Me lo encontraba cada tarde que iba al campo con mi viejo que hacía de portero, experto y entrenador. Alguna vez se acercó y me preguntó mi nombre; yo, muy ufano no le pregunté el suyo ni continué la plática. Apenas alcancé a escuchar que le había gustado mi gol del domingo de tiro libre, corrí para alcanzar otra pelota; la acomodé para demostrar que esa suerte la tenía por demás dominada. Me aprenderé ese nombre, me pareció que dijo.

El fútbol es de momentos, en esos días ambos pensábamos que yo jugaría en primera; él por mi trabajo y yo porque no tenía espacio para dudas. Ya para aquel instante me daban trescientos pesos por partido, tachones en cada equipo y podía ir a la taquería a comer gratis todo lo que quisiera. Si decía que al balón le hacía falta un mínimo de aire y eso perjudicaría mis trazos de gol, corrían a inflarla; y si mi padre, que se escapaba cada tarde a mitad del laburo para correr a la cancha mientras el sol pegaba en su hora más vehemente, increpaba mi apatía un domingo desde la tribuna de concreto lo mandaba a callar y decía que me dejara jugar, como si yo fuera el que sabía.

Desde muy niño, que acompañaba a mi padre, observaba esa particular manera de marcar la línea, tan recta como si usara la escuadra que me pedían en el colegio, con segmentos tan perfectos; manchones de longitudes igual de exactos cada uno. Aunque eso para mí ya formaba un acto intrascendente que ocurría en un preámbulo casi inexistente antes de lo realmente importante.

Decían que otros se ayudaban de cuerdas, él no. Para cuando trasformaron todos los campos a suelo de pasto sintético temió que desapareciera su empleo, pero se volvió un artesano de las canchas que recibió un aumento y en donde quedaba una de tierra como la nuestra —que era en todos lados quizá por nostalgia—, era contratado y le rogaban que pintara sus líneas y medios círculos perfectos luego de esa ceremonia que comenzaba en un cuarto debajo de las tribunas.

Marcaba los límites para dictar dónde se podía jugar y dónde ya no. A decir verdad, pintaba todas las canchas cuando nadie sospechaba la invasión del falso pasto. Acaso una que tenía alfombra además de paredes.

En las tardes en que practicaba con mi padre, él comenzaba desde el terreno más lejano, luego de sacar la carretilla, a verter la cal en ella, llenar el bote con hoyos pegado a un palo de forma parsimoniosa y ceremonial a la vista de algunos pequeños curiosos que miraban cómo se enfundaba botas de hule y sombrero de paja.

Nunca me pregunté cuánto cobraba, o si era su único empleo, si tenía familia o cómo había aprendido el oficio ni por qué decidió hacerlo. ¿Sería que lo disfrutaba? De niño me asombraba cómo un botecito de metal con agujeros en el fondo no tiraba ese polvo blanco por todo el camino dejando, más que una estela, un desastre. Mas de grande me importó un carajo eso o si pintaba por igual sobre una roca o la quitaba al paso.

Si era uno de esos días en los que terminaba pronto —porque se apuraba o en algunas canchas no se jugaba, tampoco lo supe— no se acercaba al área en que yo practicaba, antes ponía las redes, acaso se quedaba mirando cada disparo sin increparnos, solo por el gusto de prestarnos sus dominios.

Nunca supe si él jugaba, si le gustaba el juego. Otro día me pidió una camiseta con la que practicaba, una de esas que yo usaba de temporadas pasadas; no me importó dársela. Imaginé que así sería en un futuro cercano con otro montón de gente desconocida; quizá solo se había olvidado esa camisola gruesa que usaba para el trabajo y lo hizo para no dejar blanca la parte baja de la camisa y tener que responder por ello en casa.

Con el tiempo me fui a jugar a otras canchas, más lejanas, de pasto natural que no necesitaban sus servicios y la práctica de tiro la hacía por las noches. Desconocía si seguía pintando.

Nunca entendí que salirse a mitad del laburo es arriesgado y que ir a pelear con un cabeza dura que no quiere intentar mejores formas luego de la jornada que dura todo el día da bronca y fastidio. Tampoco entendí que, si la cosa no va o el día no es el deseado, siempre queda la personalidad y la rebeldía en lugar de la espera del juego siguiente, porque no siempre quedan otros. Que es fantástico intentar el mínimo de imperfección, no olvidar el fútbol, pero siempre hay que tener vergüenza más que las manos a la cintura y jugarse los noventa.

Que la técnica depurada y el buen remate de media distancia no lo es todo, que lo más valioso no es el individuo, que la popularidad y la opinión dividida no es referencia, sino duda. El fútbol no se piensa, se siente y se actúa en consecuencia. No solo se juega así porque así debe ser en su forma más exquisita, existe un todo más profundo.

Ahora estoy un poco pelado y panzón y acaso soy futbolista de sillón que reprueba a la mayoría de los compatriotas que se ven sobre el verde del televisor. Ya no elijo la pelota como elegía la novia, olvidé el ridículo a la figura grotesca de quedar pagando en un caño o en la fricción del forcejeo exagerado y nadie nunca supo mi nombre. Pero él salió en los periódicos; fueron hasta el mismo potrero del barrio que siempre desee llevara mi nombre a hacerle reportajes para dejarlo inmortalizado en un libro increíble del que me hubiera gustado tener la idea y tomar esas fotografías, que lleva por nombre Oficios en peligro de extinción y muestra la gran técnica de la línea de cal.