes del convento de los padres capuchinos, que abandonaron sus celdas para venir a cooperar. Fray Doroteo, fray Dionisio, fray Ernesto y fray Rafael, fueron los primeros en entrar a las casas que ardían, para salvar ropas y muebles, y fueron ellos los que rescataron los archivos de Juzgados y Alcaldías, llevando los documentos a la Gobernación y al Club Central Fernandista. Ya sofocado el incendio, y cuando muchos hombres, exhaustos, se iban a los mostradores de las cantinas o a desayunar, los humildes frailes marchaban silenciosos al convento, algunos con quemaduras en sus manos y cogullas, para elevar plegarias por los damnificados e iniciar sus oficios del día.

Cuando la noche se replegaba, el gran incendio dio lugar a innumerables islas de luz pálida. Al asomar la primera claridad del día, la manzana completa era una gran pira de carbón rodeada de hierros retorcidos y unas pocas paredes en pie. Un olor acre como cuero sin curtir y un débil polvillo volcánico se apoderaron del aire por semanas.

Testimonios

Don Agustín y don Rogelio Gutiérrez, dueños del Teatro, declararon que semanas antes descubrieron desconocidos ocultos, en el local, con intención de robar, y que la cocinera de la casa de don Francisco Chacón, escuchó ruidos en el interior del teatro, antes de declararse el incendio. Una amiga de la casa los despertó con la noticia que se quemaba la Copa Blanca, y al llegar al sitio, los invadió un profundo dolor, al constatar que el teatro de sus sueños era consumido por llamas indescriptibles. Luis Amodeo Zorino, propietario del Hotel Español, despertó por el ruido de detonaciones y ante el calor de las llamaradas. Horrorizado al saber que en Cartago no había bomba de incendios, se dedicó a echar baldes de agua a las paredes y barandas del hotel, como medida de prevención. Filadelfo Coto Céspedes, uno de los carniceros, comentó con mucha amargura, que perdió todo, incluyendo el mobiliario y un novillo recién destazado, listo para el expendio, y parte de otro. Don Juan Rivera, el dueño del Salón París, llegó corriendo a su negocio, pero apenas pudo sacar unos documentos, y ni él ni nadie logró salvar uno de los objetos más valiosos: una fina pianola que le prestó don Enrique Runnebaum, para entretener a sus clientes. Estaba asegurada en 2,800 colones, y unos meses atrás fue exhibida en la Magnolia de San José.

Pablo Mureau,11 el propietario del hotel Lafayette dijo que, aunque ignora el inicio del fuego, gracias al auxilio de las personas no se arruinó él también, pues en varias ocasiones las llamas alcanzaron su hotel, dejando abolladuras visibles en las latas que cubren las paredes.

Uno de los testimonios más conmovedores fue el del zapatero catalán don José Giralt Vía, modelo de artesano y persona honorabilísima, que vino a Costa Rica en 1903. En el terremoto de 1910 perdió un capital de 32,000 colones y quedó arruinado. Pero no desmayó y, por el contrario, se estableció de nuevo, logrando un capital de 9,000 colones. «Hace tres días me visitó un agente de seguros aconsejándome asegurar las mercaderías, no quise hacerlo y me pesa mucho, pues la ruina no habría sido total», contó a un periodista. Sin embargo, en un arrebato de estoicismo y entereza moral le advirtió al reportero: «Vea, no vaya a poner en su periódico que por la pérdida sufrida estoy triste y desconcertado, porque no es cierto; soy joven, saludable y fuerte… ¿quiere usted mayor riqueza? Seguiré trabajando con el mismo empeño y actividad de siempre y, ya verá usted que algún día llegaré a la meta».

Buscando al culpable

El expediente del Juzgado del Crimen del 26 noviembre de 1914 revela que, después del incendio, se inició la investigación para dar con algún culpable. Aunque los peritos encontraron desórdenes contables y financieros en la documentación del teatro, no fueron suficiente motivo para culpar a sus dueños de un autoincendio.

El Juez del Crimen, don Guillermo Mata, no brindó detalles a la prensa de las pesquisas; pero se supo que únicamente fue detenida, brevemente, una mujer jamaiquina llamada Luisa Jackson, que vivía en El Naborío (actual barrio El Molino). Se dijo que días antes del incendio, la mujer contó a la esposa de don Domingo Leiva, músico de la banda militar, que el domingo en la noche habría fuego en Cartago. La mujer declaró muy molesta, en un español confuso, no haber dicho tal cosa ni a la esposa de Leiva ni a ninguna otra persona, y que no es profetisa como para haber anunciado cosa semejante.

A las tres de la tarde del 30 de noviembre de 1914, con la firma de los licenciados Guillermo Mata y Félix Mata, considerando que por no desprenderse de los autos suficiente evidencia para tener por responsable a persona alguna, se emitió un sobreseimiento provisional del caso, «hasta que aparezcan mejores datos».

Conclusión

En el expediente no se menciona el hallazgo de algún elemento químico (gasolina, canfín, etc.) en los escombros del incendio, mucho menos la nitrocelulosa. Sin embargo, la sumaria concluye que la noche del incendio no durmió ninguna persona en el teatro, y que las sospechas principales apuntan a que este se debió a un corto circuito.

El diario El Noticiero, del 24 de diciembre de 1913, informa que no se había dictado orden de detención contra persona alguna, y que la opinión pública, al principio creyendo en un acto criminal, ha cambiado de parecer y ahora cree «que el incendio fue casual, quizá producido por la inflamación del celuloide, en las películas que se pusieron el domingo en escena». Según la crónica de El Noticiero del 23 de diciembre, en la noche previa del incendio, el teatro proyectó ocho películas del cine mudo, que sumaban 1,600 metros de proyección. La más extensa de ellas fue una película danesa de 700 metros y de 39 minutos de duración, llamada La Catástrofe del Gran Circo, de la casa Nordisk de Copenhague.12

¿Acaso la capacidad de combustión, inclusive espontánea, del nitrato de celulosa, pudo ser la causa del origen del fuego en el Teatro Moderno, como apuntó la crónica de El Noticiero?

Aunque no se puede descartar del todo, por la facultad de autocombustión de este agente, y que en el interior del teatro había mucho material fílmico, lo cierto es que el fuego se declaró a las 3.20 de la madrugada. Es decir, no se inició durante el uso del cinematógrafo, y a esa hora, con el frío glacial de Cartago, prácticamente se descarta la autocombustión del celuloide. En consecuencia, mientras no aparezca evidencia en contra, respaldamos lo concluido en la sumaria del crimen: que el incendio se debió a un fallo eléctrico.

Sin embargo, nos parece oportuno agregar que no se puede exonerar totalmente al celuloide. La gran cantidad de películas en el teatro, al ser alcanzadas por las llamas, despertaron el poder destructivo del celuloide, y contribuyeron a quemar más rápido el teatro y, sin duda, el resto de la manzana.

En conclusión, el gran incendio de 1913 corresponde al período trágico del cine, cuando ardían diariamente varias salas en el mundo, a causa del peligroso y a la vez añorado celuloide. Por inmensa fortuna, a diferencia del Bazar de la Caridad de París, donde se apagó la vida de muchas personas, el fuego iniciado en el Teatro Moderno solo produjo pérdidas materiales incalculables, sin muertos ni heridos que lamentar. Por todo lo anterior, cuando usted entre a la Super Despensa, parada obligada de nostálgicos incorregibles, no olvide que en ese punto inició, más de un siglo atrás, el primer gran incendio de la historia de la Vieja Metrópoli.

Notas

1 La primera se llamaba «La llegada de un tren a la estación de La Ciotat» (56 segundos); y la segunda, «El regador regado» (40 segundos), escena cómica, considerada la primera película con argumento del cine. Ambas, disponibles en YouTube.
2 El País. (2013). Scorsese lamenta la pérdida del 90% del cine mudo estadounidense.
3 Información suministrada al autor por Kathryn Villafuerte, especialista en prevención e investigación de incendios, del programa de investigación y análisis de incendios de Bomberos de Costa Rica. 4 La Copa Blanca se promocionaba como ferretería, cristalería, abarrotes, licores, vinos, y con especialidad en materiales de construcción. Formaba parte de los negocios establecidos por Rivera & Co, cuyo principal negocio, en ese momento, era el Bazar frente a la iglesia San Nicolás Tolentino, donde está el actual Banco de Costa Rica (antiguo Banco Crédito Agrícola de Cartago).
5 La familia Odio, de origen italiano, procedía de Cuba. En Costa Rica, sus miembros se dedicaron principalmente al negocio de panadería, y uno de los nietos de don Luis Felipe (Raúl Odio Herrera) fue el fundador de la empresa El Gallito Industrial. Además, Rubén Odio Herrera, fue el tercer arzobispo de San José.
6 La zapatería de don José Giralt vendía zapatos charoles y de piel oscaria; pero también tenía sus talleres donde se fabricaban zapatos, a partir de hormas europeas y americanas.
7 Félix Mata Valle (1857-1917). Abogado, poeta, músico, educador, diputado. Desempeñó el Ministerio Fiscal de Cartago y fue inspector de escuelas durante 18 años. Profesor de castellano en el Colegio San Luis Gonzaga, donde también ocupó el cargo de director. Ejerció de secretario de la Municipalidad de Cartago y fue electo diputado en cinco ocasiones. Como poeta, publicó una obra llamada Brisas del Irazú en 1915, y como músico fue compositor y clarinetista de la Sociedad Musical Euterpe.
8 Se sabe que después del terremoto, Lidia Jurado v. de Troyo permaneció en Cartago, con sus hijos pequeños. En el año 1937, trabajó como maestra de costura, en la escuela Jesús Jiménez. Sin embargo, tiempo después se trasladó a San José, donde murió el 9 de mayo de 1960, a los 78 años.
9 En el terreno donde estaba el hotel se ubicó, hacia 1885, la casa solariega del cafetalero José Ramón Rojas Troyo, padre de don Juan de Dios y de Rafael Ángel (famoso poeta modernista).
10 Bernardo Jambrina. Muerto en Avilés, España, en el año 1918, a causa de un accidente automovilístico.
11 Pablo Mureau y su hermano Valentín Mureau (franceses) fueron miembros fundadores de la sociedad que construiría, en este mismo año de 1913, el famoso Teatro Apolo, en terreno comprado a don Carlos Peralta, en el mismo sitio donde estuvo la tienda El Irazú de don Felipe Martín, antes del terremoto de 1910 (Monografía de Cartago, p. 733).
12 Dødsspring til hest fra cirkuskuplen. La catástrofe del gran circo, (1912) de Eduard Schnedler-Sørensen, es un melodrama danés acerca de un conde en bancarrota que, llegado a la ciudad, formará parte de un circo, donde demuestra sus habilidades como jinete, con un final trágico. Más información. Un breve vídeo con escenas de la película.