El recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados.

(Marcel Proust)

No hay duda de que la invasión de Estados Unidos a México entre 1846 y 1848, ha sido el conflicto más grave ocurrido entre ambos países limítrofes. Se trató de una guerra llevada a cabo por dos naciones en condiciones desiguales que marcaron el devenir de cada una. Para México la consecuencia fue deplorable. A solo veinticinco años de haber alcanzado la independencia de España y en un enmarañado proceso de consolidación como nación, perdió más de la mitad de su territorio. Estados Unidos, en cambio, en plena expansión territorial y con un ejército bien armado, extendió sus fronteras hacia el sur. Fue el inició de la consolidación de los norteamericanos como potencia continental.

Pero las operaciones en otros países no eran nada nuevo. Estados Unidos ha intervenido militarmente en diversas naciones del mundo desde su Guerra de Independencia (1775) en adelante. Dichas operaciones han sido numerosas; sus causas, motivos y justificaciones exhibidas, de distinta índole. La lista de países intervenidos es larga y este registro no viene de Rusia, ni de Corea del Norte, ni de Cuba. Está en el informe RL30172 del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos sobre Relaciones Internacionales, incluyendo guerras y envíos de fuerzas militares a otros países. Como muestra, algunos casos de las históricas intervenciones norteamericanas, considerando solamente Canadá y América Latina: en 1775 invade Canadá; en 1798 Mar Caribe y Atlántico; en 1831 Argentina; entre 1846 y 1848, invade México, anexando Texas, California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y una parte de Colorado, Oklahoma y Wyoming. En 1852, Argentina. Infantes de Marina se instalan un año para «proteger los intereses norteamericanos». En 1853 y 1854, Nicaragua y destruyen San Juan del Norte (Greytown). En 1855, fuerzas navales irrumpen Uruguay. En 1856, Panamá (en ese entonces Nueva Granada). En 1858, buques norteamericanos ocupan nuevamente Uruguay; 1859 es el turno de Paraguay; 1868 Otra vez Uruguay; 1891 Chile, ante una disputa con los Tribunales de Justicia chilenos; Nicaragua en 1894; de 1898 hasta 1902, Cuba, Puerto Rico e islas del Pacífico, durante la guerra hispano-estadounidense, aparece la conocida base militar y centro de detención de Guantánamo en Cuba.

Las justificaciones y pretextos para dichas invasiones son siempre de la misma índole: la libertad, ayuda humanitaria, la democracia, la protección de ciudadanos norteamericanos, el terrorismo, argumentos que los medios de comunicación (bajo control central) se encargan de exaltar, junto con el cine, cumplen la misión de generar miedo o complacencia. La guerra del Vietnam, por ejemplo, se inició por un supuesto ataque a naves militares norteamericanas en el denominado «incidente del golfo de Tonkín» que legitimó a Johnson ante el congreso para lograr plenos y amplios poderes de agresión ofensiva y mostrar una imagen de fuerza frente al comunismo. Años más tarde y en medio del conflicto bélico, un exfuncionario del Pentágono revelaría la falsedad y montaje del incidente de Tonkín. Nunca más se supo de él y el tema cayó en el olvido, sin embargo, tiempo después, en 1964, la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), reconoció la manipulación de datos para que pareciera un ataque de Vietnam del Norte y crear la justificación para desatar la guerra en el sudeste asiático, montaje que significó la muerte de medio millón de civiles, doscientos mil combatientes vietnamitas y cincuenta y siete mil soldados norteamericanos. En esos momentos se pierde el valor de la vida en favor del poder.

Para comprender la base ideológica que sustenta que las invasiones norteamericanas en el mundo entero sean vistas como «naturales», hay que partir por su fundamento teórico. Todo comienza cuando el político John Quincy Adams, en 1823, le entrega un documento al presidente norteamericano, James Monroe (1758-1831), cuyo oficio se puede resumir en la frase «América para los americanos» y que ha permanecido en la historia como la Doctrina Monroe, la cual establece que cualquier intervención europea en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de los Estados Unidos. O sea, sin más ni más, este país se convirtió en custodio y dueño del continente. Pensamiento que se amplió en 1845, con el curioso nombre de El Destino Manifiesto, principal guía espiritual y justificación para agredir a otros países sin ningún escrúpulo. ¿De dónde sale este concepto? Su origen se remonta al período en que empezaron a llegar los primeros colonos y granjeros desde Inglaterra y Escocia al territorio que más tarde serían los Estados Unidos. Los inmigrantes, en su gran mayoría, protestantes y puritanos, pero en su totalidad, eran blancos y racistas, por lo que se amoldaron rápidamente al concepto. Según el abogado y político norteamericano, William E. Weeks (1880-1972), el Destino Manifiesto se reduce a tres temas que justifican cualquier acción agresiva hacia otro país: de partida, se establece la enorme virtud de las instituciones y ciudadanos de Estados Unidos (blancos, naturalmente); luego, la misión del país es extender estas instituciones, rehaciendo el mundo a su imagen y semejanza y, finalmente, Dios le encomendó a los EE. UU. llevar a cabo esta misión. En 1845, el periodista L. O’Sullivan publica en la revista Democratic Review de Nueva York, un artículo bajo el siniestro título de «Anexión» en el cual escribe: «El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno». Para ellos se trata de un derecho natural y un destino diseñado por la divinidad. Para muestra, un botón.

La invasión a México

Cuando México se independizó en 1821, mantuvo los principales acuerdos que España había firmado con Estados Unidos. Dentro de estos compromisos estaba la inmigración estadounidense en suelo azteca que llegó durante la época colonial, principalmente en Texas y Alta California, donde lograron crear una comunidad bastante fuerte, especialmente en Texas. México no veía con agrado esta «colonización» en su territorio, pero miraba a un costado para no deteriorar las relaciones con sus vecinos del norte que podían ser sus aliados ante las invasiones inglesas y francesas de la época. Cabe recordar que México ha sido apetecido por todos los imperios. En esa época, contaba con una superficie de cinco millones de kilómetros cuadrados que se extendía desde Panamá hasta San Francisco en los Estados Unidos, con riquezas minerales y acceso a dos océanos, el Pacífico y el Atlántico, una perspectiva geoestratégica ambicionada por cualquiera de los lobos que estaban al acecho. Cuando los vecinos del norte se enteraron de que México, además, aportaba el 80% del total de las riquezas de América al Virreinato de la Nueva España, el apetito norteamericano se transformó en voracidad y comenzaron una estrategia de complot con los colonos de Texas para lograr la independencia de este territorio. Los conspiradores pisaban un terreno fértil: el bolsillo de los inmigrantes. México había abolido la esclavitud en 1829 y la economía de los colonos establecidos en Alta California y Texas, dependía casi en su totalidad de la mano de obra esclava, con lo que perderían la mayor parte de su fuerza de trabajo, junto al enorme plusvalor que esta aportaba. Al principio, los extranjeros lograron una prerrogativa para su territorio, pero duraría muy poco gracias a la fragilidad política en México. Desde esa época, se originaron las interminables guerras civiles en un país naciente que venía fracturado por varias invasiones anteriores de España y Francia.

Estados Unidos aprovechó que México estaba envuelto en un torbellino de conspiraciones políticas, militares y religiosas, intrigas que casi siempre culminaban en golpes militares que favorecían los planes norteamericanos, abriendo también las puertas al intervencionismo inglés y principalmente al francés. Si a esto le sumamos que la economía estaba en ruinas, se daban las condiciones ideales para una intervención militar que «salvara al país». Lo primero fue crear una atmósfera propicia e instaron a los inmigrantes estadounidenses (texanos) para que se pusieran en pie de guerra y exigieran que se les otorgara la independencia, con el argumento que ellos habían jurado lealtad al gobierno constitucional y no a las autoridades surgidas del golpe de Estado. Un año antes del inicio bélico entre ambos países, en 1845, Texas, sin más ni más, se anexa a los Estados Unidos, incorporación que México nunca reconoció. Esta guerra se inició con rotundas victorias mexicanas, como es el caso de El Álamo, donde doscientos colonos fueron derrotados por las fuerzas del general Santa Anna que, en versiones «hollywoodenses», exhiben a los mexicanos como criminales y a los texanos como honestos agricultores que combatían por la libertad, pero la realidad era otra. Los colonos luchaban por seguir manteniendo la esclavitud. Después del triunfo de El Álamo, Santa Anna se tornó ambicioso e irrumpió en territorio enemigo que no conocía. Fue sorprendido y hecho prisionero en la batalla de San Jacinto, el 21 de abril de 1836, momento en que firmó el Tratado de Velasco, reconociendo de facto la independencia de Texas. Pero el Destino Manifiesto, establece que nadie puede oponerse a la voluntad de dios y en 1846, invaden derechamente México. El presidente James Polk (1759-1849) declaró la guerra el 13 de mayo de 1846. Como resultado, los norteamericanos se apropian de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y partes de Wyoming y Oklahoma. Nada más ni nada menos que dos millones cien mil kilómetros cuadrados, el 55% del territorio mexicano.

El término Destino Manifiesto ha sido el pedestal de la política exterior norteamericana desde el siglo XIX hasta nuestros días, particularmente, en la creencia de ese país que tiene la «misión» de promover y defender la democracia en el mundo. Cuando Monroe, en 1823, dijo: «América para los americanos», en realidad quiso decir «América para los estadounidenses» y los doscientos años que han seguido les han dado la razón. Entre el Río Grande y el Cabo de Hornos hay más de diez mil kilómetros y treinta y tres países y casi todos han soportado al vecino del norte inmiscuirse en sus asuntos internos, instalando dictadores o aplicando presiones económicas y, cuando Washington no ha logrado proteger sus intereses de manera más sutil, escoge la invasión.

Nuestros días

Con el tiempo y el desarrollo de las tecnologías, las formas de intervención se han modificado. Ya no se trata del colonialismo tradicional que establecía un dominio extranjero directo a largo plazo, ahora resulta más barato pactar acuerdos e influencias durables con las elites locales, sus gobiernos y las Fuerzas Armadas, con quienes buscan compartir los valores que afirman defender, llámese lucha contra el terrorismo, democracia, la libertad o la promesa de prosperidad. Si a esto le sumamos que se ha generado una histeria en contra del aparato estatal, un demonio que frena el crecimiento, que a toda costa se debe reducir, el campo queda libre para privatizar empresas estatales a precios ridículos, las multinacionales se toman el poder y el gobierno norteamericano firma los tratados de comercio y protege las inversiones.

El profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Delhi, Achin Vanaik, opina que: «La expansión política de los Estados Unidos también pretende propagar el neoliberalismo. Y propagar el neoliberalismo (como doctrina económica y orientación en materia de políticas) promueve y ayuda a estabilizar el proyecto de consolidación de la hegemonía política estadounidense en todo el mundo». La paradoja está en que las formas neoliberales de globalización claman que las naciones reduzcan su participación en la economía, sin embargo, después se lamentan de su insolvencia para superar las repercusiones negativas de las fórmulas neoliberales para el crecimiento y desarrollo, tales como deuda creciente, aumento de desigualdades y mayor pobreza, acentuada por la «privatización» de aparatos estatales que deberían estar al servicio público, como la salud, educación, pensiones, etc., encontrándose sometidos a poderosos intereses de determinados grupos nacionales y corporaciones multinacionales. Ahora los países no deben rendir cuenta a sus ciudadanos, sino a instituciones y potencias extranjeras, mediante ajustes estructurales, servicios de la deuda y otras obligaciones. En pocas palabras, cumplir con los requisitos del Banco Mundial, FMI y aceptar la hegemónica supervisión de los Estados Unidos y sus serviles aliados en Europa, Asia y otros lugares. Los que no se ajusten a estas «reglas» son catalogados como «Estados fallidos» o, aún peor, «Estados parias», «Estados renegados» o «Estados canallas», los cuales se pueden invadir con el consenso mundial o sin él. Y es así como los Estados Unidos se convierten en vigilantes, fiscales, jueces y verdugos, contradiciendo su propia Constitución que, en el artículo VI, consagra que todos los tratados válidos son «ley suprema del país», incluyendo la Carta de la Naciones Unidas que prohíbe la «amenaza o el uso de la fuerza». Sin embargo, cada presidente de los EE. UU. vulnera alegremente la Constitución y a nadie le importa, lo respalda el Destino Manifiesto, una auténtica convocatoria para ejercer la violencia dentro y fuera del país. En esta amplia variedad de intervenciones internacionales, en América Latina el país más perjudicado ha sido indudablemente México. Sería el caso de recordar aquella célebre frase atribuida al general Porfirio Díaz, dictador entre 1884 y 1911: «Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».

(Agradecimientos por sus aportes y observaciones a la pintora y diseñadora croata, Duška Markotić, al escritor y periodista Humberto Musacchio, autor del «Diccionario Enciclopédico de México», ambos desde Ciudad de México, al historiador y periodista Mario Dujšin desde Lisboa, Portugal, a la compositora Verónica Garay desde Puerto Aventuras, Quintana Roo)