La TV no llegó a nuestra casa, como a la mayoría de nuestra generación, con el Mundial de Fútbol del 62, pero ese evento planetario fue el que despertó el interés por la TV en tres de los cuatro hermanos Gonçalves; Francisco, el cuarto, era muy pequeño entonces.

Nuestra familia tenía una particularidad especial, quizás única. Recuerdo que, al poco tiempo de haber regresado a Chile, en 1991, fui a visitar a mis viejos, que nuevamente estaban viviendo en la caleta de pescadores de Horcón. Hablar de cambio de casa con ellos ya era algo divertido, nuestros parientes y amigos hacían todo tipo de chistes con ese tema. Mientras comíamos un sabroso asado propuse a mis viejos que anotáramos las direcciones de las casas en las cuales ellos, hasta ese momento, habían vivido en sus aproximadamente cincuenta años de matrimonio. Al morir mi madre, y algunos años antes, mi padre, se cumplían cerca de setenta años de su enlace.

La lista de casas que confeccionamos llegó nada menos que a la módica cifra de treinta y cuatro mudanzas de casa en esos setenta años. Lo que, según mis cálculos, daría una cifra de un cambio cada dos años. Visto esto desde la perspectiva de hoy, y con el análisis correspondiente, cuando transito los setenta años, no tengo ninguna duda que ahí está la madre del cordero, ahí está la razón fundamental por la cual no tengo redes. No me refiero a relaciones a través de estos nuevos medios de comunicación, sino que a las conocidas y todopoderosas redes que lo resuelven todo en un país provinciano, clasista, donde cultivar lazos familiares y de amigos constituye el soporte indispensable de cualquier emprendimiento serio o intento de modificar la realidad socioeconómica y cultural. En un país donde casi no existe la movilidad social, en el cual el poder económico está concentrado en muy pocas manos, elite que se reproduce y retroalimenta en círculos pequeños, con circuitos de colegios y universidades que formatean la continuidad, resulta difícil comprender cómo ha sido posible que lográramos realizar, durante veintisiete años, el programa cultural de TV Off the Record. Es justamente a estas elites y sus redes donde hay que recurrir para obtener un posible auspicio, una especie de limosna que permita financiar un programa cultural en la TV. Sin esos contactos favorecedores, uno no es nada en países como el nuestro.

Hoy se aprecia en forma muy gráfica el lamento de quienes disfrutaron durante estos años de regreso a la democracia, de esas redes familiares, y principalmente de las redes políticas. Hoy estos próceres están anonadados, medios groggy, al constatar que las nuevas generaciones de políticos los han desplazado para tomar el control del país. Privilegiados que transformaron la política en una clase especial, a los cuales, sin ninguna duda, habría que agradecerles su servicio cívico prestado, pero todo tiene un final. Es como el deportista, que debe saber retirarse a tiempo para no dar lástima, y así dejar que el recuerdo positivo alimente sus últimos días. Muchos de estos políticos bien alimentados, con las necesidades económicas resueltas, comparten ahora encuentros en sus casas de veraneo, donde se lamentan y ponen en duda las capacidades de quienes hoy han tomado la posta de gobernar. Para más remate, los integrantes de mis redes han ido muriendo uno a uno.

Gracias a los múltiples cambios de casa, llegamos dos veces a vivir en Quinta Normal, en la calle Ladrilleros 1540, a la altura del 44, por José Joaquín Pérez. La primera vez fue para acompañar y cuidar a nuestros avós portugueses y la segunda, cuando mis viejos compraron esa casa, luego de la muerte dos nossos avós. Era la época de nuestra juventud, lugar de procedencia de mis futuras redes. Parto por destacar al querido maestro Matamala, un zapatero remendón a quien le decíamos el Anthony Quinn, debido a cierto parecido con el recio actor. En su taller nos juntábamos todas las tardes a conversar, así terminábamos cada día. Fernando Ayala, un profesor de educación física, muerto durante esta pandemia. «El pelao», Enrique Runge, un contador, no de cuentos, sino que heredero de la clientela que dejó su madre. El Checho Lecaros, aún vigente componedor de máquinas dentales. Mario Blanchard, «el pini», capo en administración y finanzas, siempre a punto de algo, ahora a punto de jubilarse. Jorge Gazón, el primero que nos abandonó, contador de profesión, pero cuentero de nacimiento. El cual desentonaba en el grupo por ser rubio y de ojos azules, por lo que sospechábamos que era producto de un apretón de micro. Fue un querido socio en el Café&Restaurante Off the Record, en Antonia López de Bello. Por último, el chico Ernesto, apodado por mi avó como «el bigote», ya que cuando tenía diecisiete o dieciocho años ya tenía bigote. Excelente maestro carpintero, hacedor de todo tipo de muebles. Fue el chico quien construyó las escenografías y mayoría de los muebles de los restaurantes La Cava de Dardignac, del Azul Profundo, de Il Siciliano, del Muñeca Brava, y naturalmente del Café&Restaurante Off the Record. Con seguridad, también los muebles de cocina de todos los amigos.

Los integrantes de este grupo solíamos pararnos en la esquina de nuestras casas a conversar, excepto durante la dictadura, ya que eran prohibidas estas reuniones. Todos los atardeceres nos juntábamos para tomar palco en la ventana de una casa vecina, en Joaquín Pérez, que tenía la única TV del barrio. La dueña de casa, amablemente, abría la ventana para que nosotros, parapetados, pudiéramos ver alguna serie de TV de la época. Era lucha diaria por lograr instalarse en la primera línea. Tiempo después, mis viejos, con mucho sacrificio, lograron comprar un televisor en cuotas. El estreno del mágico aparato fue con la transmisión de la llegada del hombre a la luna. Mis viejos tenían la TV instalada en su dormitorio, a los pies de su cama, un poco virada hacia la puerta que comunicaba su cuarto con el mío y de mis hermanos. La audiencia esa noche era total, no faltaba ningún amigo del barrio. Estábamos sentados en el suelo desde el mismo umbral de la puerta hasta nuestro cuarto de dormir. Debido a la distancia que estaba la TV, los astronautas se veían aún más pequeños. Los chistes no faltaban. En el grupo siempre fuimos muy apasionados para discutir de todo, principalmente de política.

A pesar de las diferencias ideológicas, el golpe militar no fue motivo de un quiebre en nuestras relaciones, hasta el día de hoy, a pesar que algunos apoyaban o justificaban el golpe y otros lo sufrieron. El famoso televisor, lentamente, se fue convirtiendo en nuestra entretención, junto al baby-fútbol, naturalmente. El pasillo o corredor de la casa, el cual era nuestro living, todas las noches estaba abarrotado con el mismo selecto público. Los Intocables, Misión Imposible, Los Invasores, entre otras maravillas de la TV de esa época, eran nuestra cartelera, en ese auténtico y gratuito cineclub de barrio. Era un espectáculo aparte en la noche, cuando veíamos Barnabás Collins. El pasillo completamente a oscuras, un silencio total mientras cada uno de los espectadores disimulábamos la tensión que esta serie de suspenso nos provocaba. El momento del clímax era cuando, hipnotizados, observando la serie, de pronto comenzaban a sonar las malditas campanadas del reloj de nuestro avo Acacio. Un viejo reloj de pared que colgaba en lo alto, justamente detrás de la TV. Gritos y risas y más de algún corazón semiparalizado por los campanazos aquellos. Mientras escribo estas líneas, detrás mío cuelga aquel reloj, que no he querido reparar, lo prefiero mudo, quizá como los recuerdos inolvidables.

Por esos años mi hermano mayor trabajaba en la TV, en Canal 13. El gran motivador para que tres de los cuatro hermanos Gonçalves nos dedicáramos a la TV y yo también al cine, fue Juan Emilio, un uruguayo, esposo de una prima, a quien en Canal 13 lo llamaban carajito. En el transcurso del tiempo, fui acumulando algunas valiosas experiencias con la TV, entre las que señalo: cuando viajé a Cuba, en 1980, con el objeto de grabar el Festival de Música de Varaderos para la TV sueca. O cuando vine a Chile, enviado por TV2 de Estocolmo, para entrevistar al ministro de Pinochet, Rolf Lüdder. En Mozambique también dirigí algunos programas culturales y realicé un par de documentales para TVE de Maputo. Pero, mi mayor experiencia de trabajo con la TV, han sido estos ya casi veintiocho años realizando el programa cultural Off the Record… Ahora, si tengo que buscar a la madre del cordero que llevó a los hermanos Gonçalves hacia la TV, no fue otro que un hecho ocurrido entre los años 1963 y 64, cuando yo tenía doce años.

Por esos años, vivíamos en una de las treinta y cinco casas por donde nuestros nómades padres nos trasladaron durante nuestra infancia. La calle era Florida, muy cerca del barrio Patronato. Era en un segundo piso, tenía una larga y empinada escalera, la que al interior de nuestro cuarto de dormir provocaba una especie de cototo que sobresalía del suelo; era parte del techo de la escalera. Esa protuberancia cumplía la función de una especie de mesa o escritorio. Fue sobre ese rectángulo que instalamos nuestro maravilloso juego de niños. Era un trozo de madera cholguán, de un metro veinte por unos setenta centímetros aproximados, el cual pintamos verde como el pasto, y marcamos todas las líneas que tiene una cancha de fútbol. Clavamos unas tablas en todo su entorno a modo de galerías. Para nuestro orgullo, y motivación, siempre estaban repletas de aficionados. Gracias a nuestras dotes para la pintura, heredadas de nuestros padres, ambos estudiantes de Bellas Artes, las llenamos con puntitos de colores, simulando ser los rostros de hinchas del Colo Colo, de la Universidad Católica, de la Universidad de Chile y no podía faltar la fiel hinchada de mi querido Wanderers. Hacía algunos años que yo me había convertido en wanderino, esa adicción se la debo al recordado tío Lalo, hermano mayor de mi madre quien, como buen porteño, era fanático de los caturros. El tío aquel era un bohemio de tomo y lomo, de mucho «tomo y tomo». Era muy simpático, un gran animador de los bares del barrio Santa Rosa, en Santiago, y naturalmente, los del puerto. Era un gran tocador de armónica, acostumbraba a entretenernos con un verdadero show, armonizaba temas acompañarse con dos cucharas soperas que batía entre sus manos, piernas, brazos, entre la barbilla y en su cabeza. Fue este tío quien me adoctrinó como wanderino, el decano del fútbol chileno. Un día llegó con las rodilleras de Juanito Olivares, pequeño gran arquero de los panzer. Se contaba que el tío siempre entraba al camarín del equipo porteño para animar a los jugadores. Ese fanatismo que nos contagió debe haber sido el que nos impulsó a crear este juego. Los arcos de nuestro estadio tenían naturalmente redes; no eran otra que las medias de mi madre.

La pelota surgía de un cuadrado, hecho con la goma escolar, la cual redondeábamos sobre una lija. Los jugadores no eran otra cosa que varios metros de tarugos que, cortábamos de unos cinco centímetros cada uno. Así tomaban forma Leonel Sánchez, Jorge Toro, Tito Fouillioux y Juanito Olivares. Cada hermano se encargaba de tallar la madera y darles forma a los protagonistas de cada uno de los equipos. Naturalmente que tenían la camiseta y pantalones pintados con el color correspondiente. Los jugadores de campo estaban parados. El arquero era el único que tenía una mano levantada sobre la cabeza y jugaba recostado bajo los tres palos. La idea era que la pelota la jugaba quien la tuviera más cerca, así íbamos generando jugadas hasta llegar al arco contrario. Compramos cuatro micros de plástico a las cuales les abrimos la puerta delantera, de esta manera llegaban los equipos al estadio. Pero lo más importante era que jugamos partidos nocturnos. Inspirados en los clásicos universitarios y los hexagonales de verano que eran de noche, cerrábamos las persianas de nuestro cuarto y nos preparábamos para el espectáculo deportivo. Tuvimos que hacer un hoyo a través de aquella protuberancia en el piso, atravesamos un cable eléctrico de cobre hasta el transformador del timbre de la casa que estaba en la parte alta de la escalera. El cableado subía a través de cuatro lápices BIC vacíos en cuyo extremo superior había cajas de fósforos, aquellas con la famosa cordillera de Los Andes a las que le poníamos dos ampolletas de linternas a cada una. Era emocionante ver cuando el estadio se iluminaba y veíamos las galerías repletas de hinchas, mientras que en la cancha estaban los cuatro equipos formados para dar por iniciado el torneo cuadrangular de verano.

Pero este espectáculo no podía ser un privilegio solamente de los hermanos Gonçalves. Fue entonces que decidimos que debíamos transmitirlo a través de la televisión. De un listón de madera cortamos un par de rectángulos de 6 x 3 cm, los pintamos, sacamos de la cartera de mi madre uno de esos espejos chicos que todas mujeres tienen para depilarse las cejas, lo quebramos y los pedazos que quedaban más cuadrados los pegábamos al cubo de madera, luego, con plastilina, hacíamos el borde de la pantalla dejando en su interior el trozo de espejo. Un par de pequeños botones eran las perillas y dos pedazos de alambre su antena.

Cuando se daba el pitazo inicial del match preliminar, quienes jugábamos de fondo nos subíamos al camarote, nos acostábamos de espaldas al estadio, acercábamos bien el televisor a nuestros ojos, así el trozo de espejo funcionaba como pantalla de TV donde veíamos el desarrollo del partido. Era emocionante ver el estadio totalmente repleto de hinchas y familias disfrutando del fútbol durante una cálida noche de verano.

Hoy, cuando han pasado más de cincuenta y siete años de aquellos eventos, tengo en mi escritorio una réplica de esos televisores y un par de aquellos jugadores. Gracias a un trozo de ébano de una nariz quebrada de una escultura mozambicana pude tallar la figura de Haroldo de Barros, ese gran mediocampista de los viejos panzer wanderinos.

Hoy es la revista cultural Off the Record, a través de internet, la que difunde no solo mis filmes, pinturas y relatos, sino también los trabajos de muchos amigos y colegas de diversas partes del mundo. Son ellos quienes hacen posible la existencia de esta revista mensual cuyos orígenes remotos brotaron de aquellas inolvidables pasiones fraternales.