Frente a la razón como fórmula matemática o como demostración lógica, dos formas de explicar, objetivar y dominar la existencia, cabe desviarse hacia la figura poética, la metáfora, la sinécdoque, el conjuro, que cambian una cosa por otra, que dan vida a lo inerte, que proyectan la posibilidad, que son, en síntesis, fantasía. De tal suerte que en los relatos y poemas de Borges, en la poesía de Aurelio Arturo o Jorge Carrera Andrade, asistimos siempre a una transfiguración. Pero esta búsqueda de mitologías significa, en su nivel más simple y profundo, una exploración y una invención del mundo de lo vivo, del deseo misterioso de asistir a un intercambio con la naturaleza. Su sustrato es sin duda el de la magia, capaz, como dice Giordano Bruno y también Goethe, de crear vínculos o afinidades entre los seres.

Octavio Paz escribió que el hombre es un signo. Visto desde la perspectiva de Saussure o de Barthes el hombre es un lenguaje, forma parte de una gramática y una sintaxis del mundo, junto con el resto de la naturaleza. Para construir el Golem, Frankenstein o el Chat GTP el principio de pensamiento es el mismo: se puede construir una inteligencia parlante como se construye un hombre o una mujer. Es necesario producir alteraciones físicas, dedicarse a la programación mental y social. Desde la estrecha perspectiva de la ciencia moderna es posible creer, incluso, que el hombre es un recurso, un capital o una tecnología. Semejantes concepciones darían la razón a Stalin de que los escritores son ingenieros del alma.

Distinta de esta versión de lo humano y de la naturaleza cabe tener presente que el hombre, como otros seres naturales, nace y muere. El hecho irreversible del nacimiento y la muerte debería ponernos en guardia contra el cientificismo indolente y pragmático: sir Francis Bacon quería dominar la naturaleza como si alguien pudiese revertir o proyectar el tiempo que va del nacimiento a la muerte.

Es obvio que se puede intervenir en la concepción y en el acabamiento, pero el arco que va del nacimiento a la muerte sólo puede entenderse como un acto poético, es decir, como creación. La vida es creación y sólo se puede entender su aparición como reflexión sobre el hecho de ser. Es un territorio en el que la filosofía y la poesía se confunden, o más bien dicho, son lo mismo. ¿Qué soy yo? es una pregunta que es al mismo tiempo existencial e intelectual, porque intenta responder al hecho de estar vivo y a la necesidad de un destino, de un lugar, de una relación con los otros. Es decir que la presencia del hombre en el mundo se manifiesta como el deseo de encuentro, como pasión con respecto a los otros.

Pienso que es en este hecho fundamental en el que se expresa el carácter imaginario de lo humano. El psicoanálisis advirtió, en ese sentido, una cuestión básica: imaginamos, de forma radical, posibles filiaciones, sea como padres, hijos, hermanos, primos. Es decir, el sustrato, el movimiento básico de nuestra imaginación es el de creernos hijos, padres, hermanos. Sea que, después, en la madurez nos sintamos hijos de Cervantes o padres de Rimbaud, la experiencia filial se extiende a todas las expresiones humanas. Formamos o creamos lazos, sea por filiación o por afiliación, constantemente.

Podríamos decir, con Girodano Bruno, que el lenguaje sirve, por lo tanto, para crear vínculos. El sabio, como el mago, explora la naturaleza como un ser, o un conjunto infinito de seres, unidos por sus relaciones. La multiplicidad en la unidad sólo puede entenderse, por lo tanto, como una exploración en las relaciones –de los vínculos, de las afinidades y rechazos- que experimentan los seres unos por otros.

De ahí que se vuelva imperioso volver la vista a un conjunto de saberes denostados por la ciencia moderna, es decir, por la universidad moderna. La universidad moderna –a contramano de lo que buscaban los enciclopedistas de la ilustración– se ha empeñado en construir –no en crear– un mundo individualista, industrial, democrático, científico. Sin embargo, sospecho que en su ontología ese mundo no es de carácter liberal, como hubieran deseado Diderot o Voltaire. Nuestro mundo moderno no se parece al que proyectaron los hombres de la ilustración, para quienes el saber significaba una emancipación del cristianismo. Lo cierto es que la universidad moderna, cuyo modelo es la universidad napoleónica, se inspiró en las jerarquías y abstracciones del cristianismo. La física de Newton se convirtió en la Reina de las ciencias. Los otros saberes debían rendirle tributo. Este universalismo de los modernos, este imperialismo, es una imitación del universalismo cristiano. Esta concepción de la naturaleza se encuentra en el origen de nuestra visión descarnada, abstracta, objetiva sobre la naturaleza.

El mismo Diderot se resistía a creer que las leyes de Newton sirvieran como clave de la naturaleza. Para Diderot, el problema fundamental de la filosofía consistía en explicar cómo era posible que un ser inerte cobre vida.

En cierta forma, el mismo problema ocupó a Newton, pues la mayoría de sus escritos no son sobre física, sino sobre magia, sobre alquimia.

Estas disidencias señalan que el mundo moderno, que la universidad moderna, han suprimido un saber del que eran todavía conscientes los hombres de la Ilustración y del Renacimiento, Diderot o Bruno, y que para los hombres medievales era fundamental: por debajo del cristianismo o en sus márgenes, los sabios practican la magia, es decir, la alquimia de Hermes Trimegisto, así como el pueblo mantiene vivas las mitologías de gigantes, de caballeros andantes o de trovadores y bufones. Quienes mejor supieron atender a esa herencia fueron los poetas y escritores del barroco: Rabelais, Cervantes, Shakespeare, el Inca Garcilaso de la Vega, que hizo la elegía del mundo de los Incas.

Estas literaturas se expresan , en su versión popular, en el carnaval, celebración pagana de la transfiguración, en la que la fantasía revela los deseos de hombres, mujeres y colectivos. La fantasía de Rabelais es la de unos gigantes beodos y tragones, que inundan la ciudad con su orina. La de Cervantes todos la conocemos: el caballero andante que parte a desfacer entuertos. La de Shakespeare es Falstaff, el bufón, y Hamlet, el melancólico que finge locura. Lo que postulo aquí es la realidad del deseo, como decía el poeta Luis Cernuda, ya que la realidad de Rabelais es la alegría de esos gigantes, así como la de Cervantes es Don Quijote, y la de Shakespeare es Hamlet.

Como sabemos, la literatura barroca, romántica, vanguardista o posmoderna goza con una visión “deformada” del mundo, imaginativa o fantástica. Pero, además, esa visión es la única que reconoce el intercambio misterioso que provoca la amistad, el encono, la alegría o el sacrificio. Frente a un mundo de leyes o fórmulas, ajeno en lo fundamental a la posibilidad de los vínculos o lazos, el carnaval y la poesía buscan el encantamiento de unos por otros a través de un ejercicio en el que lo fundamental, lo esencial, es el gozo de vivir. El gozo de vivir –el hombre que se convierte en Zaratustra, en creador– pasa por la búsqueda de una lengua capaz de reconocer el absurdo, la locura, la tontería, el humor, la presencia del niño en el hombre.