Las posibilidades reales de una nueva humanidad, están ocultas para aquellos que miran solo la superficie de la situación mundial, pero existen y solo necesitan la chispa de la comprensión espiritual para manifestarse plenamente.

(Meher Baba)

«Si todos trabajáramos para profundizar en lo que realmente somos, el mundo sería un lugar mejor. Ninguno de nosotros es mejor que nadie, a pesar de la jerarquía retorcida y basada en el estatus en la que nos encontramos viviendo. Todos somos humanos, todos sentimos y todos luchamos». Escribió recientemente, mi nieta Cecilia, promoviendo una propuesta para recaudar fondos para un centro de rehabilitación.

Mi abuela Eustasia nació en Puerto Rico en el 1868, sus padres habían emigrado desde las Islas Canarias. Yo nací en el 1943. En mi adolescencia, me sentaba maravillado a escuchar las historias que ella me hacía sobre la llegada a Puerto Rico, de los norteamericanos, los primeros automóviles, y el tren. De los viajes que hacía la gente en barco y en coches de caballos. Historias de un pasado remoto, que eran para mí como cuentos de hadas, en esos tiempos de juventud a fines de los años 50 del siglo XX, rodeado de automóviles, aviones, televisión, radios, y teléfonos.

El telescopio espacial James Webb, fue lanzado el 25 de diciembre del año 2021. Hace unas semanas atrás, envió sus primeras imágenes de calibración, desde una distancia cuatro veces la distancia de la Tierra a la luna, desde donde orbitará el sol y filmará los orígenes del universo. Es parte de un programa internacional de la Agencia Espacial de Estados Unidos (NASA), la ESA (Agencia Espacial Europea), y la Agencia Espacial Canadiense. Fue desarrollado por un equipo de más de mil científicos de todo el mundo, durante 20 años.

Webb está diseñado para ver luz infrarroja, una luz que está justo fuera del espectro visible, y justo fuera de lo que podemos ver con nuestros ojos humanos. El telescopio actuaría como una poderosa máquina del tiempo, capaz de captar la luz, que ha estado viajando por el espacio desde hace 13,500 millones de años, cuando se formaron las primeras estrellas y galaxias en la oscuridad del universo primitivo.

Nuestra especie humana, es una producción relativamente reciente de la evolución del universo. El «fenómeno humano», como titulara Teilhard de Chardin su libro fundamental, apareció hace 2-3 millones de años, como fruto de la evolución de un universo cuya edad se estima en 15 mil millones de años. La civilización humana como tal, con su conocimiento y capacidad para utilizar y explotar su entorno, se remonta a solo seis mil años, a los albores de la agricultura. Desde entonces, la ciencia y la tecnología humana han ido creando, de una manera exponencial, una superestructura sobre la compleja red de la naturaleza de la Tierra.

Hoy en día, gracias a los avances del conocimiento científico, existe un consenso conceptual de que el universo es un campo unificado, un continuo de flujos de energía. Físicos, ecologistas, cosmólogos, filósofos y místicos, parecen coincidir en la interconexión de todo el universo, en un origen común y en un proceso evolutivo.

A la muerte de mi abuela mis conversaciones intergeneracionales continuaron con mi madre, que, nacida en el 1908, había vivido durante las guerras mundiales y experimentado en su propia vida un mundo de cambios muy acelerados. Pero lo que le preocupaba a ella era la pérdida de los valores éticos, un mundo más corrupto, que en el cual ella había crecido, donde la moralidad era relativa y había más falta de integridad y honradez que antes.

Y hablábamos a los fines de los 1970 sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre el fascismo, el racismo, el voto de la mujer, y los prejuicios solapados, que en el mundo de la posguerra habían surgido a la luz y ahora eran motivo de conflicto. Coincidíamos que había habido un progreso substancial, en cuanto a derechos humanos y la percepción de la igualdad y que muchos de los conflictos que antes no se hablaban, sobre sexualidad y prejuicios raciales, estaban ahora en la plaza pública y no escondidos, corroyendo las cosas a escondidas como antes. Y que eso era mejor. Que era parte del crecimiento hacia un nuevo estado de consciencia de la humanidad.

Sin embargo, todavía hoy, a dos décadas recorridas del siglo XXI, en términos de la organización de nuestras relaciones humanas, vemos una intensificación del egoísmo; un aumento en la desigualdad, en la avaricia, y un consumismo vano individual y tribal, a pesar de que, el conocimiento conceptual de nuestra civilización ya es capaz de comprender la unicidad de la vida y la interconexión del universo. Pero este saber científico y conceptual no se ha manifestado plenamente en la colectividad humana, ni en sus principios organizativos o institucionales, como para cambiar nuestra mentalidad de «sálvese quien pueda».

E igual que hay quienes creen todavía que la Tierra es plana, en un mundo consabidamente redondo, una gran parte de la humanidad persiste en la idea de estar separados y desconectados el uno de «el otro», y de la sustancia integral de la vida. Y nos pasamos apretando el gatillo de la guerra todo el tiempo, y nos seguimos organizando, siguiendo la visión del mundo de Ayn Rand.

La principal falla, en los sistemas institucionales que nos rigen, está en la incongruencia de la cosmovisión en donde se enmarcan, con la realidad de lo que somos. Es aquí donde pienso, que será imprescindible un cambio en la visión del mundo de las nuevas generaciones, para lograr un futuro mejor de la humanidad. Yo creo que esto ya está comenzando a pasar. Que los jóvenes están empezando a ver de una manera diferente cuestiones sobre prejuicios raciales, preferencia sexual y de adhesión a nacionalismos. Pero hace falta la consolidación de una masa crítica, para poner en marcha nuevos ímpetus de organización social, que propicien la consciencia planetaria como un principio organizativo, no solo como concepto filosófico.

Estos atisbos, de una nueva cosmovisión planetaria, están siendo ferozmente resistidos por las fuerzas del mundo del pasado, apoyadas en el miedo al cambio y el fundamentalismo conceptual (religioso y secular). Líderes demagogos, aprovechándose del miedo, y de los medios modernos de comunicación instantánea, han creado una poderosa plataforma de propaganda y desinformación, plena de burdas conspiraciones y odios, la cual, en combinación con el derrumbe de los sistemas existentes de organización política, han dado lugar a la toma de poder por estas fuerzas reaccionarias del pasado. Y también a la popularización de mitos, que cuestionan el extraordinario conocimiento intelectual que ha llegado a tener la humanidad, y que socavan los progresos obtenidos en cuanto a derechos humanos y la percepción de unicidad de la vida.

Los descubrimientos científicos son fundamentales para cambiar la visión del mundo. La mayoría de la gente no entiende estos conceptos, pero los incorporan a su vida y forma de pensar, una vez que los hallazgos se traducen en aspectos utilizables para todos. Pocos entienden cómo funciona un motor de combustión interna, pero todos participan de la organización social alrededor del automóvil. Pocos entienden la energía solar y los automóviles eléctricos, pero una vez esta tecnología sea asequible para muchos y la gente vea su beneficio, ocurrirá otro cambio importante.

La cosmovisión medieval no podía lidiar con la peste negra, porque no tenía una concepción de las bacterias, como la causa de la peste bubónica. Hoy en día, a pesar de que la mayoría de la gente no conoce de bacteriología, ni de cómo las bacterias y los virus causan enfermedades, el modelo de salud pública que se aplica dentro de la visión del mundo actual sigue las prácticas requeridas.

Es necesario que amanezca en la humanidad un nuevo paradigma, basado en el reconocimiento de la unicidad e interconectividad de la vida. Los problemas más acuciantes que enfrentamos se derivan de no reconocer la estrecha interconexión entre el bienestar de uno y el de los demás.

Los sistemas operativos existentes surgieron de una cosmovisión fragmentaria. Hoy hace falta la transformación de esta visión del mundo a una que tome en cuenta la interconexión, y la realidad de que estamos todos en el mismo barco. La desigualdad, los sistemas de financiamiento sin control, el armamentismo, la guerra perenne, la degradación del medio ambiente, el patriarcado, el racismo, las pandemias, la crisis del sistema político, las migraciones masivas, la arcaica organización política y representativa, la automatización, la desinformación masiva, son síntomas de esta visión fragmentada.

Para resolver estos problemas se requiere un cambio en nuestra forma de pensar el mundo, un cambio en nuestra autoconsciencia. Tenemos que asumir una responsabilidad personal hacia todo el sistema. Porque personas verdaderamente conscientes de sí mismas no hacen guerras, ni almacenan armas nucleares, ni albergan prejuicios raciales o de género, ni degradan el medio ambiente del cual dependen.

El problema es nuestra tendencia a organizar todo, en torno a nuestro egoísmo, o sea todo está bien mientras yo y los míos nos las arreglemos, independientemente de que nuestro destino este íntimamente entrelazado con el de los demás.

Los problemas que aquejan la humanidad están entrelazados. Existen soluciones teóricas y prácticas para minimizar los impactos del cambio climático, para eliminar la industria de armamentos, para reglamentar las finanzas, para poner fin a sociedades patriarcales, para reducir el desperdicio de alimentos, etc. Pero deben ser adoptadas como parte de una nueva visión del mundo, por las generaciones actuales y por venir, a una escala de masa crítica que tome las riendas de la nueva transformación.

No estamos hablando de utopía, estamos hablando de un progreso de la civilización en general de la humanidad, como lo ocurrido de la Edad Media al Renacimiento. Eso sí, tiene que ser un cambio profundo, no basado en la tecnología sino en la cosmovisión, un cambio de consciencia, pasando de una perspectiva, egoísta, tribal y nacionalista, a una visión planetaria de la humanidad, donde la gente esté consciente de su interconexión física y existencial con «el otro». No se trata de reemplazar sistemas que funcionan mal con otros creados bajo la misma visión del mundo. Necesitamos un cambio hacia algo nuevo, no reparaciones de lo viejo.

Parecería ser que hoy en día, cuando tropas rusas invaden a Ucrania, y los sistemas políticos, y económicos, tanto a nivel nacional como internacional, están o debilitados en términos de su capacidad de unir al mundo o desatados en términos de continuar fomentando el «sálvese quien pueda», se están derrumbando las posibilidades de una gran transformación.

Pienso, que estamos empezando a entender colectivamente, que el origen de nuestra miseria radica en nuestra falsa percepción de la vida, y que estamos abriendo nuestra consciencia al hecho de que todos somos un continuo de ser. Y aunque los titulares noticiosos no lo anuncien, ya están ocurriendo, en muchas esferas de la vida, iniciativas en torno a esta transformación positiva; innumerables historias de amor y cambio.

Creo, que estas iniciativas y esta nueva consciencia se expandirán a través de la red humana. Y que cuando adquieran una masa crítica, entonces las naciones, las religiones, las organizaciones, se centrarán en la construcción de un nuevo futuro.

Y quizás de repente, la profunda intuición de Teilhard de Chardin comenzará a realizarse, y veremos la historia de nuestra evolución de 15 mil millones de años como universo, y de 3 millones de años como humanos, como un proceso de crecimiento, por el cual tuvimos que pasar para que esta comprensión floreciese.

Entonces, todos comenzaríamos a trabajar para solucionar los problemas que enfrenta la humanidad, y todos encontraríamos un sentido mucho mayor de satisfacción y propósito, trabajando en estos problemas «reales», en lugar de los viejos propósitos impulsados por el ego y la mente, que nunca proporcionan una satisfacción duradera.

Esta convicción, más allá del raciocinio, enraizada en ese lugar adentro, donde se albergan los abrazos y los recuerdos, me llevó a ver una sonrisa florecer, en los labios de mi madre y de mi abuela. Y también en los de mi nieta Cecilia.