Hace poco más de dos años, apenas un par de meses antes de paranoias y confinamientos, Tusquets tuvo el buen gesto de publicar algunos de los diarios de Emil Cioran. Lo hizo con el título nada misterioso de Cuadernos 1957-1972 —la honestidad se agradece—, en un solo volumen, rojo y grueso como un ladrillo, pesado como biblia. Lo que se encuentra ahí dentro fue escrito con la gracia de quien jamás logró estar a gusto en la ciudad que le dio refugio, un París que para el filósofo fue poco más que un sanatorio triste, tal vez un burdel un poco vulgar. O al menos esa es la impresión con la que uno se encuentra durante las lecturas de madrugada, cuando se es incapaz de conciliar el sueño.

De París puede decirse que fue un lugar al que Cioran apreció de la misma manera como se aprecia a una adicción o una mala relación de pareja. Qué fea es, pero qué complicado es vivir sin ella. Si estos diarios son una indicación de sus costumbres, le gustaba despotricar sin piedad contra los parisinos. De sus ruidos por aquí; de sus charlas por acá. Y no solo desesperaba de estar rodeado de los nativos, pues los apadrinados de otras naciones tampoco eran la luz de sus días. Pero eso, como en todo, no es el único rasgo que define su personalidad. Se toma también el tiempo para detenerse de cuando en cuando en algún detalle que le saca una sonrisa, o le acerca un poco a esa mística esquiva que anheló con la misma intensidad con la que descreyó de ella. «He entrado en Saint-Séverin», escribe un domingo por la tarde. «No había prácticamente nadie, salvo el organista, que improvisaba o, mejor dicho, daba palos de ciego. Pero yo estaba en tal estado de receptividad que el menor acorde me conmovía, me elevaba, me hacía estremecer».

Fue un 8 de abril de hace ya ciento once años cuando Emil Mihai Cioran nació en Răşinari, Rumania, que por aquel entonces se llamaba Resinár y pertenecía a lo que alguna vez fue el imperio austrohúngaro. Comparada con lo que vendría más adelante, su infancia fue un idilio en el que se divirtió correteando con sus hermanos entre las huertas y jugando futbol en el cementerio pateando cráneos agrietados con su amigo el enterrador. Esa primera década fue tal vez la más feliz de su vida, y es posible que su historia hubiera sido otra de mayor optimismo de no ser porque los oficios de la familia le llevaron hasta Sibiu.

Su padre vestía las ropas de un sacerdote, pues practicaba la más exquisita fe ortodoxa del país. También su madre hacía otro tanto de lo mismo con su afiliación a la Liga de Mujeres Cristianas. Se trataba a toda vista de un matrimonio de la más absoluta religiosidad, uno para el que las tramas de este mundo eran pruebas con las que la carne se preparaba para disfrutar las glorias del espíritu, allá en los días futuros que seguirán al Escatón. Un matrimonio fuerte, de hierro, como la gente de esas geografías por aquellos años, aunque no por eso ajeno a las vergüenzas que el joven Emil traería más tarde ante sus ojos. «Deberías haber esperado a nuestra muerte antes de publicar el libro», le escribió su madre en una carta tras la aparición en 1937 de Lágrimas y santos, uno de los últimos textos que Cioran escribió en su lengua nativa mientras trabajaba como profesor de filosofía y lógica en Braşov. Su publicación coincidió con la marcha rumbo a París, y es también, por confesión suya, el título predilecto de toda su producción; fruto de noches en vela pensando en el llanto y en la vida de los místicos de España, donde alguna vez quiso vivir.

Su búsqueda por la mística, la auténtica y no esa otra de aparador, siempre se encontró manchada por un escepticismo tan cínico que en ocasiones rayaba en lo blasfemo. Otras, en la comedia, pero nunca en una simple provocación. Mucho menos una propuesta de estilo literario. Al igual que el pesimismo por el que se le conoce (contra los hombres, la literatura, la vida y Dios), su sentimiento hacia lo místico estuvo vinculado siempre a la desesperación de sufrir noches continuas, algunas veces semanas enteras, sin poder dormir. Fue un mal que le acompañó desde la adolescencia, allá en Sibiu, y que solo lograba mitigar por medio de largas, larguísimas, caminatas nocturnas en las que se codeaba con insomnes de su misma clase. También con prostitutas, matoncillos, vagabundos y bohemios que dieron matices a la negrura de su pesar. Pues, ¿qué hacer en las noches en las que el sueño se niega hacerse presenta? Repasar las malas elecciones. Explorar un parque abandonado. Firmar la paz con nuestros fracasos. Intercambiar chismes con fantasmas, filosofar con demonios. «Anoche, durante una vigilia bastante larga», escribió en una nota de su diario fechada el 3 de enero de 1966, «de nuevo la obsesión por el transcurso del tiempo: cada instante que pasaba, sabía que pasaba y que no lo recordaría jamás».

Para Cioran, el tiempo estuvo siempre presente de una u otra manera en sus libros. También lo estuvieron las profundidades en las que el pensamiento se resquebraja ante un aparente sinsentido. Fueron las vigilias sin fin las que hicieron de él un descreído incluso de la filosofía, que en su opinión perdía toda vigencia cuando la mente es incapaz de desconectarse unas cuantas horas por la noche para dar una miserable cabeceada. Aunque es verdad que, en un principio, cuando estudiante, encontró en Nietzsche un antídoto a sus males espirituales, fue el tiempo quien le hizo reconsiderarlo como un hablador, idolatrado por la academia y sus fantoches en virtud de haber muerto salvaje y desquiciado, tal cual una estrella del rock.

Con los años su órbita se encontró más cercana a la de otros pensadores menos belicosos. «Me siento mucho más cerca de un Pascal», escribe con sus 54 años el 31 de diciembre de 1965, «y, sobre todo, de un Marco Aurelio. No hay nada que hacer: yo he madurado». Por esas fechas escribe mucho en su diario sobre ese emperador de los estoicos, y es posible que leyera y releyera sus Meditaciones en las horas faltas de sueño. Por esas fechas descubrió el budismo y el pensamiento hindú, que pasaron a ser otros intereses y consuelos que no lo dejaron solo hasta que fue hora de cruzar el velo. También, y desde joven, lo fue Bach. Siempre Bach. Su querido Bach. A pesar de que las fuerzas del mercado terminaron por hacer de su divino germano un vil producto más como cualquier otro. «Oír a Bach en los grandes almacenes», escribió a mediados de 1968, «¡mientras se compran unos calzoncillos!».

En sus días en la Universidad de Bucarest, muy previos a los años parisinos, conoció a otros dos grandes rumanos: Eugène Ionesco y Mircea Elliade. Con ellos hizo una amistad que solo la muerte pudo quebrantar, pero su relación con el resto de los hijos de Rumania fue más compleja. «Estoy literalmente cercado por mis compatriotas», escribe en alguna parte de sus diarios. «Imposible escapar de ellos, salvo declarándoles la guerra». Y, sin embargo, años antes, un 11 de febrero, se lo pasó muy bien entre ellos. «Almuerzo con rumanos. Borrachera. Me he bebido el equivalente a una botella de burdeos…He dicho chorradas durante horas». Aunque a su patria le dedica buenas y malas palabras en los diarios, el sentir por ella fue mucho más exaltado durante la juventud. Militó en la Guardia de Acero antes de que iniciara la Segunda Guerra, y tal como otros centenares de jóvenes imprudentes de la época, enalteció las hazañas de déspotas y tiranos, criminales todos ellos y a mucha honra. Fueron de los errores más grandes de su vida, y se lamentó de ellos en entrevistas y con amigos.

Contrario a lo que pueda creerse, detestaba a Camus. «He hablado mal de él muchísimas veces», escribió al día siguiente de la muerte del francés, «y ahora siento el azote de un terrible e injustificado remordimiento». Pero solo unos días más tarde arremete contra él, escribiendo que «Camus, que tanto protestó contra la justicia, debería haberlo hecho contra la de su gloria, si hubiera querido ser consecuente consigo mismo. Pero eso habría sido indecente. Y seguramente él creía que su gloria era merecida». Su opinión sobre Sartre tampoco era demasiado dulce. «Todo en él es profundamente irreal», escribe. «Es una muñeca y un monstruo». Unas líneas más adelante, no lo baja de oportunista, de filósofo rastrero.

Entre las observaciones del mundo y la confección de aforismos, pues algunas de las entradas en sus diarios no son más que eso, de pronto se asoman rostros. La vaguedad con la que Cioran escribe no permite intuir demasiado, y solo queda imaginar si las personas de quienes habla son algunos de sus amigos literatos, o los perfectos convencionales que constituyen la mayor parte de cualquier vida. «X me expresa sus deseos y me habla de sus enfermedades con voz de desesperación», comenta el 31 de diciembre del 62. «Todo lo que puedo decirle es que hay seres que deben sufrir, ya que ese es su destino». En otra nota, casi exactamente dos años después, apunta como «E. no conocía el miedo (ni el pudor). Se volvió loca». Un año más adelante sentencia que X, tal vez el mismo del que ya ha escrito, «es un cabrón que se hace el despistado». Así se encuentran por estos diarios los personajes de su bestiario; unos encantadores, otros monstruosos, algunos simplemente molestos. Pero Cioran, a pesar del anonimato en el que creía vivir, jamás dejó de ser el pensador del Barrio Latino, razón y foco de visitas y peregrinajes. Así, a finales de los 60 se queja sobre como la filósofa M. M. Davy… «me dijo que no hacía bien en poner el acento en el pecado original, que no era cierto que Jesús viniese para redimir al hombre, etc. Según ella, vino para que el hombre se convirtiese en Dios. ¡Me pareció tan absurdo en medio de una comida!».

Escribir, en ocasiones, no era algo que le viniera fácil. Si hay una constante en sus diarios, son las quejas sobre el tiempo que desperdicia haciendo otras cosas, la mayoría banales, en lugar de sentarse ante el escritorio con pluma y papel. «Durante más de un mes no he escrito una sola línea», observa a mediados de septiembre de 1965. «Escribir es un hábito y un oficio. Si uno no se entrega a ellos todos los días, cuando vuelve a ponerse, después de una larga interrupción, es un verdadero tormento». La ironía está en el grueso de su producción; la íntima y la pública. A su nombre hay cerca de 25 títulos, la mayoría aparecidos en francés, pero los hay también en rumano.

Tal vez no sería una exageración decir que sus diarios son la cumbre de su obra, gracias al alcance y calidad de su contenido. Desde la reflexión puramente filosófica hasta la más mínima queja por los ruidos de los vecinos, pasando por observaciones sobre el día a día e incluso consejos que, al igual que las Meditaciones de Marco Aurelio, escribió pensadas para un único público: él mismo. Es esta naturaleza de los diarios la que da la sensación, a quienes los leemos, de estar ante la presencia de un amigo. Uno viejo, sabio, un tanto cascarrabias, pero no carente de humor, muchas veces arrebatado. Una gran compañía para quienes pasamos los días del confinamiento sin otra presencia en nuestras casas además de libros y sombras.

Aunque es posible que Cioran hubiera preferido lo contrario, su vitalidad fue larga. Murió a los 84 años, el 20 de junio del 95. Descansa, al fin, en el cementerio de Montparnasse, al igual que su amigo Ionesco. También en compañía de su odiado Sartre. De poder verlo, le daría risa.