Seguimos en guerra. Puede parecer que ya nos acostumbramos al parte diario de las bombas, los disparos, silbando en la lejanía de Ucrania mientras sus gentes están abandonando, como pueden, las ciudades, sus hogares, dejando atrás sus vidas mientras otros quedan tendidos entre los cascotes de la barbarie. Han pasado más de 60 días y la mentalidad del destructor, del invasor, no se ha vaciado de esa maligno ansia de poder. Es el mayor ataque militar sobre suelo europeo tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Para qué? ¿Por qué? No llego a comprenderlo.

El pueblo ucraniano resiste, valiente, a ser masacrado. Desde mi punto de vista, ya han ganado la guerra. Todos sabemos quién la ha perdido, por muchos tanques, balas y misiles que disparen o amenazas que lancen. Putin se ha convertido en un cruel asesino de guerra. Nos pilla lejos, podría parecer, pero está ahí a lado; los ucranianos están defendiendo lo que no muchos somos capaces de defender porque nos creemos en una posesión infinita de ello: libertad. Nos hemos dado cuenta de que eso, también, la libertad, se puede perder de un momento a otro.

Y al abrigo de esa crueldad infinita. A la sombra de unos cielos entre luces. Lejos del asfalto encendido y los humos entristecidos del gris infinito. En ese privilegio que espanta las penas: en el pueblo.

Pueblo. Sensaciones de pueblo. Dejo a un lado las noticias que nos vienen desde temprano. Salgo al patio, hace frío. La mañana ha despertado como con neblina. Los adoquines están mojados y de las flores del almendro unas gotas como lágrimas se desparraman en la tierra.

Huele a tierra. Un olor profundo que llena mis pulmones hasta embriagarlos de todo lo nuestro. Es el pueblo. Es la España rural. Es la España que se va vaciando si no le ponemos remedio.

Abro las portás y salgo a la calle. No se ve un alma.

Un gato salta desde el patio de la vecina, imagino sale a ver si atrapa alguno de esos pocos ratones que todavía habitan las casas viejas.

De aquella chimenea el humo se entremezcla con el cielo, hoy abarrotado de nubes, aromatizando mis pasos con el fuego y la leña.

El tractor se pierde por el camino, a lo lejos.

Me he abrigado, aunque parece la temperatura subirá a lo largo del día. Camino rápido porque quiero pisar pronto las tierras del camino. Hoy cojo el que lleva a la estación, ese que comenzaba desde la calle donde vivía la abuela Señor. Ahora las calles están asfaltadas, antes se llenaban de cantos y tierra apelmazada, dura, uniéndose así hacia los caminos. Antes, también, se llenaban de muchachos y de abuelas, corriendo o conversando en las puertas abiertas de los hogares. Ahora cuesta cruzarse con alguien.

Vas alejándote de las casas a la vez que te adentras en los campos divididos por esas lindes de piedras, enmohecidas, que sostienen la vida de los años a la vez que sirven de guaridas de conejos, culebras, liebres y perdices.

Caminar por aquí es como escribir, te despojas de todas las miserias que con los años vas acumulando; vuelves a revivir porque respiras todo lo que se te muestra como importante.

Estás ahí.

El campo me abraza, me coge. La siembra verdea convirtiendo algunas parcelas en lienzos imborrables.

Normalmente los hechos negativos, las circunstancias adversas, son las que nos llevan a conocer la verdad.

Estar en estado de conciencia. Todo está dentro de nosotros.

Aquí no me siento vacío. Curiosamente, cuando más vacío me he sentido es cuando he estado rodeado de más cosas.

Aquí me encuentro. Cuántas veces he sentido que algo me estaba perdiendo y era, ni más ni menos, que a mí mismo.

La primavera es mi estación favorita. Los días se alargan y parece que la vida estalla en colores. Todavía tenemos días lluviosos, ventosos y algo frescos, pero el campo reluce ante esos cielos dibujados por nubes que albergan el sentido de lo poético.

Un agricultor hunde en la tierra el azadón, o escavillo. Está cavando para trasplantar algún pistacho que ha debido de caer con los vientos y la lluvia.

Es la naturaleza, la vida. Por aquí se huele a eso, a vida.

La primavera en estos campos, áridos en verano, lo impregna todo de poesía. Porque poesía es toda la belleza del mundo y nuestra capacidad para verla y contemplarla.

Estar atento. Estar atento es sentir en calma todo lo que nos rodea. Es dejarnos atrapar, sin prisa, por todo lo bello, que es mucho, del momento.

Estar en calma es estar aquí, en el pueblo.

Sentir paz y equilibrio. Sanarte espiritualmente.

He sido adicto a las distracciones, a echar tiempo en momentos que aparentemente nos generan una falsa sensación de progreso o diversión. En realidad, es una pérdida de tiempo. Nos roban las horas, el tiempo.

Ahora toca ganarle a la vida momentos como estos.

Aquí las balas no nos llueven. Somos unos privilegiados. Abramos las puertas de nuestros pueblos a todos aquellos que han de salir de los suyos.

Aquí no se puede desear más porque todo lo tienes, todo te llena.

Aquí descubro que lo sencillo es lo que más vale porque el valor de las cosas no está en el precio que tienen, está en la paz que te producen dentro, no afuera.

Llego a la estación de tren y espero a ver si pasa alguno. Ya no paran. Creo que uno que viene de Valencia. Vuelvo trotando.

De pequeño este camino me parecía infinito. No son más de 8 km ida y vuelta.

En la ida el edificio que marca el final del camino es el silo. Inmenso al cielo.

En la vuelta, es la torre de la iglesia, arropada por los cientos de casas bajas que la rodean, la que finaliza el recorrido.

La majestuosidad de paisaje manchego. La infinidad de colores que se rompen por esa carretera de asfalto por la que circulan algunos vehículos, pocos.

No sé si hemos ganado con el progreso o simplemente hemos perdido lo bello.

Aquí estoy de seguro. Aquí espero la vida mientras veo florecer los almendros, los pistachos y los trigales crecen a la par que el sol los mira desde el cielo.

Simplemente eso, sensaciones.